Una tienda de juguetes llamó mi atención, más precisamente, fueron los gestos de los muñecos los que me hicieron entrar. Una muñeca hizo señas a otro muñeco y ese otro a otros, y todos encerraron las señales en un puño.
Calla, Calla, Calla
Siempre me ha gustado preguntar y escuchar los porqués de las circunstancias que acontecen. A veces, hay respuestas más o menos creíbles, y en otras oportunidades, hay más interrogantes que aclaraciones.
El humor barrial estaba enrarecido. No había nadie caminando por la calle. Todo parecía inmóvil y desierto. Caminé casi dos horas haciéndome preguntas sobre todo lo ausente. La ausencia se nutre de lo apocalíptico o algo así, pensé. Seguí caminando rápido hasta despejar esos pensamientos negativos. Luego, liviana de sombras, aminoré la marcha. Con paso cadencioso me adentré en el barrio de mi infancia, ya casi en los confines del pueblo. Nada y todo había cambiado. Digo nada por lo aburrido del lugar, y digo que cambió todo porque no había gente. Me pellizqué para saberme viva y seguí caminando. Alisé mis cabellos al verme reflejada en el vidrio de una cafetería. Hubiese entrado a pedir un café, pero noté mucho polvillo sobre mesas y sillas.
Continué caminando. Me di cuenta de que tampoco se oían conversaciones o voces tras los ventanales de las casas o en los patios. Silencio, solo silencio. La palabra no dicha es de personas indiferentes, pensé, mientras se agigantaba el tamaño de las cosas que me rodeaban. Parece que mi ciudad e incluso mi barrio se escondieron tras una capa de silencio.
Una tienda de juguetes llamó mi atención, más precisamente, fueron los gestos de los muñecos los que me hicieron entrar. Una muñeca hizo señas a otro muñeco y ese otro a otros, y todos encerraron las señales en un puño. Me dio curiosidad saber qué dirían, pero a mí no me pasaron seña, no soy una muñeca.
En ese maremágnum de duras expresiones, alguien supuso que ya eran demasiados muñecos los que gesticulaban, por lo cual era posible un lenguaje de comunicación. Fue entonces cuando el dueño de la juguetería cerró la tienda, desmembró los muñecos y esparció las partes por la acera.
Yo fui testigo. Fue así como, en medio de los gestos no expresados, descubrí la fábrica de juguetes en quiebra.
Se me ocurre que el manto de silencio imperante no justifica mi lengua atada, pero ya hace demasiado tiempo que aprendí lo que es perder el trabajo, así que enrollé mi lengua como todos los vecinos del barrio, a la espera de un ruido remoto. La esperanza es lo último que se pierde, decía mi abuela, y me fui, silenciosa como había llegado.
Del Libro Cuentos Dulces para un Atajo- Ediciones Tahiel- 2020