Dos de los bienes inapreciables de nuestra especie, como son la conciencia y el habla, nos han permitido atesorar entre otras capacidades fundamentales, la capacidad de narrar; de poner en palabras determinados sucesos almacenados en nuestros recuerdos. Primero fueron los jeroglíficos, los ideogramas, los primitivos dibujos representando presuntas escenas de caza de ignotas cavernas que son algo así como el subsuelo de la historia.
También accedimos a las magníficas representaciones del Antiguo Egipto, a las tablillas de barro cocido en las que perpetuaban su memoria los imperios del Asia Menor, a los enigmáticos signos etruscos, a las piedras grabadas en la América Precolombina.
En todas las latitudes y a lo largo de los siglos, se hallaron infinidad de testimonios formados por textos y gráficos, que luego fueron depositados en un prolijo desorden, en los principales museos del mundo. Muchas de esas piezas arqueológicas, serían fórmulas religiosas, otras, simples documentos administrativos; algunas, narraciones de la vida cotidiana o la descripción de determinados sucesos de importancia para esa comunidad.
Independientemente de la intención con que aquellos fragmentos de historia fueron perpetuados, no caben dudas que la búsqueda de trascendencia de las mismas, estuvo entre las principales consideraciones.
¿Primitivas anécdotas?
Anécdota, el sustantivo en cuestión, proviene del griego anekdotos; que significa inédito. Por la misteriosa alquimia del lenguaje y el incesante tránsito del habla, el sentido original devino en otra cosa; hoy significa relación breve, fragmento de historia que contiene algún elemento curioso. Y hasta se la ha convertido en sinónimo de chascarrillo o narración.
Pero si hay un rasgo de personalidad que define a la anécdota, es la brevedad. Y será mucho más perdurable y consistente esa anécdota si a la brevedad suma contenido y vigor. Las más antiguas anécdotas se pierden en la noche de los tiempos, haciendo casi imposible la verificación documental de los hechos que refieren. Y en ese difuso límite intemporal donde la historia se confunde con la tradición oral, la leyenda y la parábola religiosa, asoma la primitiva anécdota para ilustrarnos con un breve trazo, como un pintor eximio, acerca de determinados hechos y personajes.
Porque de la misma manera que un cuento corto puede condensar en breves párrafos la densidad de un clima, cosa que a una novela le demandaría muchas páginas, una anécdota oportuna, ágil y cuya temática revele algún interés, puede ofrecer al lector o al auditorio, una certera descripción de la médula de la historia que se pretende recordar. Es que el mérito de este género considerado menor y que transita entre nosotros, a caballo entre el periodismo y la historia, cuando de sucesos o personajes públicos se trata, consiste en la mirada certera, en el rescate oportuno del episodio o las palabras que quizá no serán recogidas por ningún historiador o cronista, si no fuera por el oído atento que sustrae el tema del anonimato y lo divulga. Pero la anécdota desborda el libro de historia o imperceptiblemente, se instala en escenarios impensados. Así, nuestra educación de nivel escolar, se puebla de infinitas anécdotas protagonizadas por nuestros próceres, en los que invariablemente aquellos hombres excepcionales, desde la posteridad nos continúan dando lecciones de humildad, sacrificado y patriotismo. Incontables generaciones de argentinos se nutrieron de robustos anecdotarios, mediante revistas especializadas como Selecciones Escolares, la legendaria Billiken y Anteojito; por mencionar sólo a aquellas que perduraron.
¿Quién no recuerda el incidente protagonizado por el General José de San Martín –generoso proveedor de anécdotas a la literatura escolar- en el campamento de El Plumerillo?
En el mencionado vivac, en la Provincia de Mendoza, en vísperas de la campaña libertadora a Chile, el General en Jefe habría pretendido ingresar al depósito de explosivos sin quitarse las espuelas que por razones de seguridad, debió haberlo hecho. El centinela le cerró el paso a pesar de reconocerlo y convocado el jefe de la guardia, confirmó la orden impartida al humilde centinela, que no vacilo en cumplirla, aún sabiendo que frente a él estaba el General San Martín. La celebérrima anécdota, pone de relieve la coherencia y el sentido de justicia que caracterizó al General San Martín, ya que éste felicitó finalmente al soldado.
