Por ello el Hernández de las patriadas federales, de los fogones, las derrotas y los exilios, de las rebeldías, nunca apagadas, permanece de pie en la memoria popular. Era la fama que pretendía y la única que le importaba.
José Hernández, el “Martin Fierro y la Conciencia Nacional”
El 21 de octubre de 1886 se apagó la apasionado existencia de José Hernández. La Argentina liberal no le dedico grandes honores, apenas los que solían tributar a un hombre de su posición. Y no le faltaban razones a su desinterés, porque ella y el vehemente Hernández nunca se habían llevado bien. No siquiera cuando don José, cansado de guerras y exilios, se decidió a volver y trató de amoldarse al país que organizaba la elite del 80.
Sin embargo, Hernández se había asegurado un lugar preeminente y definitivo en la memoria de los argentinos con su Martin Fierro. Aunque la critica culta lo ignorara y hasta lo subestimara, el pueblo lo leía con su avidez y las ediciones autorizadas clandestinas se multiplicaban y circulaban por los almacenes de campaña, entre un publico por lo general iletrado.
Hernández, que advirtió el menosprecio de sus contemporáneos y su notoria resistencia a ver en el Martin Fierro un alegato político y social, debió pensar que los cánones históricos y literarios entronizados por la aristocracia portuaria acabarían por sepultar en el olvido su modesta obra. Pero no fue así. Hernández había escrito un libro político, producto de la militancia y no del ocio, cuyo dramatismo no se encontraba en las pericias que vivía su héroe, sino en la circunstancia de que su historia era la de una clase social en vías de ser aniquilada, en vías de convertirse a sangre y fuego en proletariado rural. Su libro, más allá de sus valores estéticos, era un esplendido testimonio que incitaba a la identificación colectiva y sobreviviría a la política de la cultura instrumentada por la oligarquía, porque llevaba en cada uno de sus versos el fermento de las ideas y los sentimientos nacionales.
La elite tampoco debió creer en la perdurabilidad de la obra hernandiana. La había juzgado como un producto inferior, destinado a convertirse en una pieza arqueológica, desempolvada de vez en cuando por algún paisano semi-analfabeto, y le habían vedado el acceso a los círculos cultos. Nada ni nadie parecía estar en condiciones de salvarlos del irremediable olvido.
No siquiera la crítica favorable que le dedicara don Miguel de Unamuno en 1894 consiguió modificar la opinión dominante.
Pero los caminos de la historia son infinitos y en los primeros años del siglo XX se produjo un atisbo de reacción nacional. Primero fue Ernesto Quesada, luego Lugones y finalmente Rojas, el Rojas que todavía conservaba parte de los bríos de La Restauración Nacionalista, quienes marcaron el rumbo de la recuperación del Martin Fierro y de su autor. Ya nadie podría seriamente equiparar a Hernández con Ascasubi o Estanislao del Campo. Su obra era diferente.
La rebeldía individual de Martin Fierro tenía un sentido militante en tanto cuestionaba la organización política del país. Y el verdadero protagonista del poema no era un gaucho alzado, sino el pueblo. Este fenómeno lo percibió claramente Rojas en el capitulo que le dedicó en su Historia de la literatura argentina: “Su protagonista es el pueblo, y por eso mismo es la epopeya de una democracia”.
Ante este saludable progreso de la conciencia nacional, la cultura oficial retomó la ofensiva contra Hernández y su criatura. A ambos se les aplicó el falso y férreo esquema sarmientino de “civilización” y “barbarie”. A esta tarea se consagraron críticos y estudiosos de toda laya, algunos de indiscutible prestigio en los ámbitos de la cultura dominante. Una vez más se trató de desacreditar a Hernández por su posición en favor de las clases populares. Y como se hiciera en vida de él, se lo subestimó y rebajó intelectualmente. El primero de los que se entregaron a este menester fue el desapacible y soberbio Groussac. Tras el vendrían, entre otros menos mentados, Ezequiel Borges, Don Ezequiel, en su intrincado y casi inabordable Muerte y Transfiguración de Martin Fierro, escribió escandalizado: “Hernández no solamente es un hombre formado por sí mismo sino un hombre que no tuvo ningún interés por los problemas de la cultura. Se desconoce que poseyera en su biblioteca un importante libro siquiera. Y después de comparar a Hernández con William Henry Hudson, a quien consideraba el mejor escritor argentino sin importarle demasiado que escribiera en inglés, remata “La palabra ‘ignorante’ (que nos pertenece, según el anagrama argentino que Sarmiento descubrió) es la que corresponde aplicar a este hombre de genio”. ¡Vaya con don Ezequiel!
