Primer día de clase en el primer grado. La maestra, una mujer de mediana edad, enfundada en el guardapolvo almidonado y detrás de unos gruesos anteojos, interroga:
– Fulano ¿Por qué querías venir a la escuela?-
– Para aprender a leer, señorita.-
– Para leer qué? –
– Para leer historietas, señorita.-
Contesta Fulano con seguridad; sobreponiéndose al pavor que le inspiraba la maestra.
La respuesta provocó cierto desagrado en la educadora, ya que enseguida se despachó sobre las virtudes de los libros y la inutilidad de leer historietas.
La reprimenda me hizo sonrojar (ya que de mí se trataba), pero antes de finalizar el año estaba en condiciones de leer revistas yo sólo. No sabía si era útil o no leer historietas; sí sabía que la escuela me había servido para apropiarme íntegramente de ese mundo increíble que encerraba cada publicación. Cuando uno estira los recuerdos hasta los límites de la memoria, aparecen escenas aisladas, como manchones en una nebulosa. Son imágenes sueltas que no dicen demasiado. Pero en ellas es inevitable la presencia de alguna revista de historietas, mucho antes de aprender a combinar letras para darle algún sentido. Porque el poder original de esos cuadritos, la fascinación que ejercía sobre nosotros, residía en las imágenes.
Había distintas formas de “leer” cuando no se sabía leer. Una consistía en que nuestra hermana mayor leyera pacientemente, señalando con el dedo, al personaje que hacía uso de la palabra. La otra, era ignorar olímpicamente los argumentos, los diálogos encerrados en los globitos y armar uno mismo la historia. Este último sistema tenía sus riesgos, ya que había que rehacer los argumentos una y otra vez, provocando la indignación de algún amigo memorioso que ya había escuchado esa “lectura”.
Porque todos los pibes éramos aficionados a las historietas; tanto los lectores como los que esperaban empezar la escuela para ingresar al prestigioso club de los alfabetizados. Es que las revistas no tenían demasiada competencia. La televisión en blanco y negro se imponía lentamente con apenas un par de canales y los programas infantiles se daban en determinados horarios. Ni la imaginación mas desbocada podía prever un futuro de niños “enchufados” durante horas a computadoras, videos y jueguitos electrónicos. Entonces el tiempo que dejaba libre la escuela, se podía llenar con revistas, bolitas, figuritas, mucho fútbol (en los potreros, en la calle, en las plazas y en los patios) y una infinidad de juegos improvisados cuya reglamentación, nadie sabía donde se originaba.
Aunque las posibilidades de diversión estaban abiertas al infinito, había fechas claves que obligaban a relegar los entretenimientos de rutina: en Navidad y Año Nuevo, el que no tiraba cohetes estaba socialmente muerto.
En carnaval había que salir a tirar bombitas de agua y para las festividades de San Juan y San Pedro y San Pablo, quien no trabajaba para conseguir que la fogata de la cuadra fuera la mejor del barrio, se exponía al desprecio generalizado. Es que había un sólido sentimiento de pertenencia; no era lo mismo ser de San Telmo que de Boedo o San Cristóbal, y así sucesivamente. Y entre los pibes se reproducían en escala infantil, códigos similares a los que establecían los adultos. La interacción era muy fuerte y se daba en base a los intereses comunes y a una identidad de antigua data. A esa cultura pertenecía la historieta, más allá del escepticismo de las maestras en sus posibilidades educativas. Es que los chicos leíamos porque también veíamos leer a los mayores. Era habitual que llegara el diariero y junto al Pato Donald o el Patoruzito para nosotros, dejara alguna revistas “para grandes”, como llamábamos a Misterix, El Tony o la pequeña Rayo Rojo (una curiosidad editorial, ya que con los recortes de papel de otras publicaciones, se creó una revista de dimensiones reducidas que costaba unos pocos centavos). Las mujeres, además de la infaltable Para Tí o Damas y Damitas, solían leer Intervalo; la cual con el formato de historieta, publicaba novelas similares a las que se emitían en radio y televisión. Resumiendo, hombres, mujeres y chicos, todos teníamos alguna relación con la historieta. Era un parte importante de nuestro entretenimiento y un medio de vinculación con los demás.
