Comerse un cuadro, o una estatua si ataca la gula, una obra de arte al fin, puede convertiré en una experiencia artística fascinante. Lúdica o reflexiva. Aunque no se crea. Como analogía vale apuntar que en algunas civilizaciones antiguas, y en otras menos añosas, almorzarse a un semejante equivalía a ganarse para si los mejores atributos espirituales del difunto. En ese sentido me sigue impresionando, todavía hoy, la maniaca costumbre ritual de los survietnamitas. En su guerra, de Vietnam claro, encebollaban en una fritanga los hígados de sus enemigos vietcong. Era ese platillo, bárbaro banquete, el camino para transmutar en beneficio propio el poder de sus antagonistas. Inquietante simbiosis gastronómica.
De un modo u otro somos todo aquello que comemos. Por alquimia o misterio creativo la regla se cumple. Una buena tortilla de papas a nuestro alcance tiene tanto o más fundamento artístico que masticar el David de Miguel Ángel. Sobre todo ahora, cuando se ha convertido en costumbre eso de tascar arte. Si me fuese dado elegir, por designio divino o burla del destino, mordisquearía cada centímetro cuadrado del Desnudo reclinado de Amadeo Modigliani. Una obsesión. Delirio febril sin fiebres, sí.
Los artistas, que no son cocineros, sino pintores y escultores en su mayoría, tienden la mesa y exponen sus obras provocadoras en formas, aromas, texturas y colores. Desafían, invitan a hincarle diente a su trabajo. Y a tomar nota: crecemos devorando, inconscientes, pequeñas obras de arte por placer o necesidad. Es bueno saber que el circuito entre el artista, la efímera obra y el espectador, se completará sólo cuando cada molécula haya hecho lo suyo convertida en energía creativa.
La seducción y la acción operan sobre los receptores visuales, táctiles, gustativos, térmicos, olfativos y trisemanales. Tal vez la deglución dispare en su interacción otro fino episodio estético. Aunque el círculo terminará inevitable en su inodoro. Lugar propicio para filosofar, si los hay.
No en vano Friedrich Nietzsche, hombre de pensamiento profundo, consideró fundamental la ida saludable del cuerpo para la suerte del espíritu y asignó a la filosofía la tarea del reflexionar sobre la nutrición. Sin ánimo de contradecirlo, no de acoplarse al pensamiento del alemán Salvador Dalí señaló con agudeza que los órganos más filosóficos del hombre son sus mandíbulas (y el órgano más sensible su bolsillo, Perón dixit). Seguramente así sea cuando la opción, en tono alegórico o no, remite al hambre a secas. Se puede juguetear, también, con el hambre del saber, sin excluir su sentido metafórico.
Todo esto viene a cuento porque las esculturas efímeras comestibles, expresión de la francesa Dorothée Selz, señera figura del Eat Art desde mediados de los 60, con reconocida influencia del rumano Daniel Spoerri y la argentina Marta Minujin sobre sus espaldas, son una curiosidad atendible de Buenos Aires del 2006. Dulce, verdura, frutas, pan, alimentas tratados con rigor artesanal, como en una gigantesca paleta de colores, acomodan formas para desmentir una sentencia: el arte no se come, es sagrado.
Ya en el siglo XV Leonardo Da Vinci lo desacralizó. Con la técnica del mazapán, aprendida de su padrastro pastelero, construyó maquetas paras sus maravillosos proyectos. Tomadas por pasteles extravagantes fueron consumidas sin miramientos por hijos y entenados.
En 1492, para celebrar el casamiento de Ludovico Sforza, su señor y mecenas, construyó, con masa de pasteles, una torta ahuecada de sesenta metros de longitud. Era una réplica del palacio que lo albergaba. Bloques de polenta, con nueces y pasas de uva, cubiertas de mazapanes multicolores, eran su andamiaje. Los invitaos a la boda entrarían al pastel, se sentarían y lo comerían todo, hasta los taburetes. Un error de cálculo expuso el monumento con demasiada antelación a las alimañas, ratas y aves que atestaban Milán. Apenas quedaron migajas.
El uso de los alimentos como medio de expresión artística remite a la comunión entre el cuerpo y el espíritu. En eso conviene evitar extravíos como el de Armin Meiwes, antropólogo alemán, bautizado El caníbal de Roteburgo. En marzo de 2001 pasó a mejor vida a Bernd Jurgen Brandes. Pero antes fileteó el pene de la víctima y lo compartieron, frito, al plato. Ambos se creyeron iluminados por el arte.
La vida ensayó entonces, a modo de escarnio, una monumental carcajada.
Por Lorenzo Amengual – Debate – 12-10-06
Marta Minujín y el Arte Comestible
Se trata de Marta Inés Minujín, más conocida como Marta Minujín, nacida el 30 de enero de 1943 en Buenos Aires, Argentina. Considerada como una de las artistas plásticas más conocidas de su país natal, y del mundo en general, fue pionera del Pop Art y del arte psicodélico dando un nuevo simbolismo al arte que existía hasta la fecha. Estudió Bellas Artes en su propio país y realizó varias becas en París, Francia, a partir de las cuales se consagró con el “nuevo realismo”, un movimiento artístico de pintura, surgido en el año 1.960 por el crítico de arte Pierre Restany y el pintor Yves Klein, a través del cual el mundo que les rodea es considerado como una imagen de la que toman partes para incorporarlas a sus obras.
Sus obras presentaban por entonces unas características similares a las que tenían las de Andy Warhol. Ambos, hicieron buenas migas tras conocerse en una galería de arte en Nueva York (esto lo muestra muy bien, allá por el año 1.985, una grandísima obra fotográfica realizada por Marta, en la que se simboliza el pago de la deuda externa argentina al mismísimo Warhol con choclos, mazorcas de maíz). De ahí que sea catalogada como un referente o un icono del Pop Art en Latinoamérica en los últimos 30 años.
Es considerada también como una de las artistas pioneras del happening, manifestación artística plástica caracterizada por la participación espontánea o provocada del público, y del arte efímero, es decir, toda expresión artística que, por su carácter perecedero y transitorio, es concebida como arte no conservable, fugaz, no permanente en el tiempo. Por lo general, sus obras efímeras son elaboradas con alimentos que el público puede comerse y disfrutar de ellos in situ, o con objetos que se pueden llevar a casa para posteriormente revivir el momento.
¿Os imagináis ir a una exposición de arte y comer a la vez que disfrutas de una escultura? Debe ser increíble. Os dejamos más imágenes de obras comestibles de esta artista donde el público pudo comer pan y queso. ¡Toda una revolución en el mundo del arte!
Esto, hace años, era considerado por la mayoría de la gente como una extravagancia más de un artista loco, pero ella misma lo consideraba ya como arte en movimiento, un arte que incita a la participación de la gente que lo admira. Un arte que se puede sacar de la cuatro paredes que forman los museos y trasladarlo a calles, barrios y ciudades del mundo para que la gente lo viva, lo sienta, lo toque, lo huela, lo coma…. ¡Toda una experiencia!
elplatillocomilon.es
«El Obelisco de pan dulce» (1.979) II Feria de las Naciones, Buenos Aires, Argentina.
Réplica del obelisco porteño de 36 metros de alto recubierto por 10.000 paquetes de pan dulce que luego fueron distribuidos entre el público.
«Venus de queso» realizada en 1.981, Argentina, con motivo de la celebración del 20 aniversario de la casa de diseño Knoll. (escultura realizada en una estructura de hierro, recubierta con un tejido metálico sobre el que se adosaron miles de taquitos de queso).