Porque de eso se tratan las pasiones, de creerse que uno empuja el destino victorioso con una rosca llena de almíbar. Y así fue, porque al minuto ochenta, nuestro Diego le hizo un pase extraordinario a Burruchaga y convirtió.
La Taba Empalagosa
Esto de mirar de lejos es una vieja costumbre que se entrecruza con la niñez. Pero mirar de lejos, es una compleja manera de decir, cuando de fútbol se trata. Será porque hay riquezas del espíritu que se miden con la vara de las pasiones colectivas, y lejos de abochornar mis días, los campeonatos mundiales de futbol, me arrastran a desarrollar conocimientos, relaciones impensadas, conductas alocadas y hasta gustos jamás probados.
Por eso cada cuatro años me transformo, y todo redunda por un mes, en mutar. Y mutan los horarios de almuerzo o cena, los menús, las vestimentas, las conductas y la casa se convierte en un indomable potro al que todos acariciamos como un recién nacido que nos lleva por el camino de los sueños e ilusiones, y en donde todos ponemos un poco de laureles, frustraciones , memoria y favoritismo.
Aquella tarde que recuerdo, era la final de la Copa del Mundo, en el Estadio Azteca de México y jugábamos frente a Alemania. Me levanté más temprano que de costumbre, tenía que hacer las rosquitas fritas empapadas en almíbar, recubiertas con confites, para la hora del partido. Era la cábala, una suerte de taba empalagosa que nos daba fe. Porque hay que tenerle fe al equipo que juega, pero también acompañarlo de algún misterioso modo.
Teníamos al mejor de todos los tiempos, nuestro Diego, pero él debía hacer la diferencia, ya que los alemanes siempre nos habían ganado o empatado. Solo los grandes construyen confianza, y confiábamos en él.
Llegó la hora del encuentro. El mate circuló de mano en mano y los nervios también. Éramos más de veinte, reunidos frente al televisor, por lo que fue necesario armar la platea sentándonos en el piso. Y como esas cosas que suceden por obra y gracia de la pasión, de repente me encontré haciéndole cuernitos con los dedos a los tiros libres de los teutones, y diciendo cosas irreproducibles con tal de frenar el avance del rival. E impuse, ante el peligro en el área chica, el doble cuernito, gesto que hacíamos cada vez más cerca de la pantalla de Tv.
Como si nos hubiésemos trasladado al estadio mexicano estábamos unidos por el aire de la victoria, y me di cuenta de que el corazón futbolero vuela y es un pájaro capaz de hacer periplos en bandada.
Al minuto veintitrés llegó el gol del Tata Brown, y recordé un dicho de mi abuela que decía: “no es necesario brillar a cada rato, solo cuando es necesario”. Y el Tata brilló en el momento justo, porque ese fue el único gol que hizo con la Selección Nacional. El gol del respiro, el inolvidable, el que se lleva todo el aire de los pulmones y los nervios acumulados.
Luego, llegó el descanso. Los quince minutos de espera nos encontró alegres y confiados.
En el segundo tiempo vino el gol de Valdano, eso fue una cuota extra de confianza. Y circuló el mate y ya nadie comía rosquitas fritas, pero por esas cosas que solo tiene el fútbol, donde todo puede pasar, en siete minutos nos metieron dos goles los rivales, y el aire y la ciudad, se quedaron estáticos ante el repentino empate.
Solo quedaba una rosca empalagosa confitada, y faltaban once minutos para que terminase el partido, y no queríamos ir al alargue ni a los penales, así que como esas simples cosas de las cábalas, revoleé la rosca al aire, ante la mirada de todos y dije: “si cae confite arriba es suerte” y sentí que ayudaría a escribir un puntito en la historia del fútbol argentino. Porque de eso se tratan las pasiones, de creerse que uno empuja el destino victorioso con una rosca llena de almíbar. Y así fue, porque al minuto ochenta, nuestro Diego le hizo un pase extraordinario a Burruchaga y convirtió. Y todo fue un solo grito, largo como la esperanza y permanente como las convicciones.
Y festejamos hasta el día de hoy, en cada recuerdo, hasta la próxima cábala que funcione como pieza de ajedrez de un jaque mate colectivo.