Como en el caso anterior, fueron miles las breves historias que pretendían ilustrar acerca de la naturaleza de los personajes célebres, ante el oído atento o distraído de los escolares, que en muchos aspectos, de la Historia Nacional sólo recuerdan las impresiones dejadas por determinadas anécdotas. Esa visión anecdótica de la Historia, lleva en muchas oportunidades a un reduccionismo forzoso, del cual nos queda como saldo una vaga imagen ahistórica, según la cual, los criollos descubrimos las bondades de la libertad gracias a las Invasiones Inglesas en 1806 y 1807; que al General San Martín no le interesaba la política; que Juan Manuel de Rosas fue sólo un tirano; que Sarmiento era un hombre de mal genio y así hasta el infinito. La conclusión de esa mirada, es que la Historia es una gran anécdota en la que, como cuentas en un collar, se enhebran miles de anécdotas menores.
Pero existen otros escenarios ricos en anécdotas, como el mundo del deporte
Por el perfil mediático y la popularidad de que gozan los deportistas más reconocidos, sus andanzas, por mínimas que sean, no pasan nunca desapercibidas. En el universo del box, por tomar un ejemplo, fue un prolífico generador de anécdotas el púgil José María Gatica, en la década de 1950. El legendario Mono de Oro, cuando el entonces presidente de la Nación Juan Domingo Perón fue a presenciar uno de sus combates en el estadio Luna Park, aprovechó la ocasión para saludar al primer mandatario con estas palabras:
“Dos potencias se saludan, General”; mientras ambos se estrechaban las manos. También El Mono, como le llamaba cariñosamente su “hinchada”, protagonizó muchas anécdotas donde el tema central era la generosidad que demostraba frente a servidores como lustrabotas, diarieros, mozos, a los que recompensaba con suculentas propinas. También nutrieron el anecdotario nacional otros boxeadores como Oscar “Ringo” Bonavena y Horacio Accavallo; o futbolistas célebres entre los que descuella Diego Armando Maradona. Pero también actores, músicos y escritores generaron sus historias breves.
Como un personaje escapado de sus propias historias de guapos y cuchilleros, el escritor Jorge Luis Borges, protagonizó una anécdota que hubieran aplaudido Jacinto Chiclana y Don Nicanor Paredes: sendos guapos del viejo barrio de Palermo, inmortalizados por Borges en sus milongas. Se cuenta que en los años Setenta, mientras el poeta impartía una clase de literatura sajona en la vieja facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, un estudiante interrumpió su disertación, produciéndose el siguiente diálogo:
– Profesor, tiene que suspender la clase porque habrá una asamblea.
– No suspendo nada. Yo estoy dando clase.
– Lo tendremos que sacar por la fuerza…
– Venga a sacarme si es guapo.
– Le cortaremos la luz!
– Córtela, nomás. Ya tomé la precaución de ser ciego.
La electricidad habría sido cortada, pero ni el profesor ni sus alumnos abandonaron el aula, prosiguiendo la clase en la oscuridad.
Por los casos expuestos, la anécdota, como recurso, atraviesa la sociedad transversalmente, sin diferencias de ocupaciones, de niveles sociales, edades o sexos.
En el imaginario colectivo argentino, tienen ganado un amplio espacio las anécdotas del servicio militar; aquella “colimba” que quienes la cumplieron recuerdan con afecto, rechazo, nostalgia, según le haya ido bajo bandera. Es parte del folclore del ex colimba, aburrir a novias, parientes, amigos, con verdaderas colecciones de anécdotas, para luego recrearlas en los esporádicos encuentros que como un rito, cumplen de tanto en tanto, algunas promociones de ex soldados conscriptos.
Pero también están las anécdotas del bar de la esquina, que hasta la década de 1970 fue una institución que cobijó muchas generaciones de hombres, particularmente en Buenos Aires. Entre naipes y pocillos, podía circular la anécdota amable atribuida a alguna joven vecina, que permitía a algún habitué del café, iniciar un romance que a veces terminaba en matrimonio. O la anécdota turbia, divulgada en voz baja, que podía ir del chisme liviano a la revelación que desencadenaba una tragedia familiar.
