Los pibes saltaron de alegría cuando les arrojaron las camisetas, quedando las botellas de agua abandonadas, sin dueños, a un costado del campo. Y juro que sentí que esos envases de vidrio de formas caprichosas, me miraron: primero a mí y después a mi prima.
El Día de las Mariposas
Una vez le pregunté a mi prima, si recordaba ese domingo de primavera en que nos llevaron a la cancha de fútbol del Club Movediza, para asistir a un partido de las inferiores. Ella me miró asombrada porque no tengo mucha memoria de la niñez. Pero claro, hay momentos que son inolvidables, y ése había sido uno. Me pidió que se lo relatase y mientras tomábamos unos mates amargos, acudí a los recuerdos.
Nos habían preparado para ir al encuentro como si fuésemos dos flores: vestidos color rosa con el canesú nido de abeja, medias can can blancas y zapatitos Guillermina, así se llamaban, de cuero negro con un botón forrado al costado. El cabello recogido con lazos de colores, y carteritas de plástico caladas donde poníamos los caramelos y muñecas para jugar.
Estábamos acostumbradas a ubicar las porristas sobre la línea lateral izquierda de la cancha, marcada con cal, antes del inicio del partido.
Nos estaba vedado jugar al fútbol. No era un juego para nenas, decía la sociedad en esa época.
Nosotras nos hubiésemos conformado con llevar el agua para refrescar a los jugadores durante los quince minutos del entretiempo. Pero, estaban el zurdo Luis y el chueco Silvestre, con las cantimploras llenas: ellos eran los aguateros del equipo.
Mis hermanos estaban muy entusiasmados porque estrenaban camiseta, una roja con una banda cruzada de color amarillo, y aunque eran hinchas de los gauchos de Boedo, la llevaban con dignidad barrial. Los pantalones blancos les quedaban grandes, pero, mi madre a último momento les puso un elástico doble para evitar que se les cayesen mientras jugaban porque hubiese sido un gran papelón.
El partido se puso difícil en el minuto cuarenta, porque en un choque de cabezas, buscando el gol, quedaron tendidos en el suelo el Rulo Sanchez y Hernán Boloroco. Justo los dos mejores delanteros del Club Movediza, y ahí fue cuando el técnico miró al zurdo y al chueco (los aguateros) y pidió el cambio. Los pibes saltaron de alegría cuando les arrojaron las camisetas, quedando las botellas de agua abandonadas, sin dueños, a un costado del campo. Y juro que sentí que esos envases de vidrio de formas caprichosas, me miraron: primero a mí y después a mi prima. Así que guardamos las muñecas porristas en las carteras y nos hicimos cargo del agua. Cuando llegó el entretiempo corrimos al centro de la cancha con las botellas aferradas al pecho. Y en la carrera, los moños del pelo, por obra del viento, se desprendieron de los cabellos, y en movimiento ondulatorio, ascendieron, hasta caer sobre las primeras flores de primavera.
Y alguien nos sacó la foto, y así fue como en el periódico del lunes aparecimos fotografiadas con el título: “El día de las mariposas”. Claro que me gustó verme, pero también aprendí que las mariposas tienen poca vida porque al domingo siguiente el chueco y el zurdo llevaron reemplazos, por las dudas, y nosotras no volvimos a pisar la cancha.
El mundo del fútbol siempre nos sorprende, y todo muta, y progresa, y aunque he perdido los moños de colores hace mucho, jamás perdí el apasionamiento que genera ese deporte y mucho menos las esperanzas de ver a mis nietas jugando algún mundial, mientras me tomo unos mates, ya no amargos…
Del libro «Goles Mixtos» – 2018 – Tahiel Ediciones – Finalista Faja de Honor de la Sociedad Escritores Provincia de Buenos Aires