Nadie duda de la relación íntima entre patrimonio e identidad cultural. Ambas realidades se requieren mutuamente activas para ser tales. O, para decirlo más llanamente: no hay identidad cultural sin un patrimonio cultural material e inmaterial que la sostenga.
Tan necesaria es esta relación que, para ser claros, necesitamos partir de la mala noticia que lleva implícita: el patrimonio cultural es caro, muy caro. Sin inversión no hay patrimonio y sin patrimonio no hay identidad.
Y cuando decimos inversión nos referimos a recursos de todo tipo de los cuales el más importante no es el monetario aunque a veces parezca lo contrario.
¿Reduce esto el problema a una cuestión de economía de la cultura? No, pero ayuda y mucho empezar por ahí. Eso intenta poner a debate mi participación en estas jornadas.
Un buen subtítulo para esta ponencia podría referirse a modelos sustentables de gestión del patrimonio cultural en el medio rural. Una sustentabilidad que tendría que atender, por lo menos, tres ejes:
* sustentabilidad ambiental
* sustentabilidad participativa
* sustentabilidad financiera
Permítaseme citar a una amiga y colega que ha trabajado mucho en el Proyecto Huellas, María Silvina Iroleguy, quien hablando del próximo congreso internacional de patrimonio cultural en el medio rural que se hará en Benito Juarez, provincia de Buenos Aires en noviembre próximo quien decía que, para hablar de patrimonio cultural hay que:
«Trabajar en el sentimiento colectivo, con gente que quiere comprometerse con la comunidad, que quiere cambiar las formas de relacionarnos con nuestra cultura. Emancipar el conocimiento mediante la expansión de los saberes y la co-creación de contenidos y metodologías. De este modo conoceremos las distintas formas de ver, tratar y considerar al patrimonio rural como generador de riqueza y posibilitar a los agentes locales el desarrollo de iniciativas culturales y económicas innovadoras y sostenibles dentro de su propio territorio.»
Como se ve están presentes estos tres ejes a los que hacíamos referencia; la participación, la sustentabilidad y la economía yendo, incluso, un paso más adelante: la creación de riqueza.
Pero antes de avanzar por el camino de la economía de la cultura conviene decir que el concepto mismo de patrimonio cultural está cruzado por varios debates teóricos que nosotros vamos a omitir en razón de la brevedad.
Sí necesitamos dejar sentada posición en cuanto a que patrimonio natural, patrimonio histórico y patrimonio cultural forman parte de una misma construcción social e histórica a la que llamamos cultura. Es decir que no se trata de fenómenos aislados en sí ni mucho menos de realidades rígidas e inmutables sino que están sujetas al cambio y la creatividad de las personas y las comunidades. Son parte fundamental de esa estrategia de vida que, siguiendo a Kusch, denominamos cultura.
De lo cual se desprende la necesidad de «abrir los modelos mentales» con que operamos sobre el patrimonio. Entender que el patrimonio cultural está sujeto a presiones y disputas de poder que nunca son inocentes. Y que una construcción democrática y participativa del patrimonio común requiere decisiones políticas y económicas surgidas desde las complejas tramas sociales de nuestras comunidades sin exclusiones de ningún tipo.
Y que debemos prevenirnos contra todo intento de imponer una visión única y verticalista de la identidad y el patrimonio cultural. Como solemos decir: la cultura no debe pedir permiso.
También el concepto de identidad cultural está habitado por múltiples confusiones: la más grave de ellas es la idea de una identidad cerrada sobre sí misma e inmune a los cambios.
Una identidad cultural que se desangra en las pérdidas a que es sometida por el influjo creciente de la «globalización» que todo lo destruye. Cierto es que hay una globalización escrita desde el poder y que tiende a la uniformidad de la experiencia humana.
Pero también hay una globalización asentada en la construcción de nuevas y más democráticas convivencias planetarias. Donde el conocimiento, la tecnología y nuevas formas de socialización son posibles a condición de centrarse, justamente, en la propia identidad cultural.
¿Pero qué es entonces la identidad cultural? El conjunto de rasgos, costumbres, tradiciones que nos hacen ser diversos de otras experiencias humanas construidas en el tiempo y el espacio por los diferentes actores sociales que habitan un territorio.
Porque la identidad cultural es siempre una constatación de la otredad inevitable de la experiencia humana. Aun en la universalidad de la que toda persona forma parte.
Rodolfo Kusch, filósofo argentino empeñado en desvelar lo americano profundo, decía que «Una cultura americana no ha de consistir en ver alguna vez un cuadro y decir que ese cuadro es americano. Lo americano no es una cosa (…) La cultura americana es ante todo un modo: el modo de sacrificarse por América».
Parafraseando a Kusch podemos decir que la identidad cultural no es una cosa sino el modo en que nos sacrificamos por nuestro hábitat.
Pensadas desde allí patrimonio e identidad cultural son cualquier cosa menos un conjunto de repositorios prolijamente catalogados: son materia viva que co creamos en comunidad mediante nuestra decisión de construir este pedazo de mundo sobre el que asentamos nuestro domicilio físico y existencial. Después vendrán las técnicas de catalogación, las restauraciones y las puestas en valor.
Allí la técnica cobrará un valor superior que la técnica misma: el valor de nuestra decisión cultural de estar aquí, en este mundo nuestro, dialogando con el mundo otro. Y en absolutos términos de paridad humana.
Permítaseme ilustrar esto, brevemente, con la experiencia de mi propio pedazo de mundo: la ciudad de Glew en el conurbano bonaerense.
Glew era hacia mediados del siglo pasado un pueblo urbano donde el tambo empezaba a dejar paso a la ciudad dormitorio que proveía de mano de obra a la creciente industrialización de las periferias porteñas.