Mientras rumiábamos la técnica de la lectura, el kiosco de diarios y revista de la esquina se nos aparecía como el portal de ingreso a un mundo de maravillas. Las tapas multicolores, la variedad de tamaños, el espesor de los ejemplares, los trazos de los dibujos, el tipo de papel, si estaba “pegada” o con “ganchitos”; todo tenía que ver para que el interés se volcara hacia una u otra publicación. Pero era una adhesión intuitiva, condicionada en gran medida por la primera impresión. Aprender a leer fue el gran salto: uno pasaba de “mirar” revistas a leerlas; disfrutarlas plenamente, a participar de las discusiones de los pibes más grandes, a opinar con autoridad sobre las virtudes de los personajes. Atrás quedaba esa humillante frase: “Callate, si vos todavía no sabes leer”, que uno recibía al abrir la boca, aunque tuviera la revista bajo el brazo. Y a medida que nos hacíamos más duchos en la lectura, se afirmaba la capacidad de elegir o rechazar determinados personajes, ciertos argumentos. El sufrido Pato Donald con sus eternos enredos era uno de los más queridos;
El ratón Mickey inspiraba desconfianza por “ ser medio vigilante”, ya que colaboraba con el comisario de Patolandia. Patoruzito, era el decano de la troupe de personajes criollos y semana a semana, mes a mes, nuevos personajes se sumaban a ese promisorio universo. El Capitán Corchito, Pepín Cascarón, La Gran Historieta, eran algunas de las publicaciones más requeridas. En cambio, Billiken, Selecciones Escolares y otras afines, no gozaban de mucha simpatía por el tufillo escolar que emanaban. El cambio de revistas, pronto me obligó a pasar los ejemplares acumulados en la pequeña repisa a una caja grande que permanecía siempre bajo la cama, al alcance de la mano, porque en algún momento, la lectura de la revista nueva o el repaso de la favorita, se convirtió en un hábito para poder dormir. Como era imposible comprar todo lo que salía a la venta, los pibes teníamos distintos mecanismos para conseguir algo nuevo para leer. Uno era la compra directa (el menos frecuente), otro era el préstamo, que solía provocar conflictos cuando había demora en la devolución o la revista sufría algún daño. El sistema más usado era el intercambio. El trueque tenía sus reglas: las llamadas revistas “argentinas” (aunque fueran chilenas o uruguayas) se cambiaban una por una. Por ejemplo, un Patoruzito se cambiaba por otro o por una de calidad gráfica similar. Las “mexicanas” eran las publicaciones de color y tapas en papel ilustración (llamadas así aunque no fueran de origen azteca) y que en el trueque se cotizaban hasta tres “argentinas” por cada una de ellas. El valor de cambio variaba si el ejemplar era muy viejo o estaba dañado y hasta algunos kiosqueros avispados, negociaban con los pibes dos revistas por una, que luego vendían más baratas como “usadas”.
En algún momento las mexicanas (editadas por Novaro y SEA), fueron las más prestigiosas entre los menores. La Pequeña Lulú, La Zorra y el Cuervo, El Conejo de la Suerte, El Super Ratón, Tom y Jerry, se hicieron familiares para los más chicos. Los mayorcitos optábamos por los superhéroes: Batman, Supermán, Linterna Verde, Capitán
América y algunas revistas nacionales de las consideradas para “grandes”: El bucanero, Pimpinela, El Gorrión, Pif-paf, D’ artagnan, El Tony, Fantasía, Puño fuerte, El mago Mandrake, El fantasma; la lista se pierde en el recuerdo. Algunos nos asomábamos con extrañeza a las páginas de Hora Cero, Frontera y El eternauta, consideradas historietas “raras”, por algunos de sus argumentos y los dibujos de vanguardia. En paralelo al afán por la lectura, crecía una tentación: dibujar historietas.
Ya estaban lejos los días en que ocupábamos nuestras tardes con acuarelas, pinturitas y un block de papel marca El Nene. Las contratapas de algunas revistas nos sugerían estudiar dibujo de historietas por correspondencia con los “Doce Famosos Artistas” y en poco tiempo, ser rico, famoso y amado por las mujeres, como prometían los avisos mostrando un antes y un después en la vida de quienes habían hecho el milagroso curso. Uno se imaginaba frente al gran tablero rodeado de plumines y pinceles, creando personajes que serían idolatrados por multitudes.
