Al Pie de la Letra
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La Música de la Vida
Relato de Pablo Diringuer en un mundo difícil, complicado y por demás confuso y confundido
La Música de la Vida

Lo que ocasionaban, no al enemigo -aquí no lo había- sino a la avidez humana de los agradables sentidos; allí nuestro armamento había trocado guitarras por los antecesores fusiles; música por balas; vida por muerte; felicidad por angustia.

La Música de la Vida
Ese sonido tan agudo… como un zumbido previo al devenir del estruendo. Parecido a un puente comunicante «con el otro lado», pero eso inhóspito no era otra cosa que el mismo horror. Luego esas luces trazantes llenas de rayos que todo lo blanqueaban nos mostraban la expresión; caras de miedo, miedo sin control con ganas de orinarnos o llorar a la espera de un abrazo de mamá o papá que nunca llegaba. Después aparecía el golpe y la tierra temblaba y entonces una lluvia finita de barro, piedras, esquirlas y plomo, presagiaban los gritos del terror, y ese huracán explotado por causas no naturales comenzaba a arrastrar partículas de carnes todavía tibias. Entonces el descontrol, aquella inmanejable actitud primaria que todo lo desbordaba hasta los límites de la locura, como querer que todo terminase rápido y de cualquier manera; como un llamado desesperado hacia ese final con la luz blanca en el fondo. Habíamos cometido un gran delito, haber nacido seres comunes en familias también comunes cuya idea original sólo respondía a una vida repleta de cotidianidad; el chupete, la mamadera, la escuela o la pelota jamás de los jamases nos dieron una idea semejante a la barbarie; pero ya era demasiado tarde; el Poder, ese invisible dueño de las marionetas oculto tras ese manto de interrogante obviedad nos había marcado el paso y los límites sobre los cuáles no deberíamos modificar ni trasponerlos; un  simple ademán y nuestra forma humana sólo serían restos de tejidos a punto de agusanarse. Nacer y morir pero en el medio del peregrinar, muchas cosas, casi tantas como la inclusiva de la guerra, algo inimaginable desde la cuna en donde ese dulce vivir nos sonreía con caricias al abrigo de la mamá y el papá.

Mundo difícil, complicado y por demás confuso y confundido; como las caras de los soldados inmersos en esas zanjas, presagios casi probables de pozos parecidos a tumbas; «servir a la Patria», como si esa «Patria» no nos incluyera y nos dejara al margen de la vida pero incluido en el sufrimiento y la desidia. El uniforme manchado de sangre y de barro; el uniforme de la igualdad en el Dolor y el Sufrimiento; el uniforme que nos vestía a todos por igual con el denominador común del matar o que me maten. Todo valía para seguir respirando y no importaba ver o sentir cómo era eso de matar al otro; ver cuando la bala entraba en la pulcritud de la piel y automáticamente brotaba sangre como petróleo de la tierra; sentir el cuero de piel del otro cómo ofrecía la menor resistencia al filo de nuestro cuchillo, como si se estirase… lo más posible pero lo menos probable de rastros de vida. Luego era cuestión de acostumbrarse como tomar un colectivo o simplemente ir al kiosquito; una y otra vez nos haría inimputables a la hora de los reproches. Así fue y así sería para la posteridad, por lo menos ésa, la opinión de los inmersos en las trincheras.

Uniformes verdes, marrones o grises, todo color de tono opaco, casi mate para que «mate», para que el color de la sangre se note y le muestre al contrario que la vida se puede esfumar con un solo agujerito recibido y, además, el consabido miedo de verse destripado en cámara lenta o rápida pero destripado al fin.

Ínfulas de esos titiriteros al son de su música que nos hicieron escuchar desde que nacimos y que el cansancio, comenzaba a irritar. Ya no teníamos ganas de escuchar la pasta o el vinilo o el cassette o el disco compacto; los instrumentos del Poder comenzaban a aburrir sobremanera… –

¿Mami falta mucho?, preguntas impacientes a la espera de una molécula de cambio, pero esa pregunta tan íntima sólo transcurría dentro de los tres milímetros de espesor del hueso craneano; afuera el ruido sórdido y ensordecedor encajaba perfectamente en el paisaje que me atormentaba; allí los borceguíes maquillados de mugre guerrera, los cascos y fusiles formaban parte del valiente susto que nos dominaba y, hasta de a ratos, cuando la violenta pólvora dejaba de quejarse, nos envolvía en raros pensamientos; como el filtro de un cigarrillo que se terminaba, cuyo calor tabacal asemejaba al aliento de una novia fumadora; o una simple conversación en la mesa de algún bar a la espera del mozo con el café humeante; sólo que aquí, el hablar era en silencio sin mozo ni café. Y entonces, como la imaginación excedía la guerra y todavía no estaba prohibida, me transporté una vez más; ni chicas con fragancia a tabaco ni bares con olor a café; solamente me quise ver a mí mismo y, nos quise ver todos los allí presentes, de uniformes como estábamos pero no de verdes y manchados de agua sucia, barro y, con olor a transpiración; no, estas vestimentas de otro color se hallaban limpias y no contaban con casco; una simple gorra protegía nuestros cabellos quizás del sol o el viento, de más estaba decirme o anunciarme que ninguna bala silbaría a mis oídos, pero lo más importante resultaban ser nuestras armas y lo que ocasionaban, no al enemigo -aquí no lo había- sino a la avidez humana de los agradables sentidos; allí nuestro armamento había trocado guitarras por los antecesores fusiles; música por balas; vida por muerte; felicidad por angustia. El Poder no pudo imaginar mi imaginación… y mi guitarra comenzó a disparar notas musicales y la canción nos envolvió, sin bandos ni antagonismos; todos cantaban la misma canción.

Por Pablo Diringuer

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