Pablo Benedini – 2010
Borges, por su parte, con esa extraordinaria capacidad para menospreciar todo aquello que exprese ideas y sentimientos populares, escribe: “Agréguese que el autor era federal (federalote o mazoquero se dijo entonces); vale decir, que pertenecía a un partido que todos juzgaban moral e intelectualmente inferior. En el Buenos Aires de entonces, todo el mundo se conocía y la verdad es que José Hernández no impresionó mucho a sus contemporáneos”.
Años mas tarde insistiría, para que nadie tuviera dudas acerca de sus intenciones: “Hernández fue partidario de Rosas y de López Jodan. Y no es inverosímil conjeturar que hubiera apotado a la otra dictadura”. Más claro imposible.
No conforme con esto, echó a rodar la peregrina teoría de que Hernández habría imitado o copiado al oriental Antonio Lussich, autor de Los tres gauchos orientales, aparecido en 1872 pocos meses antes que El gaucho Martin Fierro. La tesis borgiana dura hasta que los críticos uruguayos le señalaron que la edición consultada por Borges del libro de Lussich no era la primera y había sido corregida por su autor. Con lo cual se demostraba que la cuestión era exactamente al revés: Hernández había influenciado a Lussich.
Una vez más el liberalismo acertaba en la elección de sus adversarios, con lo que confirmaba su absoluta falta de inocencia en materia cultural. Hernández, un tenaz opositor al partido de la “patria chica”, un militante nacional de pies a cabeza, había escrito de una vez para siempre las rebeldías que nutrieron al movimiento nacional de todos los tiempos. Y tanto el como su libro eran la cabal expresión de quienes peleaban por construir una nación justa, libre y soberana. No podían atravesar indemnes el Jordán de la cultura oficial. Si no era posible silenciarlos, desterrarlos de la memoria colectiva, había que desfigurarlos, neutralizarlos, cristalizarlos en el pasado. Y a este proceso concurrieron la miopía de unos y la mala conciencia de otros.
Pero fracasaron. Hernández y su criatura emergieron triunfantes, vigorosos como nunca. Porque aquella historia del mil ochocientos setenta y tantos aun no ha concluido. Sus descendientes fueron protagonistas de los cambios sociales, políticos y económicos ocurridos a mediados de este siglo, soportaron nuevas persecuciones, malos tratos y padecimientos de toda especie. Pero no perdieron la fe ni las ganas de construir una patria grande, justa, libre y soberana. Ellos saben- como lo supieron Hernández y Fierro en su tiempo- que todas las formulas en que se ha pretendido condensar la vida del país: “orden o caos”, “democracia y autoritarismo”, “modernidad o pasado”, no son más que falsas disyuntivas, remozadas expresiones de la antigua antinomia “civilización y barbarie”. Y saben también que, en definitiva, su función primordial es enmascarar la única opción validad para un país periférico y dependiente: liberación o dependencia.
Pablo Benedini -2010
Hernández, Fierro y todos los y anduvieron junto a ellos pelearon por hacer de esta tierra una nación para todos, sin minorías privilegiadas. Y hoy, a un siglo de la muerte de Hernández, el drama argentino y las aspiraciones de su pueblo siguen siendo las mismas de ayer, aunque hayan cambiado las épocas, los estilos y los personajes. Por ello el Hernández de las patriadas federales, de los fogones, las derrotas y los exilios, de las rebeldías, nunca apagadas, permanece de pie en la memoria popular. Era la fama que pretendía y la única que le importaba:
Y si la vida me falta,
Tenganló todos por cierto,
Que el gaucho, hasta en el desierto
Sentirá en tal ocasión—
Tristeza en el corazón
Al saber que yo estoy muerto.
Pues son mis dichas desdichas
Las de todos mis hermanos—
Ellos guardarán ufanos
En su corazón mi historia—
Me tendrán en su memoria
Para siempre mis paisanos.
Así lo canto y así fue, es y será. El pueblo no olvida a los suyos. Pero ésta no es una cuestión de saber, sino de sabiduría. La conciencia nacional es una materia que no suele enseñarse en las universidades ni tenerse en cuenta en las academias. Se aprende como la aprendió Hernández y expreso Martin Fierro.
Por Carlos Paz – Crear en la Cultura Nacional – Noviembre 1986
Carlos Paz. Licenciado en Sociología (UBA). Historiador. Autor de “Eva Perón” (1974), “Hernández y Fierro contra la oligarquía” (1976, edición corregida y aumentada 1986). Director del Centro de Estudios Hernández Arreghi, Colaborador del Sindicato de Farmacia. Asesor del Bloque de Diputados Justicialistas.