Reforzar la memoria para evitar “ser saqueados por el olvido” (1), propuso alguna vez la eximia folklorista argentina Suma Paz. Sin dudas es así en nuestro país y en cualquier otra latitud. Porque la memoria colectiva no es sólo un inventario de hechos, sino y fundamentalmente, la voz interior de la identidad nacional. Sin memoria activa no hay identidad; y un pueblo que carece de ese atributo igual que los individuos, anda a los tumbos por la Historia siendo presa fácil de los intereses ajenos. Entonces el horizonte es oscuro y limitado si no resurgen de los fondos de su cultura, la memoria y los valores que fueron su razón de ser a la hora de la Independencia Nacional; cuando como pueblo soberano debió elegir entre una construcción que asumiera y sintetizara todas las experiencias en aras de su autorepresentación, o el camino negador de una parte su cultura e Historia, como efectivamente le sucedió a la Argentina.
Pese a ser una verdad de Perogrullo, no es ocioso reiterar que toda construcción cultural es cotidiana y popular, ya que aunque se trate de pautas generadas por las élites, al trascender y ser aceptadas total o parcialmente por el colectivo social, se suelen transformar en cultura de masas y se incorporan al acervo del pueblo; dejan de pertenecer a sus creadores y se los apropia la comunidad, devienen en Historia Social.
“El sociólogo que no sabe, ni maneja la Historia, no lo es en su verdadera dimensión y no pasa de ser un buen fotógrafo ilusionista vendedor de humo y el historiador que no es sociólogo, no puede ser más que un meritorio memorista de sarcófagos más o menos honorable” (2); afirma el sociólogo Jorge Sulé. Es decir, Historia sin sociedad o sociologismo sin Historia, sólo suman a la confusión general; la Identidad queda disecada en análisis cientificistas parciales y el Ser Social, diluído.
Salvo las interpretaciones sectarias y parciales, a ésta altura del siglo XXI ya es reconocido por los investigadores que un hábitat determinado es un continuum cultural; sucesivas tradiciones, idiomas y otras manifestaciones identitarias, se suceden como capas que van sedimentando un sustrato común. Así fue con las culturas precolombinas, con las conquistas hispano – franco – sajona en toda nuestra América, con la araucanización de la pampa argentina a partir del siglo XVIII, con la penetración franco británica cultural y económica a partir del siglo XIX en Iberoamérica y con la inmigración por oleadas proveniente en su mayor parte de Europa meridional a finales del siglo XIX. A partir de la Segunda Guerra Mundial, la hegemonía fue estadounidense y desde el fin de la Guerra Fría en la década de 1990, la globalización impuso una cultura de masas que tiende a uniformar a toda la humanidad, hasta en detalles domésticos que uno inocentemente cree, que son coyunturales. Las culturas hegemónicas en la era de la comunicación más sofisticada, se encuentran en clara ventaja sobre las identidades nacionales, en esta carrera alocada por la imposición de una cultura planetaria que no tolera resistencias.
Pero sin ahondar en nuestros cimientos donde confluyen aportes aborígenes e hispano – criollos en la primera etapa de la nacionalidad, es notorio el impacto inmigratorio a partir de 1870, cuando a medida que se afianzaba un modelo centralista económico agro – ganadero exportador “abierto al mundo” y se sometía por la fuerza las últimas resistencias de los pueblos originarios y las provincias federales, la masa europea formada mayormente por trabajadores de baja calificación laboral de los países meridionales, comenzaron a aportar su nutrida y variada cultura que fortalecería nuestra Identidad con una fuerza impensada.
