Ese bar de Ramos Mejía, a no más de… tres cuadras del centro, allí, de estaciones de trenes en medio de esa soledad vacía a la hora 0,30 de un día jueves vislumbrado por ese fin de semana venidero en donde el jolgorio de la pendejada que me incluía, derrapaba humedades ansiosas para con esa animación acumulada y dirigida hacia la femenina que sucediese.
Yo había comenzado mi incipiente trayectoria de escribidor opinante bajo el influjo de esa especie de anhelado objetivo alrededor del decir, del largar ese rollo lleno de disconformismo producto de las barbaridades ocurridas para con esos milicos que todo se las sabían a la hora de «dejar un mejor acontecer para ese pueblo disperso de objetivos».
Títulos de diarios ambivalentes, pero del todo, complacientes y acomodaticios según esas reglas del juego para nada objetivos y verdaderos del inmediato acontecer que se avecinaba. Yo tenía un compañero de ese secundario que se apellidaba Bouzas, de 19 años, que, repartiendo un periódico militante de su ideología, de golpe y porrazo, desapareció como un simple pucho de cigarrillos fumado y descartado en medio de ese desconcierto in crescente social que se avecinaba. Diez y nueve años que, una miserable escoba asesina militar excrementó hacia una pestilente zanja en el alejado sur de Quilmes como si el arquetipo del asesino ejemplar ostentase esas indescriptibles armas autodidactas del perfecto profesional nazi e impune para con la especie humana.
Por aquel entonces, debacle política del espectro social-político y todo lo perceptible era el derrumbe de lo sucedido hasta ese momento y ese inmediato “por venir”, sabíamos los que nos animábamos a participar y frecuentar pormenores de ese centro de estudiantes del colegio La Salle, que esa cinta scotch que todavía sostenía las ansias del participar en el mismo, en un inmediato acontecer, nos tendría como principales “sospechosos” de una subversión “peligrosa para la Sociedad”.
Desaparecidos… ¿Quién hubiese imaginado por aquel entonces que todo hubiera de traspasar semejantes límites de la vida existencial? Ni los más experimentados y agrietados en años supusieron ese inmediato devenir de barbaridades a la marchanta y, sobre todo, para con ese pueblo necesitado de un venturoso acontecer y ese netamente inesperado conjugar un verbo hasta ese entonces casi ninguneado de pensar: “Desaparecer”.
Mía se llamaba una compañera-militante de ese centro de estudiantes que todo lo cuestionaba y hasta dejaba en evidencia de una especie de miedo-cobardía-complicidad de otros complacientes compañeros del colegio que siempre asentían esa especie de directivas provenientes de ese más allá, de los cuáles no se sabían sospechosos pormenores casi cómplices del accionar de parte de esas autoridades que casi todo lo complicaban a la hora de expresar el verdadero derrotero del estudiantado. Así fue por aquel entonces hasta que, finalmente, vino el golpe de Estado, y los centros de estudiantes en todas las instituciones educativas fueron prohibidos por esos insoportables decretos militares de burradas autoritarias próximas al nazismo ilustrado.
Unos cuántos años después, aunque –de mi parte- todavía no peinaba canas ni mi barba expusiese supremacía de blancos pelos curtidos en dureza añera de vida o por esos inesperados y laberínticos vericuetos experimentados de antaño, una tarde de esas, en donde la quietud reiterada o ninguneada de novedades me encontraba con la vista tildada frente al espejo de ese bar cotidiano, en esa barra adornada de altos bancos achatados de culos aburridos del costumbrista acontecer, imprevistamente, una femenina casi contemporánea, correspondiente a mi página almanequera de juventud, simplemente atinó a espiar frente a ese espejo rodeado de botellas y, en determinado momento de su curiosidad, giró su cabeza y, casi cómplice a mis oídos me baluceó en un volumen casi medio pero rozado de sorpresa, luego me dijo: -¿¡Sos vos!?
Yo dejé casi de masticar esa milanesa sanguchera y apuré a tragar lo que pude de manera ipso facto… ¡Mía, qué hacés acá!! –dije-
Automáticamente nos dimos un efusivo abrazo que hasta el gallego del bar no pudo dejar de suponer que ella y yo teníamos “algo”.
Hacía más de veinte años que no nos veíamos y no teníamos ni la mínima idea sobre el acontecer de nuestras vidas… ¿estaríamos vivos luego del desastre asesino militar? ¿podríamos haber sido capturados y/o torturados o… haber claudicado producto de la represión imponente sobre los que pensábamos un futuro venturoso para nuestra generación?