“Es un berretín”, decía un vecino escéptico; y sí… un berretín luego superado por otros berretines. Pero las revistas prometían también otros horizontes: los cursos por correspondencia estaban en su momento de apogeo, y además de las posibilidades de estudiar dibujo, uno podía ser detective, afinador de motores, electricista, embalsamador de animales y decenas de otros oficios exitosos ¡con sólo enviar un cupón por correo! Hasta la posibilidad de dejar de ser “un alfeñique de 44 kilos” y transformarse en un hombre verdadero con sólo “15 minutos de gimnasia diaria”, como prometía el patovica Charles Atlas, podía lograrse suscribiéndose al curso por correo. Como vemos, el mundo maravilloso no se agotaba en la ficción de los cuadritos, sino que podía continuarse en algunos de los cursos que ofrecían presuntas escuelas de nombres sonoros, cuyos avisos y cupones con franque gratuito, aparecían regularmente en las contratapas y en los separadores entre un episodio y otro.
Las oportunidades de entretenimiento no se agotaban en la lectura, ya que muchos personajes eran recreados en los juegos, sobre todo aquellos que desarrollaban mas acción y tenían cierta aureola de heroísmo. A nadie se le ocurría disfrazarse del Pato Donald, pero Supermán y Batman tenían muchos imitadores: era frecuente ver en la vereda a la “hora de la leche”, algún chico con un antifaz que sobreviviera al carnaval y un mantel sobre los hombros a modo de capa, emulando al hombre murciélago.
Esa familiaridad con las criaturas dibujadas, permitían que uno mezclara con comodidad la realidad con la ficción, enriqueciendo la rutina doméstica. Ese aprovechamiento de lo cotidiano nos permitía, cuando se registraban los frecuentes cortes de energía eléctrica que arrancaban maldiciones a los mayores, que un tropel de pibes galopara por patios y pasillos jugando a que enfrentábamos un ataque extraterrestre. Porque existía ese tuteo con los personajes, es que con sorpresa y hasta cierto dolor, un buen día al abrir la revista descubrimos que la novia de Donald, hasta entonces conocida como Margarita, a partir de ese momento era Daisy; que el Tío Patilludo era Tío Rico, que el inventor Pardal pasaba a identificarse como Giro Sintornillos y hasta el legendario Dippy, el partenaire de Mickey, era Guffy o Tribilin. A los hermanos Ganzúa los convirtieron en los Chicos Malos y así paso con la mayoría de las creaciones de Walt Disney.
Nunca hubo una explicación; con los años nos enteramos que esa mudanza tenía que ver con esas cuestiones del derecho de propiedad y las regalías. Es decir, con el mundo de los negocios, un mundo al que uno imaginaba que las historietas eran ajenas, ya que creíamos que los asuntos de dinero eran propios de almaceneros y banqueros.
Si bien los superhéroes eran los que más imitadores tenían, había una categoría intermedia de héroes que no rebasaban el límite humano pero que gozaban de un prestigio casi similar al de aquellos: el Zorro, El Llanero Solitario con el Indio Toro y otros de menor popularidad. También estaban los perros Lassie y Rin Tin Tín, que gozaban de hinchadas propias y rivales entre sí; al principio aparecieron en las revistas “mexicanas” y luego se trasladaron a la television demostrando que el género de aventuras cruzaba transversalmente cualquier especie.
En la fauna de personajes autóctonos, el Indio Patoruzú era la figura paradigmática, porque resumía en su persona, todas las condiciones para ser una especie de Supermán criollo; fuerza descomunal, generosidad, simpatía y una fortuna que le permitía moverse en el mundo entero siempre combatiendo a los villanos. Pero tenía un defecto: era muy feo. Esa limitación pudo ser superada parcialmente con Patoruzito, la versión infantil que conservando las cualidades del adulto, agregaba la frescura propia de la niñez; esa espontaneidad que nos permitía disculpar la malicia de Isidorito, el amigo del pequeño cacique que con los años se convertiría en su padrino, no ahorrándole disgustos.
Siguiendo hacia abajo había una franja de personajes que no gozaban de poderes especiales, no tenían plata y en la mayoría de los casos, la suerte les jugaba en contra. Sin embargo, los pibes seguíamos con interés sus pequeñas historietas. Pero ¿cuál era el vínculo?