De la misma manera que sobrevolaba el boliche del barrio, la anécdota era contertulia de mujeres y hombres en la peluquería, en el almacén, en la vereda por mérito de los porteros de edificios y se instalaba en cuanto espacio se reunieran personas que compartían un mínimo de intimidad:
“Tu historia y mi honor
Desnudaos en la feria;
bailaron su danza de horror
sin compasión”.
Denuncia sin tapujos el tango Infamia, de Enrique Santos Discépolo; cuando la anécdota se convierte en condena social.
La cara más simpática de la anécdota, es aquella que ilustra una situación infrecuente; una transgresión a algún protocolo, un diálogo chispeante, una respuesta ingeniosa. Es el aspecto amable, el chascarrillo agudo que hombres como Bernard Shaw, cultivaron con esmero y sensibilidad de artistas.
Como aquella otra anécdota atribuida al padre de la energía atómica, Albert Einstein. Se cuenta que en los años más duros de la Guerra Fría ruso-norteamericana, un periodista le preguntó al científico con que armas se libraría la Tercera Guerra Mundial.
El científico respondió con un rasgo de inteligente humor negro: No sé con que armas se luchará en la Tercera Guerra Mundial, pero estoy convencido que la cuarta se librará con piedras y palos.
Agudeza, síntesis, desenfado; ingredientes claves para nutrir una anécdota digna de una antología, ya que no podía resultar menos teniendo en cuenta la dimensión de su protagonista.
Cuando hablamos de las caras menos amables de la anécdota, no puede soslayarse la infinidad de historias que englobadas en el rubro “cuentos del tío”, pueblan el anecdotario mundial. En nuestro medio y referentes a ese tema, existen algunas anécdotas que reales o no, se convirtieron en paradigmas de la estafa. Son ellos: el campesino recién llegado a Buenos Aires que compró un tranvía; el jubilado que le vendieron un buzón de correo; el ingenuo que adquirió un billete de lotería “premiado” o aquel otro que engañaron con “el toco mucho”. Este timo consistía en una compra fraudulenta de mercaderías o divisas, abonado con un fajo de billetes que sólo eran auténticos los primeros y los últimos, conteniendo en el medio, dinero falso o directamente recortes de papel, variando la técnica según la cara de la víctima.
Un capítulo aparte merecen las anécdotas del mundillo de la farándula. Debido a la distancia que habitualmente separa a los famosos del común de la gente, las historias que aquellos protagonizan suelen llegar al público a través de los medios de comunicación. El interés por conocer las anécdotas generadas por las estrellas del espectáculo, sostiene revistas, secciones de diarios y programas televisivos. Cualquier situación que involucre a algunos de esos personajes, ocupa páginas enteras con sus respectivas fotografías, además de muchos minutos en la pantalla televisiva, con la consiguiente zaga de debates, análisis e información adicional a la anécdota original.
La política fue otro semillero inagotable de pequeñas historias que escoltaron la Historia Grande desde siempre; y a fuerza de repetirse, las anécdotas empequeñecieron a los protagonistas o los agigantaron, según la perspectiva del relator. Así, esas colecciones de relatos moldearon cierto perfil de los dirigentes políticos en la memoria colectiva; a tal punto que tiende a definirse a algunos hombres públicos por determinados rasgos surgidos de sus anécdotas:
Mariano Moreno era puro fuego y pasión; Juan Manuel de Rosas era afecto a las bromas pesadas; Justo José de Urquiza fue un amante compulsivo; Juan Domingo Perón tenía un fino sentido del humor.- Serian incontables las paginas recordatorias de anécdotas de los hombres del poder, como las que solían comentar los cronistas acreditados en la Casa de Gobierno argentino.-
Como un suburbio de la literatura, casi siempre perdurando por la tradición oral, la anécdota es una suerte de radiografía de los países y los pueblos; y de cada uno de los individuos que componen esos tejidos sociales.- La anécdota es parte de todos los ciudadanos, y de aquellos que carecen de esa condición por ser indocumentados o inmigrantes clandestinos.- No solo por la historia personal de cada sujeto, sino porque esas carencias ya son en sí mismas, una anécdota.-
Parafraseando la reflexión filosófica que sostiene que el movimiento se demuestra andando, podríamos afirmar que al Hombre se lo conoce por sus anécdotas.-