Irse a los caños o estar en la vía, son en el habla popular de los argentinos, sinónimos de hallarse en la miseria económica.
Ambas frases fueron acuñadas durante la llamada Crisis del Treinta, cuando la depresión económica mundial afectó con particular dureza a nuestro país, cuya salud dependía exclusivamente de las exportaciones de carnes y granos. La Argentina de esos años tenía una deficiente estructura de servicios públicos. Faltaban caminos, cloacas, agua corriente y electricidad. Ni hablar de teléfonos y gas natural, que eran escasos.
Sólo aquello afectado al transporte de la riqueza exportable tenía un relativo desarrollado: ferrocarriles y puertos.
Renegociados los convenios comerciales con nuestro principal cliente, Inglaterra, el gobierno de Agustín Justo dedicó recursos a la construcción de rutas y otras obras públicas para paliar la desocupación y ampliar los escasos servicios. En esos años comienza a dibujarse el clásico paisaje de grandes caños apilados a la vera de rutas y caminos.
Paralelamente, una multitud de trabajadores golondrinas y desocupados vagaban en busca del jornal en las cercanías de esas obras a lo largo de las vías del tren.
Pronto esos caños se convirtieron en vivienda de aquellos que sólo tenían sus brazos como capital y un atadito con ropa que muchos llevaban colgado de un palo sobre el hombro: los italianos le llamaban la “linghiera”.
El paquetito y el hombre que lo transportaba fueron una sola cosa y la gente los empezó a llamar los linyeras.
Muchos de esos grandes caños eran producidos por la firma A. TORRANT. Quienes los habitaban pasaron a ser para el certero ojo popular, los “atorrantes”.
Sumaban tantos aquellos náufragos en tierra, que un ministro de apellido Crotto, suscribió con los ferrocarriles un acuerdo para que los mismos transportaran en trenes de carga y en forma gratuita, un cupo de desocupados de una región a otra. A esos pasajeros se los empezó a conocer como “los crotos”.
Muchos de aquellos crotos y linyeras, en algún momento hicieron del vagabundeo una forma de vida y una filosofía. Siguieron “estando en la vía” para siempre, “atorrando” en los generosos caños y “atorranteando” para conseguir el sustento diario. La vía pasó a ser una casa infinita con las estrellas por techo.
La figura fue tan popular que una canción inmortalizó esa vida con una aureola romántica, sustrayéndola de la sórdia miseria: “Linyera soy, lo que gano lo gasto o lo doy”.
Aquellos duros años, dejaron una marca tan profunda en la memoria colectiva que fueron capaces de engendrar una verdadera cultura de la crisis; vocabulario incluido.
No fue la última vez que nuestro país se fue a los caños.
Extraído del Libro Pintadas Puntuales – Roberto Bongiorno – Juan Pizzorno
“Dos hombres lo sacaron al frío.
La luz en la cara me despertó. Alguien me iluminaba con una linterna.
-¿Y esta basura qué hace aquí?Un Horizonte de Cemento – Bernardo Kordon – 1940 – (Fragmento)
La inesperada pregunta sonó en la noche y terminó de despabilarme. El “basura” era yo. Tenía la seguridad de ello, pero acostado como estaba no se me ocurrió contestar nada. Nunca conviene enojarse, ni responder a un insulto, cuando se está en el suelo. Entonces, apoyándome en los codos, medio incorporado, quedé mirando la noche por el agujero de mi caño – no veía a nadie -, poniendo cara de atención y gentileza, para no enfurecer con mi silencio al que había preguntado.
Otra voz sonó, áspera, voz de alguien que me odiase con todo el alma:
– Se acomodó bien en la piojera.
Juro que no era ninguna piojera. Un caño de cemento acondicionado para ser fletado, no es una piojera, no señor. No siempre se consiguen lechos así en las playas de carga de los ferrocarriles. Y yo me había acomodado en un caño corto y de regular ancho, y con su buena paja de nido. Estaba durmiendo como un pichón en su nido, y he aquí que vienen esos pájaros a alborotar mi sueño de viejo y a tratar de basura al que duerme y de piojera a su lecho. No hay derecho, no señor. Bien que en ese momento me incorporé, porque yo estaba en el suelo, los otros de pie, y ese tono de policía me tiene acostumbrado a obedecer. – Salí del “bulín” un momento… – decretó la segunda voz.”
Por Roberto Bongiorno – Angel Pizzorno