Babas de arañas que tejen y tejen en ese rincón a la espera de una nueva víctima sin blanquear un ápice sobre la intención, ese caramelo oxidado de dulce que saca caries hasta el diente más amilanado de costra fluorídrica que nos podamos imaginar.
Monas Lindas
El pedo de los gnomos. Me acuerdo del mono Tití que se balanceaba colgado de una liana o una cadenita mientras su amo se sacaba una foto -una «selfie»- de aquel arcaico momento.
Un flor de hijo de puta que bien ni cabe reflexionar al respecto. Ese cachitrulo vendía papas en un mercado que ni siquiera era el «Central» de lo que conocemos. Ella era hija de un laburante que tenía su negocio al público en mi barrio de Castelar; era re- bonita, y su pelo lacio casi rubio enjambraba a los neófitos del barrio que, con sus pitos parados, tocaban silbato ante cualquier infracción en ese hipotético partido de fútbol de barrio.
Éramos no del todo o nada de ese circunscripto epistolar juzgador de ambivalencias, resultábamos ser simples macanudos cuyos pantalones cortos orinaban pasados hacia un presente imposible de descifrar. A mí me gustaba ella, la prometida de ese novio papero irreflexivo e impenetrable de sapiencias de alternativas varoneras dirigidas hacia ese lado femenino raro, que desconocíamos casi por antonomasia.
Muchas veces me pasaba que, al verme enfrentado a ella bajo cualquier circunstancia, tenía ganas de tocarla, de abrazarla y decirle que mi papa frita nunca hubiese estado al rojo vivo con un aceite común, casi de reciclaje como el que ella solía frecuentar.
Pero nunca pasaba a mayores y mi persona era un botellita que jugaba a Verdad y Consecuencia en esa escuela de paredones pintados el primer día de su inauguración.
Hubo un día de preguntas y preguntones y me sonrojé al borde del bebedero acuoso mientras le miraba las gambas con sus medias azules poliamídicas uniformadas de escuela. Ella se quedó esperando respuestas que yo, no alcancé a divisar ni siquiera a evaluar un conglomerado de convocantes parlamentarios para decidir. Sólo dije –le dije- “No sé, pero lo voy a pensar”.
El tiempo pasó en años y siglos y yo… acumulé páginas sin números y mis calzoncillos humeaban chimeneas llenas de papás noéles con barbas que ya, no eran para nada canosas ni pseudo canosas; esos pelos crecidos esclavizados por sobre las peras de los jovatos. Supe saber que se hubo de casar con ese… verdulero mental y deudor de sentimientos. Ella, después de siglos metastásicos de confusión, no me reconoció en ese recital rockero de los ’80; en cambio yo sí supe congelar bajo mi iris esa botella de gaseosa que la condensaba cuando “Los Gatos” no resultaban ser unos felinos ignorados ni cuando Salvatore Adamo abandonaba su cintura. Ella –Supliné- seguía siendo en su mente, una mina de tetas paradas y un lunar re-pequeño exultante y exiliado bajo su piel justo en el borde externo izquierdo de su labio inferior.
“Todavía en algo me sigo pareciendo a Brigitte Bardot” -me confesó-
Yo me tomé un taxi mientras su chofer me ambientaba y denostaba del gobierno de turno. Yo resultaba ser un mono sin su Tarzán e imaginaba mi futura masturbación en ese balanceo implacable de damas sin artilugios, sin dimes y diretes que todo lo justificasen y ambientaran al mejor postor. Gnomos y Birgitte Bardot… especímenes casi en desuso; cuadros o películas en un uso ligado a babas de arañas que tejen y tejen en ese rincón a la espera de una nueva víctima sin blanquear un ápice sobre la intención, ese caramelo oxidado de dulce que saca caries hasta el diente más amilanado de costra fluorídrica que nos podamos imaginar.
Por Pablo Diringuer