Previas preguntas que hubieron de traspasar épocas de incertidumbre y desasosiego para conformarnos con suplentes respuestas positivas de aconteceres que netamente hubimos de replantearnos regularmente sin ningún tipo de confirmaciones de nada y, mientras la vida nos hubo de acomodar en lo que fuese, mi actualidad me encontraba como un simple redactor de una publicación de escasa repercusión, imprevistamente, Mía, también habíase dedicado el periodismo y, de manera fortuita, otra vez nos hallaba uno al lado del otro para cuestionar ese mundo insoportable de arbitrariedades por doquier.
Nos pusimos re-felices de vernos no solamente a través de ese espejo botellero de adornos, sino, en ese frente a frente del cual no perdíamos instantes en no obviar detalles inherentes de aconteceres luego de tantos años en no saber nada de nada alrededor de nuestras vidas; ella hasta, de a ratos casi que lagrimeaba de lo que nos contábamos y yo… como que me bancaba como podía por esas estúpidas costumbres del varón hacia las femeninas.
Increíblemente otra vez la Vida nos había cruzado sobre todo en esos trascendentes pormenores relacionados y empecinadores de poder acceder a una vida digna y contagiosa para el común de los que respirábamos sobre la faz planetaria. De a ratos nos decíamos cosas para nada ineludibles de alegría; de a otros ratos nos albergaba cierta melancolía y no abrazábamos como si estuviésemos celebrando aceitadamente discusiones eternas en ese centro de estudiantes del comercial de Ramos Mejía.
Ambos no lo podíamos creer y la emoción vislumbraba más allá de esa barra abarrotada del gentío cotidiano a la hora trece treinta dos de ese día jueves.
Juntos nos volvimos a la redacción de la revista aunque, en diferentes secciones que nos tenían como referentes de diversa envergadura; ella hacía un par de días que había comenzado a cumplir funciones en lo que le había tocado; yo, a diferencia de ella, hacía ocho meses que seguía experimentando pormenores alrededor de una sección algo extraña para lo cual estaba acostumbrado; esto era, un espacio netamente novedoso a mi parecer y que tenía que ver con comentarios reflexivos alrededor de diversas publicaciones inundadas en el espectro kiosquero del AMBA sobre el cual, las acepciones de las mismas eran por demás un espanto de locura.
Mía había recalado en la sección ligada al espectáculo no solamente de películas, sino incluyente de obras teatrales sobre las cuáles no perdía oportunidad en resaltar las que ofrecían ese plus ligado a las necesidades de una sociedad más justa mientras –por otro lado- denostaba o le ponía muy pocas fichas a las que, por más que estuviesen muy bien actuadas, sólo cumplían banales hechos costumbristas, llenos de pormenores irrelevantes del acontecer cotidiano.
Casi siempre la leía, y me regocijaba con sus comentarios que no hacían otra cosa que retrotraerme a esas impregnadas situaciones de antaño en ese imposible de olvidar centro de estudiantes donde jamás Mía se solía callar y mandaba fruta a los que el protocolo dominaba esas costumbristas opiniones para que nada cambiase.
Solíamos frecuentarnos un par de veces por semana en ese bar en el cual nos hubimos de reencontrar después de tanto tiempo, sin embargo, a punto de cumplir un año de mi participación en la misma, y los cuatro meses de parte de ella, nuestros encuentros comenzaron a espaciarse mucho más esporádicamente; a veces hasta ella solía avisarme que, en tal oportunidad, no estaría presente y que ”lo dejaríamos para otro momento”. Yo lo tomaba como algo normal entre nosotros pues la vida resultaba ser eso, lleno de imprevisiones sobre todo cuando del periodismo se tratase en donde semejante actividad laboral siempre se veía modificada y hasta llena de imprevisión que hasta sucumbía de cambios de rumbo en el medio de la vorágine incesante de acontecimientos; demás estaba –al menos de mi parte- en saber fehacientemente que a Mía sólo me ligaba la actividad periodística y para nada algo que vislumbrase cierto interés apegado a lo sentimental y arraigado a ningún latido amoroso.
La revista pintaba para seguir circulando y creciendo por varios años; la misma aumentó sus auspiciantes y su tiraje, y los sueldos de los que trabajábamos en la misma hubimos de percatarnos en evidencia que nuestros ingresos comenzaron a marcar la diferencia con respecto a la media normal del espectro, tanto fue así que nuevos empleados fuéronse incorporando en un corto tiempo. Del mismo modo, los que trabajábamos desde tiempo atrás, algunos hubimos de ocupar lugares más trascendentales y hasta en mi caso, luego de gastar tiempos en variadas reuniones al respecto, llegué a ocupar cierto grado de supervisión en el sector que me había visto nacer y hasta decidir trabajos de nuevos redactores a mi cargo; en el caso de Mía, si bien también monitoreaba a un par de nuevas incorporaciones, al mismo tiempo ya no podía influenciar demasiado alrededor de esos pormenores argumentales sobre las obras teatrales, es más, a veces me enteraba de espectáculos bastante banales con escasa argumentación crítica social para terminar solamente justificativa de parte de Mía con solamente gestos fastidiosos y hasta algo de resignación de su parte.
