Anduvimos por las cercanías de mi barrio, ella fruncía el ceño, aunque algo en silencio, me demostraba a su modo, que para ella el único mundo que existía era el suyo y a la mierda Serrat con su canción esa que dice “El sur también existe”.
Sapo de Otros Variados Pozos
Me acuerdo del sábado pasado… estaba bastante en banda… Mis amigos, cada uno de ellos tenía ese concreto de mujeres bien alimentado de suposiciones, casi perfumes de postres saborizados luego de esos banquetes en donde el agujero negro del espacio sideral, funciona como el living placentero de la vida cotidiana.
Viva la vida -decía Palito Ortega- y mis dos grandes, pero grandes amigos del iceberg sin encallar barcos de ninguna especie, navegaban sobre sus botes inflables y sus copilotas sonreían y los abrazaban mientras las esporádicas olas masajeaban esas partes bajas del deseo-
Yo, tal vez, un poco fastidioso del constante devenir pro-reciclado de mi acontecer, me subí a la moto y frente a esos semáforos de la avenida, tintineaba sarcasmos en el titilar de los mismos, como si fuese un tester policíaco de lo que debería suceder… Pero… un carajo, ni siquiera un miserable pajarraco pispeando las semillas arrojadas de mi parte en medio de ese desierto lleno de pastoriles hambrientos de necesidad. Obviamente, no resultaba ser mi día.
Siempre me sucedía transitar -deriva mediante- por circunspectos lugares palermitanos o San Telmistas; pero, tal vez, en esta oportunidad, mandé todo a la mierda y mi varita indicadora de marchantas, dispensó ganas o piernas bajo los influjos de algún descabellado intríngulis a punto de reventar.
Estaba algo escabiado, pero no demasiado, y esa brújula imantada de a ratos, me indicó, que allí debería bajar de mi canoa sin vientos a favor de ninguna índole.
La moto «flotante» que casi paspaba mis cantos me dejó allí, sobre esa Av. Del Libertador en Vicente López, casi San Isidro u Olivos o… ese lugar que casi repudiaba por ese previo recopilar antecedentes sociales sobre cómo funcionaban esos piolines sostenedores de caretas netamente proclives al aparentar lugares afines del «pertenecer» a ese espécimen deplorable de supremacía porque sí, porque existiese un ineludible parámetro de vivencias rubias acarameladas de brillantez económica e iluminada de creatividad.
Yo estaba bien vestido, y hasta algo bronceado por ese aire libre pernoctado por ese esporádico laburo que tenía en otra incorporada agencia de noticias de la cual, ni siquiera habíanme ofrecido un miserable coctails de posibilidades constante de mis servicios. Poca guita en mis bolsillos, pocas posibilidades inmediatas de mejorar economías individuales; pocos laberintos mentales disyuntivos del encontrar el camino exacto hacia alguna alcancía llena de chanchos monederos… en fin, le flecha seguía indicándome sin olfatos un miserable trigo floreciente saciable del hambre que me poseía.
Estaba tan “viajero” mental que ni siquiera presté atención a la hora, y cuando paré con la moto, el tablero de la misma me anotició de la aguja que flechaba el punto exacto: 11.23 de la noche.
¿Era temprano todavía? ¿O ya se habían proyectado alicientes para con el otro/a sobre esos bares con sucuchos meseros tapizados de techos pajeros de pajas casi lúgubres inundados de moscas musicales y oídos mezcladores de sonrisas casi acomodaticias en la inmediatez del agrado visual y placentero de unificar sexos?… Qué se yo… Apagué la moto que había comprado recientemente y brillaba en todo su esplendor de polietilenos, para dejar transpirar mis bolas tras lo cansino de los pasos interrogados de mi búsqueda por esos aires raramente respirados bajo las arboledas del norte que impensadamente hube de proponer a mi marchanta.
Ese bar reluciente de gente bonita de tapas revisteriles bien a la moda, y ese zafarrancho esporádico o costumbrista de esos habitués que aparentaban conocerse como de años “ha”, pero que, en su mayoría, parecían ser muchos pendejos adinerados iniciadores de aparentes universitarios destiladores de venturosos futuros y que, de más estaba decir, mamás y papás alardeaban palabras zafarranchadas de optimismo parental de vástagos abandonistas de cordones umbilicales a las puertas de institutos privados, bien privados.
