Ella habla de cosas que sé y otras que no… y… no me interesan en absoluto… de a ratos tenemos ganas de besarnos y sus labios se acercan a los míos y su bola de piercing brilla al son de esa única luz tenue del habitáculo que nos condensa…
Beso Siglo XXI
El beso. Siempre me pregunto eso de dos personas que se ven, se dicen cosas y, finalmente, tocan esa rugosidad labial y una especie de vapor, traspasa en ambos lados. Ese exterior presagioso del interior lingüístico -primero- y luego esa pegajosa transpiración que intercambia todo tipo sudoraciones y exhalaciones que se mezclan en el mejor de los placeres.
Las mentes que elucubran después del placer, luego de ese orgasmo que todo lo promete y quiere, y en esa cúspide del todo, los tejidos que se fusionan y dan pie a las verosímiles e inverosímiles posibilidades del Ser humano o humanoide, llevadero de calenturas y oportunidades inmediatas.
Ella tenía un piercing en su lengua, y como tenía una sola lengua, en cada beso que nos dábamos, ese metal con una bolita cromada, acariciaba la epidermis de mi lengua y trastocaba mi gusto de alcohol con ese indescifrable sabor metalero que no era ningún punto de contacto con ese habitáculo normal, atendible al histórico almanaque registrado de sabores acostumbrados y gustosos de antaño.
Cerveza y papas fritas en ese barcito lúgubre y paradójicamente alegre del barrio de Palermo y en esas mesas de adobe maderero el mozo que se desvivía en su atención trabajadora de sábado nocturno.
Ella habla de cosas que sé y otras que no… y… no me interesan en absoluto… de a ratos tenemos ganas de besarnos y sus labios se acercan a los míos y su bola de piercing brilla al son de esa única luz tenue del habitáculo que nos condensa… Se hacen como las… 2,40 de la mañana y… las sonrisas y las actitudes de los dos confluyen en ganas de fusionarnos en cualquier colchón que se precie resortes amortiguadores del movimiento de nuestras pelvis.
Ella dice de un lugar cerca de la estación de trenes porque siente cierta incomodidad de mi propuesto lugar, es como un lugar empatado entre ambos donde ninguna zona de influencia alberga imanes de cada una de nuestras personalidades individuales: “cancha neutral”.
Perfumado y oscuro lugar en esa avenida Avellaneda del barrio florido y en esa puerta que dibuja el número 32, ella, al cerrar la misma confabulado con mi ser, se desviste como si nada, como disimulando su calentura mientras la penumbra oculta su desfachatez y –al mismo tiempo- sus gestos arrugados de desesperación ansiosa. Yo no soy nada menos y mi goteo es una canilla que ya no posee ninguna clase cueritos ambiciosos de sequedad.
Ella desnuda en la cama ocultando algún pliegue producto de su olvido en años y en el medio de su sexo, otro piercing cromado que trata de desinhibir mi sudoroso ejemplar masculino al borde de un ataque de… ganas evidentes de decires y alcoholes acumulados de sábados nocturnos.
Gomitas, gemidos, sensaciones, palabras y labios constantes de ganas que sólo languidecen cuando ese testaferro teléfono suena para atestiguar “la hora señalada”.
Linda noche de sábado sobre las calles de la ciudad con pocos autos invasores de nuestras ganas; agradable nocturno sobre los también agradables vientos sobre las dos ruedas que refrescan nuestras ganas de seguir con rumbo incierto. Ella, la moto y yo, un simple eslabón patinando esfínteres de alquitrán nocturno mientras los cascos impiden de manera esporádica sentir en mi piel lingüística ese piercing que resbala raudamente sobre la selva de mi lengua, como un nuevo capítulo inédito pero que miles de kilómetros ha recorrido en esta gran ruta de la vida.
Por Pablo Diringuer