Los olores de Buenos Aires tienen que ver con los porteños y sus hábitos, y también con el tránsito, las comidas y los barrios. El paso del tiempo también es determinante en la configuración olfativa de la ciudad.
Ciudad Limpia – Todo es Historia – Junio 1994 – por Felicitas Luna
Buenos Aires Limpia
Alguna vez Buenos Aires fue limpia. Hubo tiempos en que también fue silenciosa, perfumada, acogedora. Cuando las veredas eran una extensión de las casas y cuando las calles servían para circular. La ciudad no era un paraíso, pero tampoco ese infierno de tensiones, humos, inmundicias, agresiones, ruidos, dramas, inundaciones y cráteres con los que se adornó luego.
Cuando Buenos Aires era limpia, se barrían las veredas, se lavaba el adoquinado de sus calles, se cuidaban sus árboles y se respetaba lo que en ella había. Se podían oír los campanarios y los pájaros, oler jazmines de los patios, trasladarse sin riesgos por sus calles, caminar sin baches ni desperdicios de perros por sus veredas. En esos tiempos, el agua y el cepillo lavaban su cara todos los días. Esta formación de uniformados barrenderos municipales armados de manguera y elementos de limpieza son una prueba que hubo días en los cuales la gente quería más a su ciudad, al prójimo que vivía en ella. Era un sencillo modo de respetarse a sí mismos.
Todo es Historia – Junio 1994 – Idea y Producción Felicitas Luna
Caras y Caretas – Septiembre 2013
Dime a qué Hueles…
Los olores de Buenos Aires tienen que ver con los porteños y sus hábitos, y también con el tránsito, las comidas y los barrios. El paso del tiempo también es determinante en la configuración olfativa de la ciudad.
A la mañana los colectivos están llenos. Son cajas metálicas llenas de pasajeros que se miran de reojo y se rozan. A la tarde ocurre lo mismo, hasta los sonidos se repiten: bocinazos, el timbre de un celular, una conversación casual. Pero algo diferencia a los colectivos de la mañana de los de la tarde. El olor. Cuando comienza el día, el colectivo huele a la desinfectante de piso y a champú. “El argentino es de salir recién bañado y con el pelo mojado hasta en invierno. Huele a fruta fresca, a manzana. Por la tarde lo distintivo en un colectivo es el olor a transpiración. Y el olor a chivo de un argentino huele a comino y a veces a apio. Comino por los guisos, las empanadas, porque es un condimento típico de nuestra cocina; y apio porque se usa como saborizante en calditos y mayonesas”, explica el químico Bernardo Conti, una de las “narices” más experimentadas de Latinoamérica. “Nariz” se le dice al perfumista, y Conti lo es desde hace dos décadas en Firmenich, una prestigiosa empresa suiza con filial en Don Torcuato. Crea fragancias para toda la región.
En la calle, los porteños prestan atención a lo que ven o escuchan. Pero pocos a los que huelen. ¿A qué huele Buenos Aires? La respuesta que probablemente usen muchos es lo más ambientalistas: huele a esmog. “No siento que sea una ciudad particularmente contaminada en términos olfativos. Buenos Aires es ventosa y ventilada, y además la humedad y la lluvia bajan la agresividad de ese humo negro carbonoso. Santiago de Chile, en cambio, es seco y por la combustión de los autos huele a pimienta. La Habana también es ventilada, pero como los cubanos tienen un método precario de refinación de la nafta, huele a azufre”, describe Conti.
Buenos Aires es un crisol de olores, es varias ciudades a la vez. Eso afirma Conti. Dice que los jardines de Palermo huelen a coníferas y que se debe a que los pájaros rompen miles de ramitas todos los días. Y recuerda que en el año 2000 una tormenta de viento y granizo volteó cientos de ramas y los jardines olieron a los Alpes suizos, a pino. La bajada de la autopista Illia hacia 9 de Julio huele a mariscos; podría ser un corredor gastronómico de España. La peatonal Florida despista: hay en suspenso miles de partículas de perfume de todo el mundo. Pero un olor se impone, el olor a canela. Conti dice que la pomada que usan los lustrabotas huele a canela. Y que lo traslada a Italia, un pueblo que ama ver brillar sus zapatos. “Vivo en Recoleta y puedo marcar dos olores que priman. Huele a caca de perro mezclado con perfumes finos”, describe.
