Él apareció demasiado cerca de mi lecho, una noche de junio. En verdad, nunca supe bien cómo se coló en mi habitación. Bah, en realidad, tampoco hoy sé, exactamente, cómo es que ocupó mis pensamientos por décadas. Aunque lo peor de todo es que se instaló en mi psiquis. Aquella vez, él dibujó una diminuta ventana y me visitó, noche a noche, con ese horrendo pájaro. Juro por las barbas del tiempo que yo quise cerrar esa ventana, pero él aleteaba indignamente dentro de mí. El caso es que ya exhausta de tanto inventar persianas, cerrojos, etc., me apersoné frente a la diminuta ventana para esperarlo despierta. Permanecí despierta por semanas, y el tipo ni miras de aproximarse. Ya a punto de desfallecer en el abismo mismo, una noche negra de viento infernal, acarició mi pensamiento. Lo hizo una y otra vez, hasta que plácidamente me dormí. A la mañana siguiente lo busqué para agradecerle:
—Edgar, Edgarrrrrrr, ¿estás ahí?
Nadie se hizo eco de mi pregunta, solo aleteó sobre mi cabeza un horrendo pájaro: un cuervo. Lo tomé como una respuesta, después de todo a Edgar Allan lo conocí por la poesía y desde aquel aleteo hasta estos días compartimos la ventana. Solo que ahora él está adentro y yo afuera. El cuervo de Poe, alternando en los dos lados, como siempre.
Del libro «Cuentos Dulces para un Atajo» – Ediciones Tahiel – 2020