Ante todo se trataba de figuras queribles por naturaleza; se trataba de buena gente. Pero además, y quizá esa fuera la clave de la simpatía, las historias transcurrían en nuestro medio. El escenario, los nombres, el habla porteña todo permitía que uno entrara a la revista como si lo hiciera a cualquier calle del barrio. Y en ese barrio imaginario habitaban tipos formidables como el marinero Langostino, cuyas aventuras transcurrían en el Riachuelo a bordo de su barquito Corina, el almacenero Don Pascual, quien mientras despachaba un kilo de azúcar en su boliche, se hacía tiempo para vivir alguna aventura emocionante; o el empleado Don Fierro, ese hombre bueno siempre tiranizado por el jefe de oficina; o el Gnomo Pimentón, escapado de algún cuento de hadas para recalar en Buenos Aires junto a esa estirpe de personajes de pura cepa porteña; todos ellos, inquilinos de las paginas del Patoruzito o Patoruzú semanales, las grandes creaciones de aquel misterioso Dante Quinterno, de quien los pibes solo conocíamos el nombre. Pero había más revistas, más nombres de personajes queridos que hablaban nuestra lengua barrial. Páginas y páginas en que los “globitos” de los diálogos desbordaban de “che”, “vos”, “gilastrún” y otros modismos, bien lejos de aquellas otras páginas coloridas de las “mexicanas”, donde a la heladera le decían “nevera”, estacionar el auto lo llamaban “aparcar el carro” y al pancho lo bautizaron “perro caliente”. Algunas de esas publicaciones con argumentos nacionales, eran las pertenecientes a Ediciones Torino. A diferencia de las demás editoriales e imprentas cuyos domicilios nos resultaban un enigma, las revistas de Torino se hacían en nuestro propio barrio. En una imprenta antigua y relativamente grande, enclavada entre galpones y casas bajas, allí donde San Telmo se confunde con una punta de Barracas, funcionaba desde que teníamos memoria, aquello que llamábamos la “fabrica de revistas”. Esa “fábrica” poblaba de ruidos y olores la quietud del barrio. El ir y venir de camiones era constante; algunos partían cargados de paquetes de revistas, otros ingresaban con enormes bobinas de papel y fardos de cartulina. En las cercanías del edificio, el monótono golpeteo de las máquinas Off Set y la gran rotativa, se confundían con los sonidos que escapaban de la fundición de hierro de la esquina. El olor a tinta que impregnaba en la puerta de la imprenta, hacía inconfundible la actividad que se desarrollaba en sus entrañas. Frente al portón negro que cerraba el paso en la entrada de camiones, siempre había hombres vestidos con mameluco azul o pantalón y camisa color caqui, invariablemente manchadas de tinta. A esos hombres una vez, alguien se atrevió a pedirle revistas. Y alguno de esos hombres, accedió sin problemas al pedido. El audaz pedigüeño vio compensada su osadía con generosidad, ya que apareció con varios ejemplares de unas revistas de formato chico, apaisadas con tapas de color y paginas en blanco y negro; con un olor penetrante a tinta fresca que delataba su reciente factura. La maravillosa noticia recorrió el barrio con la velocidad de un rayo: ¡la fábrica regalaba revistas nuevas! La bandada de pibes voló a la imprenta y atropellándonos pedimos revistas. Uno de aquellos hombres de ropa caqui vino con una pila de ejemplares que comenzó a repartir entre la veintena de manos que se alzaban. El hombre distribuía revistas de historietas cómicas que se imprimían allí. Entre algunos nombres reconocidos estaban Capicúa, Afanancio, Piantadino, Historias Tangueras. Visitas posteriores nos hicieron frecuentar El conventillo de Don Nicola, Trick y Tracke, Barrabás y otros nombres que se tragó el tiempo. Muchos de aquellos personajes nos eran familiares por haberlos leídos en revistas compradas u obtenidas por intercambio. Pero conseguirlas nuevas, gratis y a veces antes de que salieran a la venta, era más de lo que uno podía pedir.