Llegó entonces un artista plástico – Raúl Soldi – que propuso y logró pintar la capilla del pueblo en acuerdo con la comisión Mediator Dei del Obispado de Buenos Aires.
La pintura consiste en narrar la vida de Santa Ana y San Joaquín, padres de Maria, abuelos de Jesús, en las calles y con las costumbres del pueblo de Glew. Así el milagro evangélico ocurre en la esquina de mi barrio, en sus calles polvorientas, pueden verse los por entonces últimos molinos de viento que abastecían de agua a la producción rural.
Con el tiempo e investigando la génesis de la obra supimos que la misma formaba parte del movimiento de inculturación del mensaje evangélico que culminó con las reformas del Concilio Vaticano II. El equivalente, en artes plásticas, a La Misa Criolla.
Lo interesante del caso es que las familias más tradicionales del pueblo se opusieron a la obra porque no respetaba las tradiciones locales.
Hoy, apenas seis décadas después, no es posible pensar la identidad de nuestra ciudad sin la capilla pintada por Soldi, además de otras obras como la fundación que lleva su nombre y exhibe sus cuadros y administra una sala teatral donde se forman elencos de vecinos que han obtenido diversos premios. Y además la Biblioteca Pablo Rojas Paz que al homenajear al escritor tucumano nos emparenta, por ejemplo, con la fuente de las Nereidas de la escultora Lola Mora.
Ese patrimonio cultural se montó a pesar de las tradiciones locales recombinando disponibilidades propias y ajenas. Se sacrificó una parte de la identidad preexistente para gestar una identidad más potente.
Una identidad cultural que – diría Kusch – está siendo y que, en un punto, no ha terminado de desplegarse en toda su potencialidad.
¿Estamos diciendo que para gestar nuevas identidades culturales es siempre necesario sacrificar lo existente? De ninguna manera.
La identidad y el patrimonio cultural son siempre el producto de recombinar lo existente, lo apropiado, lo prestado y lo que, en un extremo, podría no existir. Incluso resignificando aquello que se nos ha impuesto contra nuestra voluntad, como cuando mapuches, guaraníes o collas resignifican el término «indios».
¿Podría imaginarse la cultura urbana de la Argentina sin el llamado rock nacional? Un movimiento cultural que nació de reprocesar un elemento cultural ajeno impuesto por la industria musical norteamericana.
Incluso el rock nacional funcionó como herramienta de lucha contra las variopintas dictaduras que sufrimos durante la segunda mitad del siglo pasado.
Y si hablamos de préstamos, imposiciones, apropiaciones, de lo propio y de lo ajeno estamos hablando de economía de la cultura: la aplicación de recursos escasos a fines múltiples.
La diferencia sustancial es que el patrimonio y la identidad cultural son fenómenos abundantes. De hecho podríamos hablar, parafraseando a Santillán Güemes, de los múltiples e infinitos modos en que las personas y las comunidades resuelven sus relaciones esenciales con la propia comunidad, las otras comunidades, la naturaleza y lo que consideran sagrado con el objeto de dar continuidad y sentido a su propia experiencia cultural.
En términos económicos el patrimonio cultural puede perfectamente ser asimilado al stock de las organizaciones comerciales. Solo que en esto las organizaciones comerciales tratan de llegar al nivel cero de stock ya que su mantenimiento es muy caro, tanto en términos financieros cuanto en términos de acondicionamiento, seguridad, etcétera.
En el terreno de la cultura está claro que no podemos siquiera pensar una situación de stock cero: no habría lenguajes, ni símbolos ni convivencias posibles. De allí que digamos que la cultura es el fenómeno más caro pero también más irremplazable de la condición humana.
Las empresas resuelven esto mediante diversas técnicas productivas que tienden a la movilización permanente de sus stocks ¿Podemos aprender de estas técnicas para hacer más sustentable el patrimonio cultural? Creemos que sí, a condición de no olvidar que estamos hablando de continuidad y sentido y no de un simple problema de costos.
En primer lugar entendiendo que el patrimonio cultural es una disponibilidad que entraña costos pero que consagra el valor en la medida que lo usamos. Para decirlo más directamente: no hay patrimonio cultural más caro que aquel que no se usa intensivamente.
Hay un uso evidente, muy consagrado, que es el turismo cultural: la posibilidad de atraer audiencias hacia nuestros territorios en función de un patrimonio cultural bien organizado y adecuadamente interpretado. Un uso económico que siempre podemos mejorar.
Pero hay otros usos menos extendidos pero que también tiene implicancias económicas: el cruce con otras experiencias de los sectores públicos, sociales y aun privadas. Por ejemplo las bibliotecas, las escuelas, los hospitales y aun los cuarteles militares.
Si logramos esto es posible pensar en el público ya no como audiencias sino como socios privilegiados en el sostenimiento y promoción del patrimonio cultural. Nuevas tecnologías como las plataformas de crowfunding pueden ser claves en el fondeo de nuestro patrimonio.
La diferenciación entre bienes cuya conservación requiere condiciones de guarda muy estricta de aquellos que pueden ser movilizados más intensamente saliendo a la búsqueda de públicos.
Por último es clave pensar el cruce con las industrias culturales. Un ejemplo obvio es que todo patrimonio (natural, histórico, cultural) puede ser instrumentado como locaciones para las producciones de las industrias culturales.
Para sintetizar: el cruce entre identidad y patrimonio cultural requiere de nuestro sacrificio en defensa de nuestro hábitat, un sacrificio en el que necesitamos salir del espacio de los especialistas para involucrar a todos los habitantes del territorio. Pero también de la instrumentación económica en términos de movilización de recursos. No se trata de una u otra sino de la recombinación creativa de ambas dimensiones y sus respectivas variables.
Por Fernando de Sá Souza
Septiembre de 2015