Una, dos, tres… antes que el contestador atienda la llamada, mi voz responde. Es ella. La femenina que invirtió y gastó su tiempo conmigo… y yo con ella; me cuenta entre sollozos que su padre -al que hace bastante que no lo ve porque vive lejos- está por partir. Yo la escucho y sé de la tonalidad; sé del empaparme de su lluvia por ese clima tan nuestro y tan ambivalente de los intercalados estacionales que nos envolvieron tantos almanaques durante el último lustro: nos pasó de todo, el flash de la vista, la palabra que enamora y convence, la rencilla que llega hasta el borde, el silencio telefónico mientras el cigarrillo encapricha… y el infaltable tobogán en ese aparente juego de niños en la plaza semidesierta, casi abandonada de almas. Semi desierta porque todavía estamos, pero estamos porque el pintor imaginario de paisajes así lo propuso y es feo, muy feo el pasto, el arenero y los juegos sin presencia de niñez acuñada en esa plaza. Siempre es mejor ver los esqueletos bamboleantes no por el viento, sino por motus propio; almas en principio gemelas que se niegan a desdecirse así porque sí, como si fuese la compra de algo insignificante al paso golosinero de un kiosco deambulante.
El papá de ella se está muriendo, y nuestro amor en terapia intensiva con pronóstico reservado, tan reservado que la historia clínica parece cínica en la negación de los datos clarificados del parte diario del enamoramiento mutuo.
Todo es confusión en el estrago de la muerte; su padre se está muriendo y yo sé que ella sabe y que yo también sé, que lo nuestro también está a punto de esputar sus gusanos, aunque no se vean y se nieguen presos del capricho de la historia que nos envuelve a relucir así como así, con la facilidad de la fertilidad del pasado presente y la incertidumbre del futuro. En este caso, este último abre las comillas y se jacta de sí mismo porque las brujas no existen manipuladoras del final aproximado del devenir tiempista. Sólo son datos a tener en cuenta o no, con la fragilidad de la suposición, lo real es que su viejo se está muriendo y nuestro amor acompaña cual monaguillo sirviente en el murmullo epistolar de la iglesia.
La muerte hizo su aparición y la carne se pudre; la decadencia del amor desde la cúspide de la torre, se niega a formar parte del suicidio; se niega a sucumbir otra vez bajo el influjo de lo nuevo, que será viejo, sólo un tiempo después.
Por Pablo Diringuer