Históricamente, el concepto de masas está mucho más vinculado a la cultura urbana que a la rural; obviamente, por el nivel de concentración de pobladores. Pero a pesar del cambio de paradigmas impulsado por la Revolución Francesa de 1879, en que el humanismo puesto en escena por el Renacimiento alcanza entidad política estableciendo la división de poderes y la igualdad ante la ley, las sociedades occidentales continuaron compartimentadas en rigurosas divisiones de clases.
A los viejos prejuicios que se remontan al surgimiento de la propiedad privada que determinan casi el origen divino de las clases dominantes, en el siglo XIX se agregan los valores del naciente capitalismo. Éste, a partir del reemplazo del trabajo artesanal por la gran producción, genera una revolución en términos productivos y culturales; la gran producción industrial necesita clientes, consumidores, para colocar los excedentes que sus mercados internos no pueden absorber. Al capitalismo en desarrollo, sus ideólogos lo asocian a la “civilización”, al “progreso”; conceptos de los que algunos renombrados próceres argentinos se enamoraron y los impusieron en nuestro país a sangre y fuego. La falsa antinomia sarmientina “civilización o barbarie” , es el mejor ejemplo.
La ley que en la década de 1880 establece la enseñanza, laica, gratuita y obligatoria a nivel primario, apunta no sólo a generar recursos humanos alfabetizados aptos para los nacientes desafíos laborales, también tiene que ver con la necesidad de la dirigencia del país, de contar con una población más homogénea desde el punto de vista cultural. Ésta necesidad apunta a la integración de la fuerte inmigración europea, pero también a diluir la vieja cultura criolla anterior a la llamada Organización Nacional; opuesta a la europeización a ultranza y además, fuertemente politizada, como lo demuestra el accionar de las montoneras hasta entrada la década de 1870, conducidas por los caudillos que levantaban banderas federales y de integración latinoamericana.
Pero la república aristocrática sustentada en el modelo liberal agroexportador, tuvo el inconveniente – para su proyecto – que la Argentina no se llenó de europeos nórdicos y educados, sino de meridionales que por lo general venían de las regiones más pobres y atrasadas de una Europa que no podía controlar los efectos sociales de su desarrollo industrial caótico y descontrolado, basado en la superexplotación de la mano de obra y la obtención de materias primas baratas o gratuitas en las colonias.
Vinieron los más necesitados y los perseguidos políticos; muchos de los que estaban bien se quedaron en su tierra. La organización gremial, las protestas y las reivindicaciones sociales, toman cuerpo con esos inmigrantes que entonces pasan a ser demonizados por el poder. Se los trata de “chusma”, “maximalistas” y “apátridas.” Una vez eliminado el gaucho como sujeto histórico, el nuevo enemigo de las clases dirigentes es la masa inmigrante; pobre y para colmo en muchos casos, subversiva. Entonces idealizan a un gaucho que ya no existe y lo adornan con todas las virtudes que le negaron cuando era un actor social de carne y hueso.
Ya comenzado el siglo XX, la Argentina es un país profundamente escindido cultural y socialmente. Los mejores ejemplos son los palacios de la Avenida Alvear en contraposición a los miles de conventillos sin luz ni agua. O el festejo del Centenario con estado de sitio, millares de presos y represión. Pese al discurso oficial de progreso indefinido pregonado por “el granero del mundo”, en el que las masas debían cumplir su papel con subordinación y trabajo, en la ancha faja proletaria se incuban ideas de cambio social y formas de organización que irán consolidando otra cultura; los clubes, sociedades de fomento y bibliotecas serán en buena medida las herramientas. Pero la llegada de la radio y el cine, marcan el comienzo de la era de la comunicación masiva; de la cultura de masas. Si bien la prensa gráfica era muy leída, los medios audiovisuales permiten el acceso a otros contenidos de toda la sociedad; incluyendo los analfabetos que eran muchos. Es la era de la sociedad de masas; la Primera Guerra Mundial derriba el mito del progreso indefinido y paralelamente, las muchedumbres anónimas irrumpen en la Historia acompañando propuestas políticas radicalizadas; como el bolcheviquismo en Rusia, el fascismo en Italia y más tarde, el nacional socialismo en Alemania.
Comienzan las industrias culturales como La Meca del cine de Hollywood, cuyos estereotipos se extendieron por décadas; revistas como Selecciones del Reader’s Digest desparramaban mensualmente, millones de ejemplares por el mundo, fortaleciendo esa visión del mundo “occidental y cristiano” pleno de posibilidades y libertad. El nazismo llevó los recursos de la cultura de masas uniformada, hasta sus límites. Con un discurso único y un lenguaje ritual deslumbrante, nada escapaba al encuadre de la visión “aria” de la sociedad y la cultura. Ese modelo quedó sepultado por las ruinas de Berlín y los millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial. Paradójicamente, en la Argentina la expansión del consumo y la inclusión social de millones de personas en la década de 1940 permitieron una fuerte llegada de la industria cultural a esa población que estaba excluida; cine, muchas revistas y sobre todo la radio, marcaron la década anterior a la llegada de la televisión, uniformando gustos y tendencias como la moda; ejemplarizada en las caricaturas del dibujante Divito, cuyos personajes crearon una moda en la indumentaria.
La industria cultural define gustos e instala ideologías más allá de las coyunturas políticas, porque ese fenómeno de identificación colectiva es incorporado en forma inconsciente, porque el consumidor se siente tranquilizado a partir de la pertenencia a un sector y la aprobación que su actitud de tomar un objeto cultural determinado provoca en el resto de la colectividad; más allá de la satisfacción intrínseca que genera la posesión de ese objeto; así se trate de un libro, un disco, o un programa televisivo.
La cultura de masas es un hecho históricamente irreversible. Si con la televisión registró un avance superlativo, con la revolución cibernética registrada a partir de 1990 y las proyecciones insospechadas de las redes sociales que inundan de información segundo a segundo a los millones de internautas y sus núcleos de amigos y familiares, la cultura de masas en el siglo XXI se encuentra en plena transición hacia un horizonte insospechado en una asombrada sociedad líquida.