La memoria de las cosas tiene música, me dijo Denis, aquel día jueves mientras mirábamos los signos del atardecer. Recuerdo aquella tarde por la catarata de silencios que disfrutamos a la vera del río Sena, clima conjugado por nuestras almas sólo interrumpidas por el canto variado del estornino pinto. Denis me habló del talento de esas singulares aves capaces de imitar los sonidos del entorno, también me relató que William Shakespeare los mencionaba, a menudo, en poemas y obras de teatro. Yo había oído que esos bicharracos son capaces de ocasionar accidentes aéreos, que parecían malos y eran magros, que sus plumas no eran vistosas, pero nada dije. Estábamos en un instante romántico, alejados de la realidad, cercanos a las aguas de nuestros sueños. No hubiese sido justo quebrar la belleza con comentarios tan crudos.
Me hallaba a miles de kilómetros de los amores dejados en Buenos Aires, disimulando el dolor del exilio con cara de As de Copas, simulando (con dudoso disimulo) que era una turista más, una mujer entre tantas otras, sin embargo, al retornar a la mugrosa pensión donde vivía no me esperaría mi madre con un tazón de sopa caliente, tampoco estarían mis hermanos con el periódico para aprender a leer entre líneas. Nada de eso sucedería, pero él lo ignoraba.
En ese tiempo de oscura soledad, yo pensaba que nadie en este mundo se serviría del silencio para jugar con las volutas de humo del cigarrillo enredándose en mi cabello, o que hay excepcionales que ven embarazo de las luciérnagas en las noches en que las miradas entre dos almas se encienden.
Denis era de esa clase de hombre, por esa razón fue mi par, en definitiva, mi salvación. Nos habíamos conocido al cruzarnos en el pasillo del tren que une Marsella con París. Marseille como solía decir él, a media voz.
Fue mi manía de contar los asientos como si fuesen casilleros de vida o muerte, lo que causó que fuese a parar a su lado. Pares es vida, impares muerte. Él estaba sentado en el asiento número 13, despatarrado, con la mirada ausente y apoyando su cara angulosa contra la ventanilla. La muerte le rondaba, y yo, apegada a mis prejuicios, no quise que muriese. No sería ese el día de su muerte. Me detuve en el pasillo, a un metro de su asiento, con la torpeza pegada a mi pequeña valija. No sé bien cuál fue el giro que realicé, o si mi pie izquierdo no quiso responderle a mi mente, pero terminé sentada sobre sus rodillas. Me miró y nació un gesto en sus labios un tanto divertido. Yo no podía decirle que iba a salvarle la vida. Le sonreí perturbada, me senté en el asiento contiguo y coloqué sobre mi falda la valija. De ella colgaba una tarjeta con mi nombre. La tapé con las manos, cruzándolas sobre el cartón rectangular para que lo adivinara o me preguntase cómo me llamaba. Fue en vano.
El hombre sacó de su valija un libro. Con el impulso se deslizó un cuaderno que en su tapa decía Rayuela, lo hojeó. Alcancé a ver el dibujo del juego de rayuela y la palabra “maga” escrita con mayúscula. Lo guardó y luego abrió el libro donde indicaba un bonito señalador, se concentró en la lectura.
Las manos huesudas pasaban las páginas, y yo, aferrada a su vida, conté hasta veintidós. Veintidós páginas eran suficientes para hacer una pausa. ¿O es que los hombres no sueñan? No se puede soñar y a la vez concentrarse en la lectura. “Cada actividad es descanso de otras” decía José Ingenieros —me diría él un tiempo después.
Ese día, yo oficié de descanso de lectura al romper el hielo con una pregunta cuasi macabra. Le pregunté si alguna vez había sido pasajero de un tren que hubiese sufrido un descarrilamiento. ¿A quién se le podría ocurrir hablar de la muerte en un viaje tan vivo? A mí, claro. Suelo ser un claroscuro que respira. Recuerdo su cara de sorpresa y la respuesta “La muerte se paga, viviendo, como dijo el maestro Ungaretti”.
Yo estaba ávida de vida, pero la muerte me cortejaba. Estaba ahí, en París. A kilómetros oscuridad de mi propia luz. Así se siente cuando el alma se quiebra a diario. Cuando la soledad es el único resguardo en donde masticar el desamparo. Nada de eso le dije. En esa oportunidad no hablé de mi muerte. En esa oportunidad yo lo estaba salvando, y él no lo sabía. Lo salvé por eso de que a pares se vive y a impares se muere. Sólo por eso.
El viaje se tornó interesante. Hablamos de música, coincidimos en que nada era más sublime que escuchar los preludios de Bach. Le relaté con emoción que el Preludio nº 1 me transportaba hacia mundos puros donde el cielo es celeste, allí donde los bichos malos o los cuervos no existen. Me miró sorprendido, me preguntó si había leído a Poe, negué varias veces con mi cabeza para luego recitarle unos versos que había memorizado hace mucho. Estaban escritos sobre un cartel, en la puerta de entrada de la pensión. Si mal no recuerdo decían “Y mi alma, de la sombra que yace flotando/en el suelo no se levantará/ ¡Nunca más!”
Después de recitarlos, creí haber visto una lágrima caer al piso. No pude precisar si fue una lágrima mía o una de él. No reviste mayor importancia. Las lágrimas tienen la característica de ser humanas, también, universales. Entre el dolor atragantado y el silencio mal parido, hablamos de llorar.
Es un derecho el llanto, me dijo Denis, aunque a veces el corazón decide no llorar y se empobrece de silencio. Los que están lejos del terruño y no lloran son pobres, los que pierden los sueños y no lloran, también.
La lágrima demorada, cayó en mi mejilla izquierda, a esa, otras más le sucedieron. Denis con la vista nublada sacó un pañuelo de seda del bolsillo del pantalón para secar mi llanto. Fue un instante mágico. No hay pañuelos que sequen los recuerdos, pero hay pañuelos que alivian.
Creo que esto de ser sensible, torpe y acaso intuitiva, le ocasionó un cierto interés. A punto de llegar a destino me regaló su pañuelo de seda, dejando sus lágrimas de tinta como huellas en la tela. Me sentí reconfortada, yo sólo era una mujer en el exilio, y él, mi querido Denis, un hombre de tierra eterna, acompañándome en el exilio con sus letras.
Julio Denis: seudónimo que utilizó Julio Cortázar.
Cuento del libro de Ana Caliyuri
El infinito en una lágrima”-Tahiel- 2015