Capítulo 7
Gulka en Otros Mundos
Llueve. Parece mentira, pero llueve como nunca. No sé qué hacer, si irme o quedarme acá, en el café. Pero si me voy a mi casa cómo voy a hacer para subir esos escalones resbaladizos y abrir la puerta. Yo sé que Gulka me va a esperar acá. Y bueno, o lo atiendo a me deshago de él. Gulka es un no binario de tiempo inmemorial, y yo un idiota mortal.
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El café va a cerrar en un par de horas, me voy a tener que ir a mi departamento y voy a quedar parado frente a la escalera mojada y babosa de siempre. Empapada me espera al acecho, como un reptil para que yo resbale.
Hay pocas edificaciones en las que no hay un espejo que todo refleje. Acá mismo, en los baños de este bar, hay tremendos espejos que reflejan todo de la cintura para arriba. Y sí. Gulka me viene mirando desde hace tiempo, me viene campaneando para manotearme del cogote. Y yo pensando en cualquier cosa. No creo que me permitan quedarme acá toda la noche. Dormir adentro sería todo un acontecimiento inaugural. Si me quedo en esta silla no voy a pegar un ojo, pero voy a terminar lo que empecé y finalmente me desharé de Gulka y sus elementos perniciosos. Que venga y hacemos como siempre: un nuevo pacto.
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—¿Te traigo la cuenta?
—Sí, perdón. Se me va la hora como tiro cuando estoy acá.
—…
—Disculpame, te quiero preguntar algo.
—Decime, qué necesitás.
—Mirá…ehh
Este tipo no entiende ni quién es Gulka ni quién soy yo. Mejor me aflojo y vuelvo a este mundorial como me gusta decir a mí. ¿ Y qué le respondo ¿ ya sé, le digo: Sabés que pasa perdí la llave de casa y no la puedo encontrar…mmm no, no es sólido ese argumento. Mejor le digo que fumigaron en el departamento, y que todavía está complicado para entrar. Bueno se lo digo y veo qué cara pone.
—Fumigaron en mi departamento, no pude ventilar con este tiempo de mierda
El mozo lo miró con lástima y le respondió:
—Suena terrible.
—Sí, un asco. Y estaba pensando en decirte, bah preguntarte, si hay alguna posibilidad de quedarme acá. Hasta mañana no puedo entrar a casa. Es tóxico. Pensaba ir a un hotel y quedarme una noche ahí, pero se me complica. Todavía no cobré. Estoy desesperado.
Qué poco creíble que sos ¿Vos te creés que este tipo va a arriesgar su trabajo para que vos te puedas quedar a dormir acá? Estás loco. Escuchá lo que dice.
—Es la primera vez que un cliente nos pide algo semejante. No sé qué decirle.
—Por lo pronto voy a quedarme hasta última hora. Si existe la posibilidad te la voy a recompensar, ni bien pueda—dijo el muchacho con voz segura—podés preguntarle al dueño, el señor Poeldius me conoce.
—Entiendo, pero no me refiero a eso. Le tengo que preguntar a el, no sé si me entendés, el dueño no está y no sé si molestarlo por teléfono. Veo que puedo hacer.
Sonaste. No tenés chance. No voy a subir al departamento como hago siempre. Esta vez no. Y vos, imbécil, esperá cinco minutos y vas a ver. ¿Te creés que vas a estar a salvo porque sos el mozo? Vos no sabés lo que es esto en la madrugada. Flor de espantada te vas a llevar mañana a la mañana cuando vuelvas a tu trabajo.
—Por qué no le preguntás, por favor. Es muy importante. Decile que soy cliente. Vengo siempre acá, bueno vos me conocés. Hace años que vengo.
Qué patético que sos, mendigando un lugar.
—Enseguida vuelvo. Trato de comunicarme con el dueño y le pregunto—respondió el empleado con desgano.
—Gracias. Muchas gracias.
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Pasó más de una hora. Bah no sé bien cuánto pasó, la maldita costumbre de suponer. Como sea, el mozo no volvió con la respuesta. Solo me queda esperar, espiar un poco los movimientos, escapar de la lluvia y de Gulka, o definitivamente enfrentarme a todo.