No bien atolondré la moto a la par de otras cuántas brillosas plagadas de espejitos de colores, mis primeros pasos, casi automáticamente, fueron dirigidos hacia uno de esos tantos circunspectos terraceros espacios llenos de mesas y barras y sonrientes despachadores de cócteles que en su ipso facta actitud suelen repetir espontáneamente el famoso “¿Qué te traigo?”
No tenía idea de nuevos viajes alcohólicos de moda, y mientras segundos antes miraba esa pizarra ambientadora de brebajes al por mayor expendidos del bar, bajé mi persiana visual y solamente mandé lo de siempre: “un gancia con ginebra” –broté de ganas-
El bar estaba bueno, tal vez similar a los frecuentados por Palermo, aunque por aquí, inconscientemente, destilaba el desconocer esa mezcla de mi parte del “pertenecer” a esa gran parte del pastar las hierbas para el selecto ganado que circunstancialmente gozaba del corral que me contenía. Murmullo reinante me agradaba apoyar codos sobre la barra y espejar miradas tras esas innumerables botellas acongojadas contra la pared… Como siempre algunas femeninas miraban, otras reían en derredor de su compañía y la música intercalaba momentos hamacados de ganas de pasarla acariciadas/os de placer.
Los sábados tenían para mí, eso ineludible y casi al pedo de aclarar, salir de la rutina acosadora y ametrallar a la bulimia mandamás que atornilla la reiteración del malestar acostumbrado.
Yo tenía dentro de mi Ser siempre el fastidio de lo igual, por eso, a veces me sucedía el patear tableros y que esas fichas de calibres distintos, movieran hacia cualquier lado y no siempre con venturosos resultados, demasiadas veces chichones abultaban el marote que me contenía y… bué, ya casi que me había acostumbrado.
En ese segundo trago en la barra, el nuevo gancia con ginebra, hízome dirigir al baño; en el trayecto me percaté que ante tremenda cantidad de parroquianos, sólo habían dos sitios y que, llamativamente, eran indistintamente para ambos sexos. Tuve la suerte de pocos/as delante de mí, lo que determinó no ser para nada importante la espera; no obstante, a punto de entrar al mismo, la chica que hubo de salir, no bien nos cruzamos, comenzó a vomitar y a llorar y casi descomponerse frente a mi persona; obviamente, me surgió el intentar aportar algo de mi parte para que la situación no pasase a mayores; otros observaron el hecho, y si bien no estuvieron exentos de intervenir, algunos supusieron que ella y yo teníamos algo que ver, motivo por el cual, no participaron demasiado en lo sucedido.
La acompañé primero hasta un costado del boliche, casi al aire mismo del patio, luego, con algo de su momentánea reposición, nos detuvimos en una mesa lo que motivó el casi hecho de “presentarnos” con ambos nombres –ella dijo llamarse de pila, Ferdinanda Milán- y tras una no muy duradera conversación, sobre todo por su evidente malestar, intercambiamos teléfonos para luego, partir previo llamado a un taxi o remise que la hizo perder casi en el anonimato, no obstante lo cual, entre las pocas palabras que nos intercambiamos, me hubo de confesar que su padre era “un importante empresario de una gran editorial-periodística”. Vaya situación-coincidencia –me dije-. Apoyé mis mejillas sobre el elástico de mi sonrisa, y enseguida elucubré pormenores inefables del interés no buscado de mi parte y, por esas vueltas de la vida, me desayuné en lo plausible de un gran champagne sin descorchar.
Ferdinanda Milán no se tomó más de dos días en apropincuar su tenencia intencional de llamarme, y no es que yo me hubiese puesto en una brillante estrella, sino que, debido a mi compromiso para con la agencia noticiera me encontraba casi a mitad de camino de lo propuesto, lo que motivó, de mi parte, el apichonarme necesariamente en mi cueva cascaruda hasta tanto el pollito que me representaba rajara el cascarón vislumbrante de la luz necesaria al compromiso.
Finalmente sucedió y fue pura la coincidencia para con el llamado de Ferdinanda Milán.
