Uno no es nadie – como más de cuatro -, pero tiene la información suficiente como para advertir que no sabe nada de nada.
Recuerda una, a esta altura, la «aporía», o problema inexpugnable, que surge siempre tras la «euporía», o solución aparente. A medida que el tipo se eleva, va viendo cómo el horizonte se dilata, inabarcable. Quien vive un poco cree que el mundo – y todo cuanto es más importante que el mundo – termina en el sombrío muro que lo circunda
El tipo no quiere tomarse el trabajo de salir del pozo, pero quiere opinar sobre la magnitud y el significado de lo que hay afuera.
A ese «estado» del pozo se le llama «simulación». Simulación de erudición, de talento e incluso, de cultura.
Hay, asimismo, una simulación de sensibilidad, observable en quienes sacan abono para conciertos de música que les aburren, pero cuya frecuentación – cree el del pozo – les otorga el brevet de evolucionados, de espirituales y de inteligentes.
Pero como afortunadamente no hay conciertos de abonos todos los días, el espectáculo de simulación más corriente es el de la ilustración y el del talento.
Desde los viejos días de Freud hasta estos – ¿nuevos? – De Sartre, y desde los de la relatividad hasta los del antibiótico y la fisión nuclear, el tipo del pozo se pasa barajando ecos y opinando con ellos.
Y habla de psicoanálisis, de finitudes, de existencialismos o de aureomicinas.
Además, el simulador del talento adolece de un aspecto y de un ademán completamente contrario a los de quienes tienen ese talento de veras.
Una vez, cierto discípulo de Pasteur formuló una afirmación aparatosamente categórica.
Preguntó:
– ¿Por qué afirma usted eso?
– Porque antes lo había afirmado usted, maestro.
– ¿Y es que yo no pude haberme equivocado?
El simulador, como está muy lejos de sospechar el mundo irreductible, pero infinito, que hay fuera del pozo, no se equivoca nunca.
Además, aún, ignora serenamente. Ignora con resentimiento. Jamás dice «No sé». Cuando se trata de un simulador bien criado, dice, y constándole un sacrificio: «No me acuerdo».
Suele decir, como uno, «Uno no es nadie», por coquetería. De manera que cuando es otro quien le dice que, en efecto, no es nadie, el simulador, lo mismo que uno, se enoja.
Y además – todavía -, el simulador invierte el procedimiento del avestruz. El avestruz cuando quiere desaparecer, esconde la cabeza debajo del ala. El simulador, cuando quiere hacer desaparecer a otro, cree que basta con enterrarlo en su negación.
En ese punto en el que el simulador no puede salvarse con rodeos, con chácharas o con énfasis, opta por ignorar lo que se le nombra, seguro de que expresando su ignorancia anula la importancia del hecho o la persona nombrados.
Hablaba uno con gran entusiasmo, hace unos días, de Franz Kafka – de todo Franz Kafka, el autentico existencialista inclasificable -, y cierto monumento parlante al cretinismo que desfiguraba la reunión, alzando con desprecio los hombros y poniendo cara de estar afeitándose el bigote, maulló:
– ¿Y quién es Franz Kafka?
Con el mismo tono que habría empleado uno para preguntarle:
– Y vos, ¿quién sos?.*
Por Wimpi