Cambia Todo Cambia
Conti advierte que los barrios no huelen como hace cuatro décadas. En los 70 había tres obras por cuadra y al mediodía olía a asado y humo perfumado, ya que el fuego se hacía con maderas viejas de demolición. A la mañana, las casas olían a tostadas y café con leche, y no a yogur, cereales y galletitas. Y los cines, a madera encerada y tapizado de butaca. “Ahora huelen a pochoclo y limpiador de alfombra”, recuerda, y afirma que la percepción de los olores también tiene que ver con lo emotivo. Así como el sistema olfativo, explica Conti, advierte con nauseas sobre el olor sulfuroso, a huevo podrido, del Riachuelo, predispone al olor a choripán y pescado muerto que se funden en la costanera.
La economía también es un factor que sirve para definir a qué huele Buenos Aires. En los 90, con la convertibilidad, el acceso a los perfumes importados sofisticó a miles porteños, que dejaron de oler a colonias nacionales e incorporaron fragancias de Italia, Francia y Estados Unidos. En la previa del cine, la mayoría olía a fragancias acuosas. “El argentino buscó el perfume fresco, que trabaja la idea del olor a agua de mar, de lago de los Alpes, puro y helado. A eso olían todos”, apunta Conti. Esa falsa paridad del dólar y el peso se derrumbó, y los porteños volvieron a las colonias y a las imitaciones de aquellos aromas que los hicieron creer cosmopolitas. “Ahora ocurre algo interesante. Hay diseñadores locales que lanzaron perfumes que no tienen nada que envidiarle a la perfumería internación. Mientras que siguen entrando perfumes importados. Y en ese sentido, el argentino empezó a juguetear con fragancias orientales que huelen a vainilla, a madera, a chocolate; se inclina por olores robustos y quiere que se note que está perfumado”, analiza Conti, pero aclara que, tomando todo el país, el 60 por ciento de la venta de perfumes es puerta a puerta, por catálogos.
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Sentado en el Bar Británico, en San Telmo, Conti dice, y parece que bromeara, que huele a café, a grano molido. “No es una obviedad. En París se toma pastis con agua, coñac y cerveza. Por eso el salón de un café tiene olores múltiples. En San Pablo toman café con leche a la mañana, pero a la tarde optan por cerveza y algún bocado de bacalao o queso. Y en Colombia, el café lo endulzan con bloques de azúcar saborizados con canela o jugo de limón. El café porteño es el único que huele sólo a café”. Describe eso Conti y dice que en los últimos años notó que los argentinos perfuman cada vez más sus casas. Asegura que huelen a aceites, a desodorantes de ambiente, a sahumerios. Y razona: “Hay mucho estrés, por seguridad, por el tránsito, el trabajo, y la gente hace de su casa un refugio. Además, ya no existe el hábito de ventilar y abrir las ventanas”.
Para quien no tiene ejercitado el olfato, Conti tiene un superpoder: oler a distancia, separar esos olores e identificarlos. Y se ríe cuando se acuerda de que un colega chino le dijo que olía a carne muerta. A eso huelen los argentinos al llegar a Suiza, le aseguró en Ginebra. Conti se dio cuenta de que después de unos días en Suiza empezaba a oler a queso, muy típico en la dieta de ese país. La anécdota ilustra a Conti: “Ya sé a qué vuele Buenos Aires. La ciudad es un crisol de olores, pero los argentinos olemos bien. El argentino nunca deja de higienizarse, ni en las crisis económicas. En la calle siento la ducha diaria. La ropa se lava seguido y nunca repetimos prendas de un día para otro. La gente puede usar un jabón en polvo más barato, menos perfumado, pero lava la ropa. Olemos bien”. En cierto punto el trabajo de Conti tiene mucho que ver con lo que huele en los argentinos: “Los colectivos son una lata de sardinas. A la mañana huelen a champú, a manzana, a melón. Y a la tarde a transpiración. Pero jamás tuve que bajarme de un colectivo, como me pasó en otras ciudades. El argentino huele a jabón, champú, desodorante; huele a limpio”
Caras y Caretas – Septiembre 2013 – Por Javier Drovetto