Capítulo 8
Veni, vidi, vici
¿Para qué habré salido a la calle? El dueño cerró el bar, debe haber pensado que tendría adonde ir a dormir. ¿Qué carajo voy a hacer ahora? Es difícil seguir sin la lapicera. La voy a ir a buscar y voy a escribir bajo la lluvia, no sé. Como sea, dónde sea, pero tengo que escribir antes de que Gulka se vaya. El quiosquero que todo sabe me dijo que la mujer de la limpieza vive a ocho cuadras de acá, en la calle Smart al 850. El mundo es un no, pero tengo que convertirlo en sí. Encima la telefonista de los taxis es muy amable, ja muy amable, pero no hay vehículos disponibles hasta dentro de un rato. Voy a tener que cuidar que no se me moje el teléfono. No sé para qué le expliqué que no me molesta esperar más de lo normal, y que acá voy a estar, en la vereda, parado como un soldado, a la espera del coche. Soy un tarado, sí, me molesta esperar, el que espera desespera…
***
Un perro mojado se detiene y mira al hombre que está bajo la lluvia. “El errante” estira la mano para acariciarlo, el perro se aleja y alza la vista al cielo.
¿Será un indicio de fe? ¿Será él quien destroza los ejércitos del no? No fue un buen día. No fue una buena noche. No hay birome. No hay escritos potables.
Quiero frenar al mundo y sus circunstancias, nada puedo frenar. Me falta la lapicera, con ella todo es distinto. Necesito entender quién soy para comprender quiénes somos.
Pasados más de cincuenta minutos, llega el taxi. “El errante” se sube al automóvil y a regañadientes le dice la dirección de Clarisa, grabada en su memoria vaya a saber por qué. Después de recorrer unas cuadras, el chofer lo mira por el espejo retrovisor, tiene ganas de preguntarle porqué tiene semejante cara de enojo. Será por el tiempo, piensa, y cierra la boca y ahoga el deseo de saber. Cada uno a lo suyo.
El pasajero no deja de imaginarse en el bar, reconfortado y con la lapicera volando a la velocidad de la mente.
Al llegar a destino repara en los colores del coche. Son horribles, piensa. Negro y amarillo son dos colores que no van juntos. Se le ocurre pensar que los taxis deberían ser celestes, como el cielo en tiempos de bonanza climática.
“El errante” paga su viaje y le dice al taxista que se quede con el vuelto. La lluvia es torrencial, y para colmo, la calle Smart está llena de baches y como era de esperar pone un pie en un charco. Prefiere hacer como que nada ha pasado a pesar de tener los pies nadando en agua fría dentro de unos mocasines demasiado gastados.
Un cartel oxidado deja ver una lista de departamentos. Un hombre de baja estatura sale del edificio y “El errante” aprovecha la ocasión.
—Estoy buscando a una chica que trabaja en el bar Ilusión ¿sabes en qué piso vive?
—Subí al 1ro —le responde —. Es la segunda puerta a la derecha—tuviste suerte en encontrarme, soy vecino de ella. Como soy panadero salgo temprano para mi trabajo. ¡Qué nochecita, madre de Dios! Hace rato que deberíamos haber cambiado el tablero de los timbres por uno nuevo.
Subir la escalera es como trepar a un palo enjabonado. Al llegar a la puerta indicada siente que está parado ante otro mundo, ante la gran muralla china o algo así. ¿Qué podría decir esa mujer al verlo?
Todos construyen fortificaciones para no develar sus vidas, y él, estaba ahí, violando la intimidad de la muchacha, a esa hora impropia como si fuese lo más normal. Al lado del timbre ve un cartelito de madera que dice: Clarisa.
Golpeo. Golpeo y que sea lo que Dios quiera ¿Qué le puede importar a esta piba mi lapicera y mi noctambulismo? Nada. Le voy a decir ¡Disculpa la hora, el problema soy yo! “Para llegar al cielo/primero te entierran”, dice Fernanda Lao, y es cierto. Estoy enterrado, muerto sin mi birome, lo único distinto es que no tengo posibilidad de ir a ningún cielo sin ella. A esta altura de la noche tendría que tener todo resuelto, tendría que haber terminado de escribir lo pedido. Tendrñía que haberlo pasado a mi computadora. Tendría que estar corrigiendo. Pero no, tuve que ir al baño justo cuando la mujer esa se puso a limpiar las mesas. Seguro que a mi lapicera se le ocurrió girar de repente para llamarle la atención. Y la piba se tentó. Y sí, cualquiera se tentaría…
Toco la puerta y que pase lo que tiene que pasar. Ella va a abrir, puede que en camisón ¿Alguien dormirá así, todavía? Eso es del siglo pasado. Es una locura ¿Qué estoy diciendo? Supongamos que me abre, la sorpresa va a ser grande, obvio que le va a parecer raro verme acá, parado como un boludo, a la madrugada.
“El errante” inspiró profundo y golpeó tres veces.
