Llueve, agua repetitiva de vida atraída de gravedad, y en el horizonte humano de habitabilidad de gentes, nos refrescamos los rostros mientras las manos nos estiran y disipan esas gotas que sólo persiguen saber que estamos vivos ante tanta muerte todo el tiempo. Desde que nacimos la muerte nos roció con su impaciencia y nos dejó su huella inolvidable solamente atenuada por el bebé que llevamos dentro.
Prefacio. Los prefacios de la vida que nos tocó y no elegimos el día en que la luz quemaría nuestras venas y entonces no supimos pero a alguien se le ocurrió porque lo pensó y lo pensó y concluyó en que esa luz inesperada vista por primera vez nos indicaría más tarde que simplemente nacimos solos… y también moriríamos solos… como lo inexpugnable, lo infranqueable, inviolable y hermético de un ente exclusivo de unicidad e indivisibilidad de pensamientos y sensaciones.
Dentro de esos tres milímetros de espesor de hueso craneano estamos totalmente solos y solos viviremos y nos iremos así como vinimos con la salvedad o atenuante de la emoción del saberlo que a alguien o varios alguien le importaremos sobremanera. Y así sobrevivimos y reímos y… todo lo demás que el conjunto de carnes y huesos sabemos hasta el hartazgo.
«No paniqueen» -alguien dijo por ahí- el saber que Se Es así y que Es así, un punto al final de esa frase que somos o esa palabra que nos nombró cuando menos lo esperábamos, porque ni siquiera una neurona había echado raíces en ese humus que nos estaba viendo germinar.
por Pablo Diringuer