Balcarce ordena a los “vigilantes” de la policía que dispersen a los tumultuosos. Los vigilantes no le obedecen. Tal vez para que la multitud enardecida no entrar al Fuerte (Casa de Gobierno), una voz se deja oír reclamando calma: “¡A Barracas!”.
Revolución de los Restauradores
En diciembre de 1832 terminaba el primer mandato de Rosas. Como tenía proyectada una expedición al desierto, para arreglar los problemas de los indios, no acepto que lo reeligieran. Insiste la Sala de Representantes, pero Rosas, al parecer harto de la ciudad, quiere irse “a respirar los aires saludables del campo”. Después de un tercer rechazo, los representantes eligen gobernador al general Juan Ramón Balcarce, que era el ministro de guerra de Rosas.
Balcarce era un héroe de la Independencia. Se había llenado de méritos y de gloria en Salta y Tucumán. Había servido con lealtad a las órdenes de Belgrano, San Martin y Rosas. Pero era un general, y tenía la lógica de tantos generales que creen que basta dar órdenes para mandar.
Balcarce se rodeó de una junta de generales muy dignos, sin duda, que creían que el arte de gobernar es solamente dar órdenes. Como tenia gran confianza en sí mismos, se propusieron un proyecto de reorganización nacional, para establecer definitivamente la república democrática y representativa. Como no tenían la menor idea de lo que era “democratica” y “representativa”, le pidieron consejo a los doctores. Estos dijeron que lo primero, para el pueblo fuese democrático, era alejarlo de los caudillos populares como Rosas.
Bueno pues. A cambiar entonces la mentalidad del pueblo. Balcarce empezó por prohibir el grito “¡Viva Rosas!” cambiándolo por el difícil “¡Viva el gobernador Juan Ramón Balcarce!”. Tenía razón, porque el gobernador ahora era él. Pero la gente siguió vivando a Rosas. Como los negros eran todos rosistas, prohibió la formación de sociedades recreativas de morenos “solo propio para los blancos y no los africanos”; no permitió que los niños negros fueran a las escuelas públicas “vedado por la decencia de una nación civilizada”.
Pero la gente, blanca o negra seguía rosista.
Juan Ramón Balcarse
Campaña de Prensa para Ganarse al Pueblo
A los escribas unitarios que acompañaban a Balcarce, se les ocurrió “ilustrar” al pueblo con una gran campaña de prensa para denigrar al rosismo. Volcaron de nuestros contra las personalidades federales, llamado a doña Encarnación Ezcurra, la mujer de Rosas, una “borracha” y una “perdida”; metiéndose en la vida privada a los hogares federales. ¿Cómo fue posible llegar a ese extremo? Juan Cruz y Florencio Varela eran perfectos caballeros en la vida de relación, pero su prensa fue soez y chabacana. Como el pueblo lo llamaban la canalla escribían en canalla para ganárselo.
Los rosistas, dolidos, contestaron en el mismo tono. Buenos Aires se convirtió en un lupanar.
Para peor, en los primeros días de enero de 1933, se sabe que la corbeta inglesa “Clio” ha intimidado al comandante argentino de las Malvinas, para que abandonase las islas. El comandante, no sintiéndose capaz de un acto de heroica locura, lo hizo disculpándose porque “no tenía instrucciones de resistir”. Aunque el gobierno no era responsable, el abandono de las Malvinas redundó en su perjuicio.
El Juicio al “Restaurador de las Leyes”
Como la procacidad de la prensa había llegado al extremo, el Fiscal acusó a tres periódicos, entre ellos “El Restaurador de las leyes”, rosista. El juicio de este último, debería hacerse el 11 de octubre en el Cabildo. Como a Rosas se lo llamaba “El Restaurador de las Leyes”, el periodista acusado aprovechó la similitud del nombre para hacer un escándalo de proporciones. Buenos Aires amaneció empapelada de cartelones: “El gobierno juzga hoy al Restaurador de las Leyes”.
La plaza de la Victoria se llenó de una multitud vociferante que gritaba contra Balcarce y los militares.
Rosas, desde su campamento en el Colorado, ha prohibido a sus amigos hacer demostraciones contra los militares. Es hombre de orden u no quiere revoluciones.
Obediente a su jefe, el pueblo no hará revoluciones. Pero tampoco quiere que se queden los militares.
Huelga General
Balcarce ordena a los “vigilantes” de la policía que dispersen a los tumultuosos. Los vigilantes no le obedecen. Tal vez para que la multitud enardecida no entrar al Fuerte (Casa de Gobierno), una voz se deja oír reclamando calma: “¡A Barracas!”.
A Barracas se van los entusiastas de la plaza Victoria. No saben a qué, pero hacia allí se dirigen: “¡Viva Rosas! Fuera los generales!” Dejan las tiendas los empleados; los artesanos sus talleres los esclavos su servicio doméstico. Una retirada general de la población humilde. Una huelga; la primera huelga general de nuestra historia.
Buenos Aires queda desierta. Las casas cerradas, los comercios vacíos, los talleres silenciados. Todos se han ido a Barracas. Barracas al sur, lo que hoy se llama Avellaneda. Una procesión de hombres, mujeres y niños resueltos a no volver a la ciudad mientras gobiernen los generales. Manifestación alegre, que marcha entre cantos y bailes. Ningún desmán.
Balcarce clama airado contra los subversivos, Manda a un general- Agustín de Pinedo- para que “reduzca a los revoltosos”. Pero los soldados de Pinedo parlamentan con su jefe. No están dispuestos a combatir contra los hermanos. Dándose cuenta de la situación, Pinedo resuelve pasarse a los restauradores.
La ciudad queda muda, silenciosa, absorta, mientras en el campamento de los restauradores- que se engrosa hora tras hora- hay alegría, música y churrascos.
Las crónicas no registran los canticos de Barracas. Vamos a suponerlos: “¡Si éste no es el pueblo/ el pueblo donde está!” “Se siente, se siente/ Juan Manuel está presente!”.
Casi lo imaginamos a Tula con su clásico bombo, acompañando la Marcha de los Restauradores: “¡Oh gran Rosas, la Patria quisiera/ Mil laureles poner a tus pies!”.
“¡Que se vayan!” “¡Que se vayan!”. El grito de los arrabales repercute en las casonas del centro. Al palpar el desastre, todos han abandonado a los generales, aun los jóvenes de casaca y galera, que ayer nomas eran sus fervientes adeptos.
Balcarce dice a la Sala de Representantes que le ha pedido “arbitre un medio para detener el desastre”, que “no renunciará”. Pero si no renuncia los restauradores se quedarán en Barracas, y en Buenos Aires no hay alimentos porque el mercado está desierto, ni cocineras, ni quienes hagan la limpieza. Unos cuantos días pudieron hacerlo las señoras y niñas, pero ya estaban fastidiadas y no dispuestas a seguir por más tiempo.
La Sala de Representantes resuelve exonerar al gobernador. Lo mismo que a los generales de su entorno. Un alto general, Viamonte, con un poco más de sentido común, reemplaza a Balcarce.
Los restauradores –ahora eran más de 30.000- hicieron su entrada triunfal en Buenos Aires, precedidos por sus bombos. Misión cumplida. A volver al trabajo.
Así acabó el 3 de noviembre de 1833 la Revolución de los Restauradores
Revista Línea – Octubre 1981 – Marino Faliero