Es que las revistas de Torino cubrían gran parte de la vida cotidiana de Buenos Aires. Una legión de personajes representaba a cada una de las facetas más características del habitante de la Reina del Plata. Personajes cuya razón de ser , su identidad, estaba ligada al paisaje, al pedazo de territorio a veces minúsculo, que le tocó en suerte; en la realidad y en la ficción. Así disfrutamos El Conventillo de Don Nicola, ese gringo con corazón de oro, encargado del inquilinato ruinoso, donde transcurrían mil dramas y comedias, como en los conventillos verdaderos. Porque uno reconocía con naturalidad en los trazos de ese cuadrito de historieta que representaba un patio con macetas y piletones, a los conventillos del barrio; esos conventillos con grandes patios con cancha de bolita, con los baños siempre húmedos y oscuros, con los farolitos de papel adornando el baile de Año Nuevo y hasta el recuerdo de la ultima serenata, ejecutada una noche de verano con guitarras, bandoneón y cantor, cuando The Beatles ya se habían apropiado de los tocadiscos. Los guionistas y dibujantes conocían ese universo que luego retrataban en solfa, no tocaban de oído; y uno sabia que ellos sabían, que como nosotros, eran parte de ese escenario que gracias a su talento aparecía extrapolado en aventuras cómicas. Por que ese mundo no era sólo el conventillo, simbolizada en la historieta del buen gringo, sino que también estaba manifestado por Capicúa, ese muchachito medio tonto cuya buena suerte envidiaban muchos porteños, que se creían inmerecidamente relegados por la diosa Fortuna. O por Afanancio, el “chorro” de bajo vuelo que nunca podrá asaltar un banco y “pararse”, pero que siempre le dará una mano al vecino en desgracia. Como tampoco uno puede olvidarse de Historias Tangueras, esa revista de fuerte adhesión en una franja de lectores tan diferentes como quienes todavía cursábamos la escuela primaria y en la otra punta, los hombres que la disfrutaban sentados en el umbral de su casa o (como alguna vez lo entreví desde la vereda del bar “de enfrente”), sobre la mesa del café entre pocillos, naipes mugrientos y cigarrillos; allí descansaba un ejemplar de Historias Tangueras.
Desde la perspectiva que da el tiempo, uno se pregunta como fue posible que los chicos de corta edad consideráramos a Historias Tangueras con el mismo interés que a los clásicos del dibujo infantil. Al ensayar una respuesta, concurren varios elementos para intentar la explicación. Como en los casos de otras publicaciones nacionales, la familiaridad del lector con el escenario era determinante. Pero también lo era el perfil de los protagonistas; figuras con rasgos tan singulares que apenas eran retocados por el dibujante, ya que la magia del lenguaje los hacia reconocibles con facilidad. Es el caso de Juan Salame, quien con su jerga arcaica en medio de los problemas en que se metía por su viveza fallida, nos arrancaba carcajadas. Los trazos prolijos y detallistas del dibujante Borello, hacían el resto. Caburito era otro personaje seguido por los pibes; tal vez el más popular de la familia de Ediciones Torino. Décadas después de aquellas lecturas, seguía siendo un misterio el éxito que ese petiso tanguero, de espesas cejas, con aire de caburé y vestimenta más que formal, tenía entre nosotros. Es cierto que Caburito se enredaba en aventuras dignas de Patoruzu, casi siempre el núcleo de la historieta; pero no es menos cierto que la atmósfera tanguera rodeaba al personaje. Desde la foto de Carlos Gardel presidiendo la desnudez de su cuarto de conventillo, hasta la solitaria presencia del calentador “Primus” sobre la pequeña mesa y la guitarra en el ropero (porque Caburito como muchos de su generación también cantaba), todo ayudaba a conformar la escenografía. Para los lectores pequeños de Caburito, ese panorama era reconocible, ya que en nuestra casa todavía había un viejo Primus en algún rincón del patio. También estábamos habituados a que de tanto en tanto, desde el café llegara la voz de algún forastero que invitado por los muchachos, pulsara la guitarra y se despachara con un tanguito. Y a pesar de que era una época de familias aparentemente consolidadas, no llamaba la atención que Caburito viviera solo, ya que era común que muchos jóvenes apenas cruzada la mayoría de edad, alquilaran un “bulín”, un “cotorro” o como prefiera llamárselo a esos cuartuchos de conventillo que por pocos pesos, permitían iniciarse en la vida adulta y en la independencia.
Por lo tanto, Caburito, Juan Salame o Juan Porteño no eran muy distintos (salvo por los rasgos acentuados por la caricatura y el ingrediente aventurero) a los muchachos que veíamos en el café o los sábados a la tarde jugando en la calle un vigoroso partido de fútbol de casados contra solteros; gambeteando casi siempre, al “autito” de la comisaria; ya que con el oficial que lo tripulaba, a diferencia del “botón” de la esquina, no había ninguna posibilidad de acuerdo. Gregorio Goyo Mazzeo, el padre de Historias Tangueras y las caricaturas que la habitaban, percibió con su fina sensibilidad de artista, las enormes posibilidades que encerraban los cuadros de la vida cotidiana del barrio, y lo transformó en arte. Mazzeo ordenó esos elementos dispersos y los convirtió en personajes de historietas, como otros transforman un paisaje en poesía para parir una canción.