Acá sentado y sin saber qué va a pasar, las piernas se me empiezan a acalambrar. Los pensamientos se me empañan por el nerviosismo y así no escribo ni una pobre línea.
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El hombre sigue sentado en la silla, la misma de siempre, la de madera con asiento de paja, espera el milagro de que lo dejen quedarse a pasar la noche. Gira el cuerpo para mirar hacia atrás. Solo hay vacío. El mozo que debía traer una respuesta, no está. Lo que el muchacho no sabe es que el dueño dijo que se podía quedar hasta que pasara el temporal. Eso sí, a oscuras. Es necesario apagar todas las luces porque no se puede derrochar energía, le había dicho al mozo. ¿La oscuridad y el aguacero serán parientes?
Clarisa, la empleada de limpieza, sale de la cocina para comenzar la tarea. La chaqueta gris le queda un poco ajustada, pero no tiene plata para hacerse una nueva. Comienza a poner las sillas sobre las mesas. Es hora de cerrar, irse a casa, darse una ducha y dormir, piensa. Claro, pero no todo es como queremos. Cuando alza la vista hacia el ventanal para ver el humor de la lluvia, se persigna. No por el aguacero, sino por la mesa aledaña. Es un verdadero caos. Más tiempo de trabajo es menos tiempo para ir a descansar, dice en voz baja. Con fastidio se apura y deja para lo último la limpieza de ese desastre. Cuando se acerca a la mesa le llama la atención la cantidad de hojas estrujadas, hechas un bollo, y otras estaban esparcidas a lo largo y ancho de la mesa . Las observa con cuidado. Algunas tenían tachaduras que, a primera vista, parecían hechas con furia; como frutilla del postre el cenicero colmado de colillas largaba un olor nauseabundo, y eso que no se puede fumar en el bar.
¿Cómo habrá hecho para convencer al mozo para fumar acá?
Al costado del cementerio de tabaco había una lapicera brillante que tenía una inscripción grabada, a lo largo. La mujer siente escalofríos. Es un objeto muy bonito. Busca bajo la mesa por si hay algo de valor tirado por ahí. No encuentra más que barro para limpiar.
¿Y el cliente? Seguro que por el temporal se fue apurado. Mejor, así limpio y a casita.
Ya más calmada, alza la lapicera de la mesa. Es hermosa, dice en voz alta. Tiene grabada la imagen de un halcón, agudiza la vista y lee la inscripción “Veni, vidi, vici”. La toma entre sus dedos. Se estremece. La percibe cercana a su corazón. La necesidad de apretarla contra su pecho fue inmediata.
¿Robar, qué cosa es robar si allí no había nadie? Un cliente que se va sin pagar es más ladrón, piensa, al tiempo que guarda la lapicera en uno de los bolsillos de su chaqueta. Tira los papeles arrugados a la bolsa de residuos y hace lo mismo con las colillas, sin reparar que había una encendida. Una chispa suele ser el inicio de algo inmanejable. Y así fue, a los pocos minutos, el cesto donde estaba depositada la bolsa de basura comenzó a largar bocanadas de humo. El olor a quemado la asustó, encendió todas las luces del bar. Sacudió el tacho de basura. En el fondo una hoja chamuscada pedía auxilio. Una pequeña llama mordía lo escrito. Le tiró agua encima. Todo hubiese sido una anécdota, un mero percance, si no hubiera aparecido el cliente en ese instante.
El muchacho que no tenía donde pasar la noche, con cara de pocos amigos, la increpa:
—¿Qué haces, piba? —dice gritando— ¿No ves que son escritos? Son míos, y vos acabas de quemarlos.
Clarisa creyó desmayar del susto, se recompuso y distante, respondió:
—Disculpe don, no sabía que eran suyos. No había nadie aquí hasta hace un momento.
—Estaba y no estaba. Y no es fácil de explicar. A todo esto, decíme ¿Está el dueño? Porque el mozo me prometió traer una respuesta.