Un dato ilustra claramente dicho impacto: el Censo Nacional de 1914 arroja en la Ciudad de Buenos Aires la presencia de 1.576.597 habitantes; de ellos, 964.961 son extranjeros y 611.636 los nativos. El criollo ve este desembarco extraño como invasivo. La oligarquía terrateniente que primero aniquiló al aborigen y luego al gaucho, le atribuye al “gringo” enfermedades, vicios, mezquindad y lo que más le inquieta: ideas subversivas. Entonces revaloriza a un gaucho ideal, literario y descubre a Martín Fierro, como más adelante exaltará a Don Segundo Sombra, la novela de Ricardo Gûiraldes que cierra brillantemente el ciclo gauchesco. A su vez, el criollo pobre ve al gringo como un competidor en la búsqueda de trabajo y en los alquileres, porque la demanda de los recién llegados supera ampliamente la oferta; para el criollo, el inmigrante se va apropiando de sus espacios y hasta forma familia, cruzándose con criollas y viceversa; el argentino se “mete” en la familia gringa. Recordemos que en la jerga argentina, “gringo” fue primero el sajón y luego el italiano, también apodado “tano”; “turcos” fueron todos los provenientes del Imperio Otomano y sus dominios árabes; “rusos” los judíos de cualquier nacionalidad y por supuesto los rusos y demás europeos orientales; y así sucesivamente. Nuestro pueblo criollo reelaboró los gentilicios adaptándolos a nuestra comprensión. Y así de esa amalgama increíble y en apenas una generación, surge la primera gran mutación que dará una identidad más o menos definitiva, si puede aplicarse el término a un fenómeno tan dinámico.
De la fusión de aborígenes, afrodescendientes, criollos e inmigrantes, toma cuerpo una cultura de masas que en un país de gran diversidad geográfica y humana, debía ser necesariamente distinta pero con un rasgo común: la argentinidad. Una numerosa variedad de expresiones folklóricas representa a todas las regiones del país. La ciudad de Buenos Aires encuentra en el tango su sello identitario. Y como blasón porteño se presentará ante el mundo, sacándole viruta al piso a los salones más prestigiosos de la sociedad europea.
En política también la identidad nacional se siente referenciada, en las manifestaciones más importantes después de las guerras civiles que enfrentaron a unitarios y federales por el modelo de país. Diversas expresiones liberal – conservadoras representaban la política nacional hasta que en 1890 surge la Unión Cívica Radical (UCR). El radicalismo encarna las demandas de las nuevas capas medias y rurales, contra el fraude y por la democracia y también, enarbola antiguas banderas federales. El anarquismo, prestigioso en los sectores populares urbanos en primer lugar, tuvo su momento de auge acaudillando a sindicatos que lucharon duramente contra el estado de indefensión de los trabajadores, como también lo hicieron el socialismo y el comunismo. Luego surgió el peronismo, retomando propuestas yrigoyenistas como el antiimperialismo y llevando muy adelante la Justicia Social y el protagonismo de trabajadores y mujeres. El peronismo gobernante realizó profundas transformaciones sociales y culturales, reivindicando nuestras mejores tradiciones y revisando la Historia oficial establecida. A partir de la década de 1960 la identidad política argentina se vio sacudida por un vértigo de apariciones de sellos que con más o menos suerte, debutaron en el escenario argentino. Y todas de una u otra manera, se identificaron con el devenir argentino en distintas etapas. Las formaciones políticas más perdurables y de mayor representatividad, superaron hace mucho la mera representación política, para convertirse en formas de ser argentinos. De la misma manera que el tango dejó de ser sólo una música, para arraigar en múltiples expresiones culturales. También el fútbol, que superó hace mucho lo simplemente deportivo y en el mundo, la camiseta celeste y blanca es el símbolo indiscutible de la identidad nacional argentina.
En el siglo XXI el tango convive con el rap, la cumbia, el siempre renovado rock y el folklore.
Seguramente otras expresiones musicales irán ocupando la escena. También el avance de derechos civiles largamente postergados, plantea nuevos desafíos a la cultura de masas, que aún conserva nichos de prejuicios que deberá desandar en aras del avance histórico de los derechos humanos. La tecnología con eje en el uso individual de las aplicaciones, plantea otros interrogantes. Como hasta dónde afectará la construcción colectiva y muchas veces invisible, de esa trama que son los valores inmanentes a la identidad de cualquier pueblo. Los que tienen raíces en la tierra desde hace muchas generaciones, los que “bajaron de los barcos”, los que permanentemente llegan y también los que se fueron pero dejaron lo suyo, los que murieron de viejos o los que siendo pibes cayeron luchando en Las Malvinas; todos y todas son parte del quehacer nacional y la identidad colectiva.
Los más de 45 millones de habitantes de nuestra Patria, somos receptores y generadores de esa gran fragua inextinguible que es la Identidad Nacional.
1) Cultura de la Pcia. de Buenos Aires – Buenos Aires – 27-09-1995
2) Sulé Jorge Oscar – Materiales Históricos para una Sociología Nacional – EUDEBA – CEA – Buenos Aires – 1979