Cómo entonces, uno que estaba creciendo como habitante de esa escenografia en el mundo real del arrabal porteño, ¿no habría de entender y disfrutar Historias Tangueras? Y otro tanto sucedía con los adultos. Ellos no solo registraban las mismas sensaciones que los chicos en cuanto a la identificación con el medio y los personajes, sino que además, como conocedores de las letras de tango, se reían mucho con las parodias a las letras de famosos temas que Mazzeo ilustraba en todos los números. Pero además, por ese carácter de militancia en defensa del tango que su director le imprimió desde el principio, Historias
Tangueras publicaba los programas completos de emisiones de radio de música ciudadana, intercalaba biografías breves de los grandes del tango, promocionaba eventos y cualquier actividad vinculada con el tango. Uno recuerda como si fuera una fotografía, las “pintadas” que aparecían en las paredes dibujadas de los cuadros, con leyendas alusivas a la defensa del tango. Eran frases desafiantes, decididas. Entonces no entendíamos bien que tenían que ver con la historia que se desarrollaba en primer plano. Años después comprendimos siempre que Historias Tangueras además de una inocente revista de historietas, era también una publicación de combate. Una revista de propaganda tanguera que pretendía enfrentar solitaria y románticamente, como cuadra a un buen tanguero, al aluvión de ritmos foráneos que amenazaba la supervivencia del tango.
Por eso la divulgación de actividades, los consejos, las llamadas a la unidad cuando la división entre tangueros tradicionalistas y los de vanguardia, atomizaba aun más, a la maltratada alma porteña.
Mazzeo fue tempranamente consciente de todo eso, por lo tanto uno intuye, que al hombre no le tembló la mano cuando tomó el plumín para iniciar una de las aventuras editoriales más singulares de nuestro rico patrimonio historietístico.
Pero entonces, no teníamos conciencia de todo eso y durante años alimentamos parte de nuestro apetito lector, con la generosidad de Ediciones Torino, que seguía regalando revistas al tropel de pibes del barrio. Más tarde, apenas asomada la adolescencia y cuando uno ya había incursionado como cadete en algunos comercios de las zona, alguien nos aviso que en “la fabrica de revistas” necesitaban aprendices. Fue la primera vez que ingresaba a la imprenta y era tal cual la había imaginado: un fuerte ruido de máquinas, intenso olor a tinta, trajinar de hombres por todas partes.
“Venga mañana a la seis”, me dijeron luego de tomarme los datos. Vivir a solo cuatro cuadras fue clave para ser favorecido. Entonces uno pasó a ser parte de la familia gráfica; al menos por un tiempo. Lo vivía como un trabajo en serio, (lo era) con máquinas, uniforme y tareas definidas. Así ví como se gestaban las revistas con las que había aprendido a leer: las planchas metálicas con los originales, el nerviosismo de las primeras pruebas cuando salía un número nuevo, y ver a Don Nicola o Afanancio impresos al “vesrre” en las planchas de fotocromo, a uno le estrujaba el corazón.
Pero un buen día el capataz dice:
-Pibe, agarre revistas y llévelas a la recepción.
Al llegar a la puerta, un malón de chicos esperaba inquieto.
-Déselas a los pibes- me ordeno el portero.
Y empecé a repartir revistas. Se habían cruzado los roles. Yo era entonces uno de los hombres de camisa caqui que con autoridad regalaba revistas a quienes estaban en la vereda, en el mismo sitio que yo había ocupado no hacia mucho tiempo, cuando pegaba saltos para manotear algún ejemplar de la pila que el obrero tenia en sus manos.
Luego, como profetizara el vecino, ese “berretín” paso y la “fábrica de revistas” fue en la vida de uno, lo que Historias Tangueras es en la historia de la historieta argentina: un buen recuerdo y una experiencia.
Después llegaron otras historietas con merecido renombre internacional; hubo grandes maestros cuyos cuadros fueron conocidos en el mundo entero. Pero aquí eran cada vez menos los lectores; era menor el número de pibes que intercambiaban revistas y menos aún los que querían ser historietistas. Da la impresión de que aquellos autores que se confundían con sus personajes como Mazzeo, Borello, Pratt, Oesterheld, ya no se repetirán.
Queda como saldo apenas la reflexión. Cuando uno se pregunta si tuvo una infancia feliz, surge la duda sobre algunos aspectos; pero no hay ninguna vacilación sobre la cuota de felicidad que durante mucho tiempo le dio la historieta.