El ingenio puesto al servicio del delito es una fuente inagotable de historias y también llamados de atención. Buenos Aires es pródiga en relatos sobre víctimas y victimarios que generaron gruesos anecdotarios, hasta canciones y prontuarios policiales. Uno de los recursos de estafa más espectaculares fue la venta de buzones. Si bien no se realizaba con frecuencia, existió. La modalidad es prima – hermana de la venta de tranvías, el billete de lotería “premiado”, el “toco mocho” y otros inventos para abusar de la buena fe del prójimo.
En lugares céntricos o muy transitados, los buzones recibían gran cantidad de piezas.
Entonces, ¿cómo no se iban a fijar en ellos los delincuentes? El origen de la estafa por su carácter anónimo, se pierde en el tiempo. El uso de los buzones se extendió hasta el comienzo de su decadencia a mediados de la década de 1990, pero si bien el timo del buzón habría comenzado hacia fines de los años ‘20, alcanzó su apogeo en el último flujo inmigratorio del Interior argentino, a partir de 1930. La razón es que en el imaginario de la “viveza” porteña, se instaló la idea de que muchos provincianos eran chacareros pudientes, que llegaban con mucho dinero y que además eran medios zonzos; “pajueranos”, les decían, por la imitación burlona de la frase “ir pa’juera”.
Una descripción contundente pero caricaturesca, la hace el poeta lunfardo Carlos de La Púa en su Línea 9: “Era un boncha boleao, un chacarero / que se pilló aquel nueve en el Retiro”; probable que el inmigrante estuviera desorientado, si venía por primera vez. Luego el poema comenta las alhajas del viajero: “Eran pulenta el bobo y la marroca / Y la empiedrada fule, berretín” (bobo: reloj – marroca: pulsera de oro – empiedrada: anillo con piedra). Y remata la imagen: “Un gil a la acuarela, más a tiro”; la víctima servida para el robo, en esa ocasión una “pungada” en el tranvía.
La imagen del gaucho confiado y lleno de plata, llevó a que los estafadores rondaran las grandes terminales ferroviarias, a la pesca de un candidato. El mecanismo de la defraudación era brutalmente sencillo: el cabecilla se instalaba frente a un buzón, o captaba cerca de ahí a la víctima e iniciaba la conversación, llevándolo hasta el buzón previamente elegido. Entonces varios cómplices a intervalos, echaban cartas en el buzón previo pago al “dueño”. El incauto observaba el negocio. Cuando estaba “a punto”, el estafador le ofrecía venderle la explotación por una suma que a veces era muy importante, según crónicas policiales y la memoria popular. La justificación para desprenderse de tan buen ingreso, consistía en que el “dueño” tenía que viajar de urgencia o algún otro imponderable creíble. Consumada la operación, el vendedor desaparecía y cuando el flamante propietario pretendía cobrar el servicio, estallaba el conflicto con los usuarios del buzón y terminaban todos en la comisaría. El estafado además de perder su capital, debía soportar las burlas de los policías y de cualquiera que se enterara de su desgracia.
El vocabulario porteño incorporó una frase lapidaria: “te vendieron un buzón”, cuando alguien es sorprendido en su buena fe. Pero no siempre hay dinero de por medio. Se pueden “vender” otras ilusiones que abarcan desde proyectos políticos hasta creencias religiosas. La venta de buzones debe contar con la condición necesaria de que exista credulidad de una parte y mala fe y astucia, de la otra.
La venta de buzones es prima hermana de la oferta de tranvías. El mecanismo y el argumento es similar al del artefacto del correo y las víctimas son perfiles parecidos. Pese a no tratarse de operaciones muy frecuentes por aquello de “no avivar giles”, está probado que existieron estas estafas. Si recordamos que hasta no hace muchos años, cuando en el transporte automotor privado era posible comprar parte (componente) o la totalidad del colectivo en una línea (el piso) y convertirse en propietario, que alguien que desconociera la realidad porteña y no supiera que los tranvías eran propiedad de grandes compañías, era creíble que cayera en la trampa. La precariedad del trámite, el estafador la reemplaza con labia. La familia de cuentos del tío incluye también la historia del billete premiado; se trata de alguien que vende un billete “premiado” a cambio de una cifra mucho menor, porque tiene que viajar de urgencia para asistir a un familiar enfermo, entre otros argumentos.
A su vez, el “toco mocho” es muy utilizado en ventas clandestinas y de apuro, por ejemplo en la calle durante el auge de la venta de divisas. Consiste en comprar moneda extranjera u otro valor, pagando con un fajo de billetes que esconden papeles falsos y hasta recortes de diarios. Los estafados suelen abstenerse de hacer denuncias porque son conscientes de la ilegalidad de la operación. Ya en el siglo XXI y pandemia mediante, otra modalidad muy dolorosa por la condición de las víctimas, son las estafas a ancianos invocando a un banco o algún organismo estatal, cuando no a un familiar. Con ese “buzón” patético acceden a la persona y le cambian sus ahorros por dinero falso, o directamente se alzan con el botín.
Llámese buzón, tranvía, el obelisco, toco mocho o cualquier otra modalidad, siempre hay víctimas y victimarios.
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