Así lo hice y respiré aliviada cuando vi la pelota por el aire pasar por arriba de la pared. Salté de alegría, pero todo se detuvo al momento de darme cuenta que le impuse tanta fuerza al golpe, que había roto la puntera de mi zapatilla izquierda.
La Magia de los Supuestos
Escuché el sonido de vidrios rotos y miré para todos lados buscando un indicio, algo. Una pelota de fútbol detenida al lado de la planta de jazmín, en el patio de mi casa, me hizo suponer que ella había sido la causante.
En el potrero de al lado estaban los pibes del barrio jugando al fútbol y con espanto, recordé que si mi abuelo Domenico descubría la rotura de algún vidrio, la pelota sería acuchillada. Así, literalmente: acuchillada.
Siempre comentaba que los chicos jugando, le estropeaban los plantines con la pelota o le rompían algo, y juro que en una ocasión lo vi darle puntazos al balón con el cuchillo de hacer surcos en la tierra. Lo que mi abuelo no sabía era que los pibes habían juntado hasta el último pesito para poder comprar la pelota, y él, así sin aviso, la había herido de muerte hasta dejarla sin aire.
Yo no me animé a contarle a nadie que los restos de la pobre pelota habían sido enterrados junto a los plantines de morrones. Bueno, alguna vez pensé que el morrón rojo que crecía a destiempo, el más grande de todos, era el corazón de la redonda. De alguna manera las pasiones brotan de bajo tierra.
Me había jurado a mí misma que no permitiría que sucediese una próxima vez. Y ahora, ahí tenía a la pelota en terreno peligroso, y a mi abuelo rondando por la huerta. Como si todo eso fuese poco, al ir por el caminito de piedras blancas en busca del balón, vi el vidrio del ventiluz del galpón hecho pedazos en el suelo. Sin dudas la pelota era la culpable, esto de salvarla me exponía al enfado de mi abuelo y a la consiguiente penitencia, que para una niña de diez años era no salir a la vereda a jugar a las payanas. Y yo amaba jugar a las payanas, por eso de equilibrar las piedras en la palma extendida de la mano y lanzarlas hacia el cielo para recibirlas.
Pero no me quedaba más remedio que exponerme. Barajé varias ideas, la primera fue devolver la pelota a la canchita de al lado, pero cuando la tomé con las manos para pasarla por arriba de la pared, supe que ese muro era demasiado alto y que jamás lo lograría. La escalera que mi abuelo usaba para podar los arbustos sería una buena solución, claro que justo en el momento en que iba por ella, lo vi a él con la tijera de podar en el último peldaño. Y entonces, como esas cosas impensadas, me puse en el esquinero del patio con la pelota al pie, y medí mis pasos, una buena carrera y de puntín la pasaría para el otro lado. Así lo hice y respiré aliviada cuando vi la pelota por el aire pasar por arriba de la pared. Salté de alegría, pero todo se detuvo al momento de darme cuenta que le impuse tanta fuerza al golpe, que había roto la puntera de mi zapatilla izquierda. No sabía que era zurda para patear y eso me sustrajo de la preocupación, sobre todo que dicen que somos menos los que saben pegarle con la izquierda y me sentí feliz. Estaba en ese pensamiento cuando vi a mi abuelo venir hacia mí. Miré el ventiluz roto y traté de distraer la atención subiéndome al viejo monopatín oxidado. Domenico pasó de largo y nada preguntó. Respiré aliviada.
En eso veo entrar a mi hermano con cara de descompuesto, y pálido me preguntó si había visto la pelota nueva que le había comprado nuestro padre. Y todo pareció girar en torno a mí, y perdí el equilibrio para caer justo encima de los morrones. Y reparé que ya no estaba el más rojo de todos, el corazón de la pelota, y supuse que se había mudado a un mejor lugar: al potrero de al lado.
Con cara de yo no fui, alcancé a responderle a mi hermano, desde la tierra mojada: yo juego con las payanas. Eso hubiera sido todo, pero además esa tarde vi cuando mi abuelo colocó el vidrio nuevo del ventiluz. Y pregunté con cara inocente qué había pasado y me dijo que la punta de la escalera de podar se había incrustado sobre el vidrio al momento de apoyarla, ocasionando la rotura.
Y me empecé a reír sin poder parar, hasta que ya más calmada acomodé las payanas en mis manos y las lancé al aire como si fuesen piezas mágicas, después de todo también la vida y la pelota de fútbol suelen jugar a la magia de los supuestos…