Dieguito corrió tras la pelota y no volvió. Nadie lo frenó esta vez, ha de haber tardado un buen rato porque hacía apenas unos meses se había largado a caminar, tenía los ojos inmensos y el labio superior siempre embadurnado de mocos.
Su mamá junta las migas de arriba de la mesa y espanta las moscas con la rejilla mojada, el calor calienta como un infierno la membrana del techo, el olor que llega del canal infecta el aire de toda la casa, ella baldeó con un poco del perfume barato que se ganó vendiendo «Gigot» y que es imposible usar sobre la piel, pero el olor no se va. Y las moscas tampoco, si al menos tuviese para un tarro de «flit», piensa y suspira.
A la izquierda de un matorral de totoras boca abajo lo encontró el vecino, la pelota con los colores de Boca flotaba pegada a la orilla, su mamá y la policía lo buscaban para el otro lado, para el lado de la despensa en la que cada tanto le regalaban caramelos.
Hace un año que Dieguito se ahogó y su madre vaga sola, olvidadamente sola por los rincones de la casa empapada en llanto y en el olor nauseabundo que llega del canal que se llevó todo cuanto había logrado tener en esta vida plagada de carencias, el amor de un hijo, porque muchas veces parir es simplemente el único proyecto realizable que se nos presenta, la única forma de conocer el amor que existe bajo los techos de membrana.
Los dedos y las voces se alzaron despertando la vocación de jueces de la mayoría de los vecinos del pueblo, entre ellos algunos de los que alguna vez tomaron de la mano a Dieguito para apartarlo de la orilla.
Los más moderados opinaban que en esas circunstancias de pobreza y desamparo era factible que algo así sucediera, los más herejes interpretaron su muerte como un alivio para la vida tan miserable que le esperaba.
Este verano algo similar sucedió.
Un niño de «familia bien» se ahogó, sin olores nauseabundos ni moscas sobre la mesa, la muerte y el agua los igualó y fue una tragedia… una tragedia comentada en todos los estratos sociales como un hecho de inexplicable desgracia, de dolor y acompañamiento… como es sentida la muerte cuando nos arrebata a un niño, un espanto…
Un espanto sin jueces esta vez.
A veces en mi pueblo, en «la ciudad de las rosas», la vida pierde el color de estas flores que tanto visten la plaza central y es tan pero tan chico el pueblo que el infierno se agiganta y nos refriega lo miserables e indiferentes que somos cuando tasamos el valor de la vida o la legitimidad del dolor según las moscas que revoloteen nuestras mesas.
Vero Vargas
Escritora de Ayacucho
Del libro “Es por Acá” – 2021