No bien me percaté que era ella, aparecieron en mí raras sensaciones que hacían dispersar la conciencia del “ese aquí y ahora” en la conversación que nos envolvía; no solamente tergiversaba mis previos dichos al corresponderle en lo que me decía, pues esa manera de hablar tan… sonante de la gente de guita que sostenía una tonada bien de barrios del norte ¿viste? –decía- sino también hasta el nombre que poseía: “Ferdinanda Milán”… Qué nombre raro –me giraba dentro de mi marote- y ni qué hablar de lo que nos importaba a cada uno de nosotros de manera individual; a ella le afloraba la intención de asentarse en su carrera universitaria en esos primeros años de la UCA en donde había comenzado a estudiar Licenciatura en Marketing y de más estaba decir, que esos extensos minutos conversables telefónicos, casi en su totalidad giraban alrededor de lo que para ella significaba el asentarse y diagramar, y diagnosticar ese “futuro venturoso” alrededor de su carrera pues su familia –sobre todo su padre- le bancaba desde siempre todo lo necesario.
Yo hacía rato que vivía solo en un bulín de un ambiente en Palermo y si bien había estudiado un par de carreras terciarias, una sola hube de concluir para, luego, rebuscármelas con la sola intención de cortar cordones umbilicales y hacerme cargo de las cicatrices acuchilladoras de la vida. Si bien Ferdinanda era evidentemente más chica que yo, ella tenía el agregado de no haber conjugado nunca el verbo independizar; siempre que hablábamos de cualquier cosa, relucía en sus dichos el resaltar a su familia, en donde no dejaba de sobresalir la presencia de su padre que además de apoyarla económicamente en todo, le daba cabida en todos sus gustos dentro de los cuales, Ferdinanda solía viajar de manera seguida a Brasil en donde poseían un departamento a una cuadra del mar en Barra da Tijuca.
Cerca de tres meses nos estuvimos frecuentando, a ella le gustaba mucho que nos moviéramos en moto y siempre le agradaba el movilizarnos por la zona de su influencia, ese norte que a mí, particularmente, me inflaba bastante las pelotas; es más, las veces que anduvimos por las cercanías de mi barrio, ella fruncía el ceño, aunque algo en silencio, me demostraba a su modo, que para ella el único mundo que existía era el suyo y a la mierda Serrat con su canción esa que dice “El sur también existe”.
Mientras ella metía materias positivamente en su carrera, yo seguía penando en seguir arrancándome pelos en medio de los intríngulis periodísticos cotidianos; la mayoría de los que nos contemplábamos cafés de por medio, padecíamos similares inconvenientes al respecto: pagos esporádicos de laburos acumulados; malos tratos; ninguneos de parte de pseudo-secretarios redaccionales; laburos incómodos y bastantes rudimentarios y básicos para con los que, de algún modo, hacía bastante tiempo que nos identificaba la trayectoria en la profesión; despidos solapados so pretexto de establecernos imprevistamente como un “free lance” lleno de promesas.
Mucho de todo esto afloraba casi espontáneamente dentro de los que trabajábamos en esa pésimamente recordada agencia de noticias cuyo dueño –o uno de los mismos- daba la cara cuando ya no había margen en el conflicto que nos ubicaba a todos el rol que nos tocaba que se había tornado prácticamente insoportable al punto de parar la actividad y hasta agruparnos varias veces en las adyacencias de la misma hasta cortar la calle, en cuya última situación salió uno de los dueños por uno de los balcones con un megáfono para, primero, adularnos promesas indicativas de lo que teníamos que hacer, para terminar amenazándonos con despedirnos a todos los involucrados si no aceptábamos conciliar la prepotencia de sus dichos.
Indudablemente, todos los días cuando volvía al depto. de Palermo, pocas ganas me surgían de comunicarme con ella, aunque, si la iniciativa partía de su parte, no me negaba en absoluto, hasta debía de reconocer que mi ánimo elevaba el nivel con la grúa de Ferdinanda.
En una de esas tardes conflictivas de mi acontecer laboral, y bastante pasado de vueltas del bastardeado aspecto laboral, un gran grupo de compañeros del lugar más otro de variadas publicaciones nos encontramos en las afueras de la agencia de noticias y tras unos minutos de corte de tránsito sobre la acera, impensadamente apareció la violencia; volaron piedras y apareció la policía o; apareció la cana y volaron las piedras, ni idea de lo sucedido, y, como siempre hubo de ocurrir en todos lados, caras desconocidas abultaron la muchedumbre y el descontrol vomitó la escena; la dispersión semejó un gran hormiguero adoquinado desde las alturas y las partículas de nuestras vidas laburantes sólo optaron por esconder algunos, y otros, ser pegoteados por palos y redes, futuros enjaulados por “desquiciados en la vía pública y resistencia a la autoridad”.