—¡Ah, sí! —dice Clarisa— ¡La respuesta! El señor Poeldius me informó que se puede quedar hasta que salga el sol. Usted es el último cliente que entró al bar. Luego, lo quiere afuera.
—Está lloviendo —responde con ironía el muchacho—, no creo que mañana amanezca soleado. Y no sé por qué carajo me tratás de usted.
—Mire, yo no le ando discutiendo al jefe — dice Clarisa—y él nos tiene dicho que a los clientes los tratemos de usted.
Otra vez idiota, calláte la boca. Dicen que lloverá toda la semana, así que estás a buen resguardo por siete días, por ahora en paz con Gulka hasta que aparezca, no es la primera vez que me hace esperar días y días.
—Tenés razón…eh ¿cómo te llamás?
—Clarisa, me llamo Clarisa. Acá los empleados nos tratamos de vos, pero al cliente no, para evitar malentendidos ¿Usted cómo se llama?
Él prefiere no responder con la verdad.
—Me dicen “El errante”.
Clarisa piensa que ese tipo es la extrañeza hecha persona, además de un desordenado. Un loco sin casa. Un hombre perdido.
—¿A qué se dedica, señor? —pregunta, mientras le pasa un trapo limpio a la mesa.
—Escribo —responde el joven—Imito el habla y la realidad de otros mundos y esas extrañezas. No me alcanza para vivir, pero justo hoy que estaba por morir a mi lapicera se le ocurrió alimentarme.
La mujer empalidece. La lapicera que tiene en el bolsillo de su chaqueta le pertenece a ese hombre. Recordó el pájaro que tenía grabado y la inscripción plateada. Era hermosa. No se la iba a devolver.
Pocas eran las cosas que había encontrado bonitas en ese bar, y la lapicera era una de ellas. Sin pensarlo más, se retiró unos metros, tomó la pala y con rapidez juntó la basura que había acumulado en el centro mismo del salón. “Mis necesidades materiales se quitan con este trabajo. Si no termino de limpiar, no me van a pagar” dijo en voz alta. En menos de cinco minutos terminó la tarea diaria.
Deseaba irse a su casa y ver en detalle la lapicera. Tocarla, olerla, probarla.
—Que tenga buen descanso, “errante”— le dijo Clarisa al errante mientras apagaba las luces principales y dejaba encendida la lámpara de pie.
Se puso el abrigo, tomó el paraguas negro que colgaba de un clavo, abrió la puerta y se lanzó a la calle con la idea de que esa lapicera estaba predestinada a ser parte de su mundo. De repente, sus labios sonrieron. Con la mano izquierda se palpó a la altura del pecho, y suspiró. Ahí estaba el fetiche. En el bolsillo superior del abrigo. Tal vez ese objeto era milagroso, o quizá no, pero como fuese, era una potente ilusión. Lo tangible mezclado con lo intangible. Caminó dos cuadras bajo la lluvia. La fuerza del viento le rompió el paraguas. Encontró reparo en la entrada de una casa. Pasó desapercibida cuando le gritó a un taxi, y el chofer en vez de frenar, aceleró. No había nadie en la calle. ¿Qué puede pretender una mujer en medio de la nada bajo una tormenta espantosa? Nada más que irse a su casa después de una jornada laboral que, por fin, había sido diferente. Por fortuna pasó otro taxi y esta vez lo pudo tomar. Eran pocas cuadras, no ameritaba charlar nada. Al llegar, pagó presurosa, descendió del coche y corrió hasta la entrada del edificio. Vivía en el primer piso. El ascensor nunca andaba bien y menos que menos con semejante temporal. Subió la escalera con apuro. Abrió la puerta del pequeño departamento, entró y cerró con llave. Dejó el paraguas apoyado en la pared. Estaba empapada, los cabellos chorreaban agua. Se peinó con los dedos. Fue hasta el baño y se cubrió la cara con una toalla seca. Al mirarse al espejo recordó su propia máscara, nunca supo dominarla muy bien. Suspiró. Masajeó su cuello con la mano izquierda. La cervicales sonaron como maderas que se partían.