Clarisa, como un autómata, abrió la puerta. No llevaba puesto ningún camisón, lo atendió en pijama azul y encima se había puesto la chaqueta de trabajo, a modo de bata. Tenía pantuflas de conejo que dejaban ver sus dedos largos. Al ver al hombre, lo reconoció de inmediato. Se puso nerviosa, pero trató de disimular. No recordaba bien si la lapicera la había puesto en el bolsillo de la chaqueta para devolverla o la había dejado en el cajón junto a las otras. Puso cara de estúpida y con voz entrecortada, dijo:
—Escuché ruidos ¿Vos golpeaste a mi puerta?
—Mi lapicera…Vine a buscar mi lapicera—le responde directo como quien tira un misil al blanco justo.
¿La palabra explotará al dar en el objetivo? ¿Sucederá el tsunami de excusas?
La boca de Clarisa es una grieta abisal. Se hace la desentendida.
—¿Perdón? ¿Qué te pasa? Son casi las cinco de la mañana ¿Qué hacés en la penumbra molestándome? Yo laburo, nene. No sé si me entendés. No sé de qué me hablás.
Él se queda mudo, ¡tantas armas para nada! Pensar y no decir casi nada es tan malo como decir mucho sin pensar.
El ruido de la lluvia colándose por los techos sustrajo a Clarisa del momento, y a “El errante” del diálogo. Hay pensamientos paralelos que, en la fantasía, hubiese sido digno, cruzarlos.
Me da pena verlo envuelto en la desesperanza y tan ansioso por una birome. Este tipo no entiende nada de la vida. ¿Sabrá lo que es enterrar la dignidad todos los días?
El muchacho se sintió listo para volver a la batalla, mejor dicho, para intentar usar una estrategia de disuasión, y con voz apesadumbrada, agregó:
—Disculpa. Es una cuestión familiar. Sé que ahora no vas a entender, pero la lapicera que busco pertenece a mi familia. Mejor dicho, es la única herencia que recibí de mi abuelo materno. Vos sos la que limpiaste el bar, seguro que la viste.
¡Qué mal se siente robar lo que es un recuerdo de familia! Me va a traer mala suerte. Mejor lo invito a un café para mitigar un poco la culpa. Después lo despido con la idea de revolver el bar hasta encontrar lo que busca. No le voy a decir que la tengo acá, no me da la cara.
Sin embargo, entre el pensamiento y la acción, emergió un agujero. Ella no metería en su casa a un desconocido. Prefirió seguir preguntando.
—¿Vos sos el que pediste permiso para quedarte a dormir en el bar, ¿no?
—Sí —respondió “El errante”
¡Tan terminante en la respuesta! ¿Qué carajo le digo ahora? Podría haberme dicho: si, fui yo, pero amo esa birome de mierda y por eso vine a molestarte.
—No sé a qué viniste hasta acá. Por qué no volvés al bar y te fijás bien. La verdad no la vi, no te puedo ayudar. Mañana cuando voy a mi trabajo te prometo buscar por todos los rincones.
“El errante” sacó las manos del viejo gabán gris, parecía un oso de peluche mojado, y le dijo con firmeza:
—Busqué en todas partes, incluso revolví la basura, y nada. Pensá, pensá bien, ¿vos no la viste?
Clarisa decidió hacerse la víctima.
—¿O sea que venís a mi casa con toda soltura, a la madrugada, para acusarme de ladrona?
La joven mujer era una mala actriz. Sus gestos causaban gracia: brazos en jarra, pie derecho golpeteando el piso de madera y la mirada poco creíble.
—¿Por qué no me decís lo que pasó? —respondió él—. Sería mejor. Y ya no me tratás de usted, eso es bueno.
—¿Mejor? —dijo Clarisa con la mano en el picaporte—. Mirá, a las personas que se comportan como vos es mejor tenerlas lejos. Creo que voy a empezar a tratarte de usted otra vez.
“El errante” supo que Clarisa le cerraría la puerta en la cara y antes de que lo hiciese, interpuso su pie entre la puerta y el marco de madera.
Clarisa recordó el atizador de bronce que siempre dejaba a mano por si las moscas, dio un manotazo para asirlo y con actitud amenazante lo alzó en el aire.
—¡Vos no vas a entrar a mi casa! ¿Me escuchaste?! ¡Andáte ya mismo! Te estás pasando de la raya.
Entonces un ruido seco los interrumpió. El escritorio se movió como si estuviese ocurriendo un terremoto y el cajón se entreabrió. Clarisa se estremeció al ver que la lámpara colgante estaba quieta. No, no era un sismo, era el mundo del misterio en pequeña escala.
—¿Qué hay en ese cajón? —gritó el muchacho— con seguridad es mi lapicera, la conozco bien.
Clarisa, avergonzada, se perfiló a la puerta, dándole paso al muchacho.