Tras los hechos en donde fortuitamente hube de zafar, mis ganas, en absoluto gozaban de un ápice de positivismo; me sentía entre enojado y bajoneado, quizás, algo esperanzado en que algo pudiese suceder a través del sindicato que en teoría hiciese algo en defendernos, y en medio de semejantes contraposiciones anímicas, nuevamente apareció ella, Ferdinanda.
A punto de contarle algo, ella no me dejó, me interrumpió con una cierta dulzura de su vida cotidiana en donde justo ese día había aprobado un gran parcial del estudio que la acercaba todavía más a su objetivo de recibirse aún más anticipadamente a su profesión. Del mismo modo me anticipó de sus ganas para que conociese a sus padres que –según ella- ya era el momento luego de tres meses de estar juntos para que ello sucediese. Así pues, traté de despejar mi mente y acepté sin miramientos la propuesta; ¿por qué no? Hacía rato que no conocía a ningún padre o madre de alguien… ya parecía dentro de mi Ser una especie de ermitaño inmerso en una isla sin ni siquiera cocos colgantes, algún cambio debería de hacer.
En la mañana siguiente, hube de recibir incontables mensajes solidarios de gente del gremio y de muchos otros enojados y acongojados, y preocupados por el desastroso panorama condicionante, así fue durante toda esa tarde de ese sábado post-debacle laboral; entrada la casi noche, moto mediante partí hacia ese norte impensado de brazos abiertos.
Media hora, tal vez unos minutos más me hallé por ese barrio lleno de árboles y calles alquitranadas; aves a punto de dormir, y amplias residencias cuyos jardines irradiaban flores perfumadas de bienestar y, de manera raleada, unas cuántas cabinas vigilanteadas con algunos uniformes privados. Y entonces llegué, y sin tocar ningún timbre, casco en mano y motocicleta reluciente nocturna, ella apareció luego de mi fichaje camaril anticipador de mi presencia; me besó y abrazó y parecía deslumbrar al solo contacto con mi piel, luego transitamos dentro de su terruño por un gran sendero de lajas y cuando estuvimos a punto de ingresar al gigante chalet desde su interior, una voz masculina preguntó casi en alto volumen: -¿Ya vino?
Me hubo de parecer conocido su tono, tal vez algo familiar –me dije-
Luego de esa especie de antesala en la entrada de la casa, hacia la izquierda un gran salón comedor con una inmensa y larga mesa plagada de platos con entradas exóticas y variadas, hambrientas de ojos; gaseosas o jugos y botellas de extravagantes vinos a punto de descorchar, el padre de Ferdinanda hizo su aparición, traía en una de sus manos creo que una botella de champagne y en su rostro una sonrisa de ojo a ojo que mutó a la velocidad de un flechazo de luz no bien percató mi presencia, y encima, en las fauces mismas de su domicilio… ¡Qué hacés acá, desgraciado impertinente, hijo de…!!
El padre de Ferdinanda Milán, resultó ser el responsable –o uno de ellos- que había aparecido desde ese balcón de la agencia de noticias con un megáfono avisándonos e indicándonos los pormenores que deberíamos de hacer luego de su intervención, luego claro, todo se desmadró de la peor manera; algunas opiniones sostuvieron que fue el responsable intelectual de la represión ocasionada el último día laboral y de la cual todavía repercutía muy frescamente.
Casco en mano sin cambiar, media vuelta sin parar, tras mi ansiar confirmatorio de esa zona norte incómoda a mi percibir y entender, sorteé la seguidilla de improperios hacia mi persona que seguía vomitando el padre, los cuáles casi alcanzaban a disimular los inesperados y primarios sollozos de ella.
Avenida del Libertador, barrios norteños bien brillosos del “pertenecer”, curvas y contracurvas… otra noche de sábado y la vista –la mía- traspasada de miradas a través de la visera del casco, luego, el frágil rebotar dentro del habitáculo que abarca o abraza mi cabeza; ya no es Fernandina… o tal vez son algunas de sus palabras que todavía salpican mundos distintos… ¿distantes tal vez?
El mañana nunca viene, parece que alguien lo empuja y te choca, de frente o de costado o mismo desde atrás… todavía tengo el cubre cabezas, aunque por dentro los chispazos siguen; estoy a punto de trasponer lo constante conocido, aunque ya, la manifestación de los interrogantes son los dueños de la verdad y el sol nos quema como si nada en la infinidad del existir.
Por Pablo Diringuer