Ahora sí. Ahora todo está bien. Esta lapicera va a cambiar mi mundo, yo lo sé. Mi abuela me lo había dicho y yo no le creí. Tranquila, bonita, tranquila, ya te voy a usar en mi cuaderno.
Sintió hambre. Con paso cansino fue hasta a la cocina y abrió la heladera, sacó un tomate, una milanesa, un huevo y una jarra con jugo. A la pasada se llevó un pedazo de pan a la boca que estaba en el aparador. Encendió la hornalla y esperó hasta que el aceite usado de la sartén se calentara para dejar caer el trozo de carne empanado. De alguna manera el sonido de la fritura le certificaba lo doméstico. Necesitaba esos detalles para regresar al mundo propio. Con paso lento se acercó al televisor y lo encendió. Puso un canal cualquiera. Solo necesitaba voces que de algún modo acompañaran su soledad. Ella siempre necesitó escuchar ese murmullo, porque de no ser así, el trasfondo de la imaginación se la devoraría y no podría regresar. Siempre creyó tener dos cerebros: uno para pasar el rato y el otro para atar cabos sueltos. Cenó apurada mientras leía “Los siete cuentos morales”.
De pronto la asaltaron los recuerdos del bar. La mano derecha fue hacia el bolsillo del abrigo que había dejado en el respaldo de la silla, y tocó la lapicera. La percibió tibia. Las imágenes se sucedieron con una rapidez inusitada: el cliente, la lapicera, la charla, la calle, el paraguas, la lluvia, el taxi y por fin la paz de su departamento. Sacó del bolsillo el objeto robado y lo observó. Luego, se dispuso a usarla para anotar preguntas en los márgenes del libro.
Tiene algo especial. Es más que un simple fetiche. Es una tempestad.
Por esas cosas de la mente vino a su memoria un texto de Clarice Lispector que solía leer cuando salía al balcón a tomar aire. Un libro salvador, de esos que nadie quiere dejar. Recuerda que es un texto autobiográfico de Clarice, o eso cree, hay una parte en el que la protagonista sube a un taxi y el taxista le dice, así sin más: “quiero vender todo e irme a vivir a los Estados unidos”. Ella se queda en silencio. Él le dice que acá hay mucha burocracia. Ella sigue en silencio. Entonces el taxista cambia de idea y le dice que mejor quiere ser congelado ¿Cómo?, pregunta Clarice. El chofer le dice que allá, en Norteamérica, cuando las personas mueren las congelan, y después las descongelan. Y es entonces cuando el chofer le confiesa su pavor a morir. La escritora le responde que no es así, pero en realidad piensa que existe el pavor, y que el causante es él. ¿Y cuándo lo descongelen?, pregunta ella desde el asiento trasero. Vivo de nuevo, responde enojado ¡Pero va a morir de nuevo!, le dice Clarice. Ahí me congelan de nuevo, responde. Ella lo mira a través del espejo retrovisor ¿Entonces no se va a morir nunca? No, responde él.
Clarisa sonríe al recordar. Le gustaría escribir algo así. Se olvida del taxista y del texto de Lispector. Nada tiene que ver una cosa con otra, piensa, o sí, porque quizá Clarice Lispector ese texto inolvidable con una lapicera fetiche como la que acababa de robar. Se concentra en el presente. Gira el objeto entre los dedos.
Vas a ir a parar a mi colección, como que me llamo Clarisa. No creo que “el errante” me venga a reclamar nada. Es un desastre el pobre tipo, se ve que escribe y tacha todo el tiempo. Por lo pronto, querida compañera, estás conmigo.
Clarisa emocionada se detiene una y otra vez en el grabado del objeto preciado, más precisamente en el halcón en las alas inmensas donde están inscriptas las palabras antiguas que suenan a sentencia, a decreto: “Veni, vidi, vici” . Las palabras que el cónsul romano Julio César, dijo alguna vez: Vine, vi y vencí. Una fórmula exitosa que la atraía por demás. Adónde ir, qué ver, no lo sabía aún, pero Clarisa estaba dispuesta a vencer cualquier desafío que se le presentase.