Él entró en dos zancadas y abrió el cajón. Para su sorpresa, ni rastro de la birome fetiche. Sin embargo, el rumor persistía. Furioso y desalentado pateó el mueble. El sonido seguía latente, ambos lo escuchaban. Desde un rincón del escritorio dijo adiós una muñeca, la de la cajita musical cuyo mecanismo estaba deteriorado, le faltaba un diente a la rueda , fallaba pero por momentos se accionaba sola. “El errante”, enardecido, miró fijo a la mujer y la interpeló:
—¿Dónde guardaste mi lapicera?
—¡Yo no la tengo! —gritó Clarisa.—No la tengo —apretó el atizador— ¿Te podés retirar de mi casa? ¿O querés que llame a la policía?
—De acá no me voy hasta que no me devuelvas lo que es mío —miró el cajón —Ahí no está. Tenés unas cuantas lapiceras, pero la mía es única. ¿En dónde la escondiste?
—¿Vos estás loquito, ¿no? ¿Cómo te atrevés a venir a mi casa a esta hora y acusarme de cosas que no hice? ¿Cuánto tiempo estuviste parado ahí afuera? ¿Me estuviste espiando?
—Recién llego, no seas ridícula.
Clarisa , nerviosa, se abrochó la chaqueta. El muchacho se detuvo por un instante en el bolsillo superior. Le pareció ver la silueta de algo alargado.
— ¿Qué tenés ahí?
—¿En dónde?
—Ahí, en tu bolsillo.
Clarisa se sintió acorralada.
—¡No tengo nada! —gritó— ¡Te vas o llamo a la policía!
—No podés llamar a la policía porque vine a buscar mi lapicera. No seas zonza—respondió riendo.
—No es eso —respondió Clarisa con autoridad—. La voy a llamar porque te metiste en mi departamento sin mi permiso ¿No sabés que la calle está llena de ladrones? ¿Que roban a cada rato?
—¡Ah, pero vos me estás jodiendo! —dice él.
—Me rompiste el mueble —responde ofendida.
—¿Por qué no me la devolvés y listo? ¿Tanto lío hay que hacer por una lapicera que para vos no es nada?
¡Quién me habrá mandado a escribir en ese cafesucho! El enemigo ¿Será posible?
—Calmáte…
—Pero, ¿cómo querés que me calme?
—Calmate, parecés un viejo agreta.
Él la miró desconcertado.
—¿Y vos? Parecés una pendeja mal criada.
—¿Por qué querés tanto esa lapicera? —dijo Clarisa—. Hay algo que no me contás
—¡Qué te importa! —respondió “El errante” sin mirarla—. Llamá a la poli, si querés. Pero que la robaste, la robaste. Y ojo con el karma, no vaya a ser que en la próxima vida seas analfabeta, o tengas tres dedos ¡bah! Los tres primeros que sirven para agarrar un lápiz no los vas a tener… sabélo.
Ella esbozó una sonrisa y la desdibujó. Hubiese lanzado una carcajada, pero se contuvo. El karma de la lapicera era algo muy loco.
—No es una lapicera común, ¿no? —dijo en tono amigable Clarisa.
—¿Por qué querés saber?
—Porque me interesa. Colecciono lapiceras, de todo tipo. Recargables, punta fina, punta roma…
—No te la vas a quedar.
Silencio.
—No seas tonto. Tu lapicera está acá, sana y salva. Nadie te la va a quitar.
—¿Por qué la agarraste?
—No había nadie en la mesa. La encontré cuando estaba barriendo—mintió—. Seguramente se te cayó. No es tan grave.
—Sí, pero era mía. Es mía.
— ¿Cómo iba a saber que no era un objeto común y corriente? Me gustó el dibujo que tiene. Ese fue el motivo.
—Claro —dijo él—. Según vos, compartimos la culpa. Soy un tonto que no cuido mis pertenencias y vos una inocentona que andás por ahí juntándolas.
—Podría ser. Igual, te parecés bastante a un amigo mío. Bastante obsesivo, por cierto.
“El errante” sintió curiosidad:
—¿Cuál? ¿Uno que anda a los portazos? Desde que estoy acá ya escuché varias veces esos golpes.
—No, ese es Agatho. Y es el portero.
—¿Agatho? —a él le interesó la respuesta— ¿Como Agatha Mary Clarisa Miller?
—No sé. Tampoco sé si la madre del portero era lectora o se inspiró en Agatha Cristhie para elegirle el nombre. Agatho es Agatho. Y no es a quien me refiero.
—Si me parezco a un amigo tuyo quiero saber cómo se llama.
—Se llama Gulka— dijo Clarisa— mientras sacaba la lapicera del bolsillo de la chaqueta para hacerla girar sobre la mesa.
“El errante” se sintió completo. Con sólo ver su fetiche le volvió el alma al cuerpo. Ocurre que hay verdades difíciles de explicar. Y si Clarisa no hubiese abierto la boca, todo habría sido un caso cerrado. Pero no. Clarisa nombró a Gulka y eso no era para dejarlo pasar.
Continúa con el noveno y último capítulo mañana 10-12-23