Mi papá nos decía con voz grave: “Hay que saber de qué lado se está”. Pobre mi papito, nos tenía prohibido salir en horario de jaula controlada, nos decía que los dioses del inframundo podrían convertirnos en Dinos, o lo que es peor, en un nuevo Ruminio.
Los Dino
En la escuela todos le temían a los animales de la selva, yo no tanto, un poco porque ya Julio había puesto en jaque al tigre más conocido del Bestiario, y otro poco porque mi abuela italiana me había leído las aventuras de Sandokán en el libro La tigre della Malesia de Emilio Salgari. Además, tres tristes tigres comen trigo en un trigal y la lengua no se me traba. Tal vez porque no es el único trabalenguas difícil de aprender, hay hechos más complicados que traban la lengua sin ser objeto de juego, son su cesos difíciles de pronunciar, en especial porque en boca cerrada no entran moscas ni se corre riesgo de muerte, obvio que “en casa de herrero cuchillo de palo”, y por más que quiero cerrarla algo siempre se me escapa, es como una sonata en fuga, pero no tiene el sabor con Johann Sebastian. Y como mi papá me enseñó que es mejor ser cabeza de ratón que cola de león siempre traté de autogestionar mi propia ratonera. Alguna vez tuve dudas acerca de temer o no temer al mundo en general. Dudo de lo poco humano que es, luego existo, y así. 93 Tenía apenas siete años, y yo prefería ser alba, o mar, o pájaro de mil colores o cualquier otra cosa que la imaginación me permitiera, pero ya en aquel tiempo supe que cada uno amanece como puede, que el mar es más poético que el océano, que los pájaros de mil colores no existen y que la imaginación paga un alto precio. Claro que no todo es matemático, hay otros animalejos que existen, ocupan la calle, largan fuego por la boca y son de color verde, y aunque hablan humano, no lo son. La gente dice que los dinosaurios están extintos, pero yo los he visto ganar terreno. Es más, en el complejo edilicio donde yo vivo hay varios testaferros de ellos, aunque el peor de todos es González que prestó su nombre muchas veces para que los Dino (así me gusta llamarlos) compraran voluntades. Si hay algo que no se puede escriturar es la voluntad, pero que se compra, se manipula y se vende, ni dudarlo. González era de voluntad floja, se dejaba llevar por la marea de moda, por el océano de bajos sentires. Por suerte, las paredes linderas con su casa son de hormigón armado, y con eso evitamos los embates de los dinosaurios y sus agentes. Mi familia es perseverante como lo son las hormigas. Pero debo decir que los Dino han ocupado muchos hogares de gente que se decía buena, y terminó siendo como ellos. El fuego mata al fuego, fíjense ustedes que cuando se desata un incendio, y el viento lo propaga, se hace un contrafuego y todo queda ahí, chamuscado y en paz. Pero aquel sábado de poca gloria, que mi memoria trae, los Dino se aliaron con los buitres, y nosotros, poco más que bípedos, nos encontramos cercados en un círculo poco digno. Los Dino largaban fuego, los buitres comían lo que quedaba y nosotros, los del complejo, si lográbamos escapar y sobrevivir, estábamos cada vez más flacos, es más, apenas respirábamos para no ser escuchados. Un día, Ruminio Pérez, el del 5 º C, se atrevió a ir hasta la despensa del barrio en horas de patrullaje Rex (una especie de dinosaurios inextinta) y no volvió.
La familia de Ruminio organizó una marcha para salir a buscarlo, pero nadie acompañó en la búsqueda. Otro día, los Ovejero se atrevieron a ir a la misma despensa en horas de patrullaje, y hete aquí que volvieron verdes y felices; yo no entendía mucho, pero mi papá nos decía con voz grave: “Hay que saber de qué lado se está”. Pobre mi papito, nos tenía prohibido salir en horario de jaula controlada, nos decía que los dioses del inframundo podrían convertirnos en Dinos, o lo que es peor, en un nuevo Ruminio. Yo le decía que las cosas que suceden no son por una cuestión de fe, le repetía y le repetía que jamás me convertiría en Dino porque me gusta el color azul. El azul es trascendente, le decía con un dejo de orgullo, y mi viejo, pipa en mano, me repetía: “El verde también lo es”. Yo en mi inocencia creía que la trascendencia del verde era por la esperanza que da ese color, o por el frescor de la arboleda, e incluso lo asociaba al sauce llorón y esas cosas tan naturales, pero mi papi me decía que los Dinos eran de otro tipo de verde, un verde putrefacto capaz de descomponer la calle y convertirnos a todos en ratas. Yo le decía: “Papi es mejor ser cabeza de ratón que cola de… me lo dijiste vos”, y él me respondía: “Momentito, momentito, señorita, una cosa es la metáfora, y otra cosa el ratón convertido a dinosaurio”. Y claro, me costó años entender la metáfora del ratón, pero cuando entendí, la pasé de boca en boca, y todo cambió en el barrio. Cuando los Dino saludaban, nosotros, los del complejo edilicio, “mutis por el foro”, y no solo eso, no tenían ni voz ni voto en las reuniones de consorcio por esa manía que tenían de exterminar todo lo que no fuera como ellos. En verdad, éramos todos hijos de Cracia, menos los Dino. Para muestra alcanza un botón, decía mi abuela, que no solo sabía de pizzas de muzzarella sino también de 96 Muso. De a poco fuimos restándole entidad a los Dinos, los Pérez volvieron a ser Pérez, los González a ser González, y cada uno a su color. Eso sí, cuando hay fuertes tormentas, rezo para que caiga la lluvia, no vaya a ser que haya quedado algún Dino atrapado en un relámpago, y se le ocurra abrir la bocaza y venir a la Tierra a incendiar vidas. Por si acaso, tengo una estrategia que no falla, cierro los ojos, y a los dinosaurios Rex los veo como cucarachas, yo sé que las cucarachas son ancestrales, pero alcanza con mi zapatito de cristal para aplastarlas.
Del Libro «Historias con Hilván»- 2023