Nació el 10 de diciembre de 1897 en San Vicente, un barrio de la ciudad de Córdoba. Hijo de inmigrantes italianos, pasó su niñez y adolescencia rodeado de la naturaleza que circundaba su casa natal. A lo lejos, las serranías azules iban imprimiendo sus pupilas ávidas de arte y aprendizaje, que encausó a los 19 años de edad, cuando ingresó en la Academia Provincial de Bellas Artes. Obtuvo éxitos rápidamente: en 1919, la Comisión Nacional de Bellas Artes le adquirió una de sus obras que exponía en el Salón Nacional de Pintura, y en 1922 obtuvo el III Premio en el mismo salón.
Consiguió una beca compartida junto con tres compañeros de estudio, por lo que partió a Europa en 1923. Se dedicó a pintar paisajes de España e Italia, también recorrió Suiza, Austria y Francia. Conoció la obra del divisionista italiano Giovanni Segantini que marcaría su estética.
A su regreso en 1926, expuso en el Salón Fasce de Córdoba, en el Salón Witcomb de Rosario y en la Galería Van Riel de Buenos Aires su producción europea, con gran éxito. Al poco tiempo, gracias a una beca otorgada por el gobierno de su provincia natal, piensa en completar sus estudios, con buen criterio opta por recorrer toda América, durante tres años: Bolivia, Perú (en donde conoce a su mujer, la poetisa peruana Blanca del Prado), Panamá, Cuba, Méjico, Estados Unidos y Chile. Dijo Malanca en un reportaje de 1927: “Creo con toda mi alma en la posibilidad de una pintura americana. Será una pintura de expresión primitiva, ingenua, recia y personal, distinta de la del resto del mundo.” Y su alma no se equivocó. Los pueblos de Méjico, el sol iluminando Cusco, Potosí y Arequipa en Perú, los humildes asentamientos del lago Titicaca en Bolivia y del noroeste argentino, así lo demuestran.
A partir de 1930 expuso en importantes galerías del país, contando sus muestras, a partir de entonces, con una particularidad: junto a sus pinturas se podía disfrutar de las poesías de su esposa Blanca.
En 1937 realizó un nuevo viaje a Perú, esta vez con su familia. Regresó el mismo año y cumplió su sueño: comprar tierras en las serranías cordobesas, para trabajarlas él mismo y construir su hogar. Nació así “La Estancita”, ubicada en un paraje cercano a Río Ceballos, que se convirtió en su refugio predilecto, donde le gustaba recluirse a la vuelta de sus expediciones pictóricas. En las sierras y arroyos de los alrededores encontró innumerables motivos para sus obras, aunque no abandonó los viajes por su América tan querida. Bolivia y el Paraguay fueron sus nuevos destinos, al igual que toda la Argentina, que fue plasmada en sus telas.
En 1967 realizó la que sería su última exposición, en Villa Carlos Paz, Córdoba. Buscando nuevos paisajes emprendió un viaje a las provincias de Catamarca y La Rioja, donde la muerte lo sorprendió a la edad de 69 años, en un pequeño rancho de la localidad de Ángulos, La Rioja el 31 de julio de 1967.
Pintor de América. Malanca fue un gran viajero y dejó sus oleos, realizados siempre al aire libre, el magnífico testimonio de sus campañas pictóricas que lo consagran como uno de los más notables paisajistas de nuestro país.
Durante su estadía en Europa, sus lugares predilectos fueron las montañas nevadas y los templos románicos y góticos de Ávila-España – y los campos del norte de Italia. Su paleta de esta época se cargaba de azules y verdes.
Pero fue nuestra Argentina y América toda, el motivo de su mayor producción tanto como la tierra que siempre llevó en el alma y amó profundamente.
Sentía admiración por la arquitectura americana, que reflejaba con un carácter descriptivo y detallista, pero cargado también de sensaciones: paz, tranquilidad y aire puro pueden “respirarse” en sus telas. Escribió el gran crítico de arte argentino José León Pagano: “Si bien Malanca es descriptivo con frecuencia, ceñido al rigor de la forma, (y) le place dar de ella una imagen precisa, enérgica, clara, nada de eso le impide traducir, con el tema exterior, un estado de ánimo (ni) poder un matiz de sentimiento intimo en sus oleos”.
El artista recorrió ampliamente nuestro país, llegando a lugares recónditos e insólitos para su época, en la que no existía el asfalto en las rutas y caminos Muchas veces viajaba en su viejo auto, que cargaba con telas y colores, cual taller ambulante. Su mujer y sus tres hijas (Alicia, y las mellizas Carmen y Ana) lo acompañaban en algunas ocasiones. Su hija Alicia aún recuerda cuando de pequeña ayudaba a su padre a preparar bastidores y jugaba mezclando pigmentos.
Malanca amaba las callecitas solitarias y las viejas capillas, se detenía en los pueblos más alejados donde convivía con la gente. Pero muy pocas veces incluyó figuras en sus cuadros, sino que prefería insinuar su presencia. Mostraba la tierra cultivada por los hombres que habitaban aquellas pequeñas poblaciones, o la arquitectura de sus viviendas, a la manera de su admirado Fernando Fader.
Las serranías de la provincia de Córdoba fueron las que despertaron su vocación por la pintura en los años de la infancia, y las que recibían a la vuelta de cada viaje al pintor consagrado, ya en su madurez. La cercanías de La Estancita fueron siempre un motivo para sus obras, que pintaba con colores puros, trazo firme, construcción sólida y generosos empastes de materia espesa y densa.
Por Ignacio Gutiérrez Saldívar en Genios de la Pintura Argentina – Publicación de Editorial Perfil