“Turbio fondeadero donde van a recalar
barcos que en el muelle para siempre
han de quedar…”
Así describe el tango “Nieblas del Riachuelo” de Enrique Cadícamo y Juan Carlos Cobián, el fantasmagórico panorama que hasta no hace muchos años ofrecía el Riachuelo en su tramo de La Boca, que además sigue siendo el más pintoresco. Era entonces un verdadero cementerio de buques. La paulatina caída de la actividad portuaria en esa zona facilitó el abandono de naves de todo tipo, que si sumamos los cascos hundidos, transformaron el Riachuelo en una especie de chatarrería naval a cielo abierto. Durante años se procedió al rescate de barcos hundidos y al retiro de los amarrados que ya no volverían a zarpar, despejando la vista y brindando seguridad a pequeñas embarcaciones deportivas.
Pero como un testigo mudo e inútil porque ya no transitan en esas aguas los buques de gran calado que justificaron su trabajo, está el tramo levadizo del puente Nicolás Avellaneda. La presencia incontrastable de las moles de cemento del puente Pueyrredón “nuevo” y la Autopista Buenos Aires – La Plata, rematan la idea de que aquel paisaje otrora lleno de vida ya no tiene retorno.
No obstante, como ajenos a esos ires y venires de la historia, existen unos personajes cuya actividad parece fugada de la máquina implacable del progreso: son los boteros del Riachuelo. Si se dijera que están ahí desde siempre, nadie se asombraría. Son parte tan antigua de la identidad de La Boca y el Dock Sud, como las inundaciones, el puente Nicolás Avellaneda, el transbordador del mismo nombre que desde 1914 es un centinela en la puerta de ingreso al Riachuelo y los conventillos de chapa y madera que todavía persisten en ambas orillas del aceitoso curso de agua.
Las oscuras aguas y el olor fétido de nuestro Riachuelo, son el ambiente natural en que desarrollan su tarea los trabajadores del remo; oficio inmemorial a contrapelo del siglo XXI, pero que sin embargo permanece. Durante los años de gloria de los boteros, a mediados del siglo XX, en los amarraderos a la altura de la avenida Almirante Brown florecían entre una docena y más de veinte barcas, según relatan los memoriosos. El riacho era un cruce constante de botes cargados de vecinos y obreros que trabajaban en frigoríficos emblemáticos como El Anglo, La Negra, La Blanca y otros; y los guardapolvos blancos de los chicos que cruzaban del “Docke” a La Boca para ir a la escuela, ponían su nota de color.
Los astilleros también aportaron lo suyo a esa sinfonía de trabajo; y el tránsito frecuente de buques cargueros y lanchones areneros o con carbón, daban a La Boca y al Dock Sud ese aire de colmena humana que maravillosamente retrató Benito Quinquela Martín en sus obras.
Pero en esa curiosa inversión del desarrollo histórico, que en éste caso acompañó los retrocesos económicos de nuestro país, junto con el puerto de La Boca murieron los grandes frigoríficos y los astilleros que dieron tanta vida a la zona. Ambos barrios fueron languideciendo y hasta la multitud de conventillos, de a poco se han ido diluyendo en el olvido; sólo persisten unos pocos reciclados como atracción turística, pero son muchos más los que sobreviven en condiciones deplorables, ajenos a los beneficios del turismo y a esa ventana a otro mundo que son el Caminito y La Vuelta de Rocha. El paseo construído en la orilla de Pedro de Mendoza y las defensas contra las sudestadas, insuflaron nuevos aires a la zona.
No obstante, de la flotilla de botes de los años de oro sólo quedan tres: sus nombres, Don Conrado, Rosa María y Sacra Familia. Ya no son aquellos antiquísimos de madera, que a su vez daban trabajo a los calafateadores que les hacían el mantenimiento; fueron reemplazados por otros de fibra de vidrio y hoy por razones de seguridad, no pueden navegar en días de lluvia o con aguas agitadas. El viejo amarradero de madera fue desplazado por una moderna y segura plancha metálica. Pese a que existía el puente Nicolás Avellaneda con su canasta para transportar peatones y vehículos y hasta 1960 funcionó el transbordador gratuito del llamado “puente viejo” (en rigor es sólo transbordador), los botes siempre desbordaron de fieles pasajeros. El ahorro de tiempo era el principal argumento para preferirlo a los otros medios. Recordemos que el puente cuenta también con escaleras mecánicas, pero su uso demanda más tiempo que el bote.
En el año 2019 el transbordador “viejo” fue puesto en funcionamiento con fines turísticos y a modo de prueba. Finalmente la Administración de la Cuenca Matanza – Riachuelo (ACUMAR), lo habilitó para los vecinos durante el pico de la pandemia Covid – 19 y la intención es que continúe funcionando los feriados también para los turistas. En la actualidad, la ACUMAR trabaja para establecer otros circuitos turísticos a lo largo de los 70 kilómetros de la cuenca que atraviesa catorce municipios provinciales. La pregunta que queda flotando: ¿Habrá lugar para los boteros cuyo oficio está ligado a esas aguas? Es un proyecto con final abierto.
A su vez si retrocedemos en el tiempo, podemos leer como una premonición del futuro que esperaba a los legendarios botes de madera, un poema publicado por la revista PBT en el número 720 del 7 de julio de 1950, firmado por Algani y titulado “El botero de La Boca”, describe al botero, a su herramienta y el entorno:
“El barquero mientras rema,
da chupadas al cachimbo
o mira el agua, en el limbo,
porque el silencio es su tema”.
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Es, simplemente el patrón
de un bote desvencijado
que el día menos pensado
pide la jubilación”.
Los botes de madera se jubilaron, pero los boteros que quedan generación tras generación, persisten en el oficio: Nadie puede saber hasta cuando. Lo que está fuera de discusión, es que esa imagen del hombre inclinado sobre los remos, yendo y viniendo y transportando vecinos que en muchos casos los conoce hasta por sus nombres, está ligada para siempre a la historia de Buenos Aires.