Abrió el cajón desvencijado del escritorio para guardar la lapicera junto a otras de su colección. Al depositarla la vio girar como un trompo, luego se detuvo. Le llamó la atención el brillo que emanaba. Se percibió iluminada. Una sensación de laxitud se apoderó de su menudo cuerpo. Se recostó en el sillón.
Por fin puedo descansar. Por fin un poco de paz. Duermo un par de horitas y me siento a escribir. De semejante birome saldrá algo bueno.
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La lluvia que caía sonaba como un arrullo. Cerró los ojos. El mundo onírico comenzó su juego. El hombre del bar estaba en su casa acusándola de robo, y aunque ella trataba de disuadirlo, él abría el cajón donde estaba la famosa lapicera que, como un trompo, no cesaba de girar. Las voces se hicieron cada vez más altisonantes, deformadas, y como en cámara lenta, el hombre le gritaba: u…sur..pa…do…ra. Y más alto: la…dro…na. Clarisa se subía a la mesa como quien huye del ataque de una rata, al tiempo que gritaba ¡fuego, fuego! Se le aceleró el corazón. Finalmente, debido a los propios gritos, despertó. Todo había sido un mal sueño. Pesadillas, si las hay. Ella no era una ladrona, aunque los hechos demostraban lo contrario, por eso había tenido ese sueño persecutorio lleno de culpa. Estaba transpirada. Un loco impulso por correr se apoderó de su cuerpo. Miró tras la ventana, la lluvia seguía furiosa y pertinaz. Alisó sus cabellos mojados de sudor y poniéndose de pie se dirigió al escritorio. Abrió el cajón donde había guardado la lapicera. Estaba quietecita. La hizo girar. Dio una sola vuelta. Clarisa se tranquilizó.
Un mal sueño lo tiene cualquiera. Mejor me voy a duchar. ¿De quién será esta lapicera? Debe ser de algún ancestro del tipo, es re antigua. Una joyita.
Necesitaba calmarse. Respiró profundo. Ya en el baño, se dejó acariciar bajo el chorro de agua caliente. Al cabo de unos minutos estaba más reconfortada. Se puso el pijama para ir a dormir, y rogando que esta vez fuera sin sobresaltos. El inconsciente le había jugado una mala pasada, pero ese episodio onírico le había servido para aclarar los pensamientos.
Estaba decidida a devolver el fetiche. Miró el reloj de pared. Las cuatro de la madrugada. Se arrimó al ventanal que daba a la calle. Llovía sin piedad. Pensó en vestirse para ir al bar. Pediría un taxi y serían cinco minutos de viaje, no más, devolvería ese objeto y regresaría a descansar tranquila. Miró la ropa tirada en el piso. Era cuestión de vestirse. Escuchó unos pasos que se aproximaban por la escalera. Les restó importancia a los sonidos y llamó por teléfono a la agencia de taxis. “En una hora estará frente a su casa”, le informaron. Desistió. Una hora era demasiado tiempo de espera. La devolvería mañana. Encendió la cafetera. Un cafecito cortado con leche le vendría bien y después a dormir como su cuerpo se merecía.
Se percató de que unos pasos que provenían del pasillo se detuvieron en la puerta de entrada a su departamento. Sintió la presencia de alguien. Apurada tomó un sorbo de café caliente. Un sonido metálico invadió la habitación. Era suave como un reloj a cuerda. Vio que el cajón del escritorio estaba abierto. Se aproximó, y para su sorpresa, la lapicera giraba como un trompo rozándose fuertemente con las otras de la colección. Desentrañar misterios no era algo que a Clarisa le gustara hacer, ella prefería la simpleza de los hechos. Se sintió nerviosa ante lo inexplicable. Su lógica flaqueó. Estuvo tentada de persignarse: la fe suele ser un boleto hacia la salvación cuando los hechos no se comprenden desde la razón, sin embargo, prefirió esperar a que los hechos hablaran por sí mismos.
Continúa con el Capítulo 8 mañana 09-12-23