La revista, imprevistamente, comenzó a barajar y, al mismo tiempo, vislumbrar nuevas situaciones hasta ese instante; esto era, citarnos individualmente a cada uno de los responsables de todos los sectores para, finalmente, percatarnos que la línea editorial de la misma había cambiado y que, de tal manera, los dueños hasta ese momento ya no pertenecían en absoluto a la editorial original. Yo ya no podía dar a entender ninguna crítica de unas cuántas publicaciones harto conocidas ni siquiera contadas notas alrededor de algunos de sus más notorios miembros muy proclives a defender importantes intereses corporativos que hasta solían zafar de conflictos judiciales, básicamente partícipes relacionados con gremios periodísticos.
Mía también comenzó a cuestionarse sobre qué lugar había comenzado a pertenecer sobre todo cuando en la reunión que le había tocado participar con la nueva gestión, hubo de enterarse y tomar conciencia que la publicación ya, jamás volvería a ser la misma hasta ese momento; la misma hubo de confirmar que habíase vendido a un grupo multimedio extranjero de capitales norteamericanos, motivo por el cual, obviamente ya no podríamos hacer ningún tipo de crítica a otras publicaciones ni menos que menos a esos capitales dueños de teatros y obras representadas sobre esos mismos escenarios ni películas auspiciadas por los mismos capitales dueños de innumerables espacios periodísticos y de espectáculos masivos de consumo popular. En muy poco tiempo, unos cuantos empleados de la gigante empresa o bien fueron despedidos o bien drenaron hacia mejores horizontes. Mía se tomó su tiempo que no fue demasiado dilatado, en una de las muy pocas reuniones de las cuales le tocó participar, los gritos de ella se escuchaban desde la otra punta del ambiente en ese tercer piso del moderno edificio sito en el nuevo complejo habitacional-oficinista del futuro e inminente Puerto Madero.
Mía, nuevamente, había demostrado que a pesar de rumores ambientales sobre esas alfombradas oficinas alrededor de versiones no confirmadas de amoríos entrelazadas para con algún jefe, naturalmente hubo de aflorar su verdadera e innata personalidad, jamás dejaría de ser ella, la infranqueable discutidora de aquel añejo y recordado centro de estudiantes en donde ante los diferentes y cuestionadores pareceres ella jamás hacía a un lado su genuino e inclaudicable sentir justiciero. Inmediatamente tomé conciencia que, a partir de ese instante, se había cristalizado que jamás nos volveríamos a encontrar en la barra de ese bar como de manera esporádica solíamos hacerlo; es más, todo eso inevitablemente vislumbrado luego del griterío en esa oficina gerencial donde, luego del elevado volumen discutidor un más que evidente camino de hojas tiradas a la marchanta por ella inundaron como una especie de foto semejante a migas diseminadas hacia una tramposa jaula en la que ella jamás volvería.
Al día siguiente me tocó el turno de caretear frente a uno de los arrastrados gerenciales con la sola ventaja de mi parte que, ante los hechos consumados de la realidad viviente, estaba a punto de cerrar un acuerdo inminente con una agencia de noticias sudamericana sobre la cual, aunque ganase algo menos, relajaría músculos faciales reflejadores de imposiciones difíciles de digerir, motivo por el cual no hube de necesitar revolear hojas noticieras a la marchanta, sólo sonreí luego de contadas palabras para con ese individuo de cuello bien duro y corbatero. Un llamado telefónico después de un par de días ausente de mi aposento de resignación, el aviso me anoticiaba de manera “cordial” que podía presentarme en contadas fechas a retirar lo correspondiente a mis ingresos.
A Mía no la volví a ver, sólo hube de contactarme telefónicamente un par de veces, ella estaba de excelente ánimo, como si nada le hubiese ocurrido en su vida ni menos que menos luego de la partida abrupta de la revista, hasta le surgió rememorar situaciones más que lejanas de aquel centro de estudiantes del Comercial de Ramos Mejía, parecía seguir comprometida con su experiencia de vida y hasta le surgió de manera espontánea chicanearme sobre un futuro y venturoso parecer casi estudiantil: -¿Te acordás cuando en el colegio les ganamos a ustedes la presidencia del Centro?… A ver si en la que venga te acercás a mi forma de pensar…
Yo sólo atiné a reirme, le contesté que si el enojo me sobrepasaba, muy probablemente haría como ella, “un camino de hojas tiradas a la marchanta”.
Lo genuino y espontáneo nos seguía identificando.
por Pablo Diringuer