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Enfermedades de Venus
Todavía, uno de los modos de disciplinar los cuerpos consiste en blandir el látigo divino de las dolencias venéreas
Enfermedades de Venus

La sífilis, que durante años se confundió con la gonorrea, devastó a la humanidad por siglos. El sida, apenas unas décadas. Había cambado la tecnología. Pero lo que no cambió es que las enfermedades del amor siempre fueron un estigma

Las Enfermedades de Venus
Belgrano tuvo que presentar un informe médico para justificar sus ausencias en el Real Consulado. El diagnóstico: “Vicio sifilico con complicaciones originadas por el influjo del país” (se refería a los malos aires de Buenos Aires). Manuel se debe de haber pescado la sífilis en alguna noche de verbena cuando estudiaba en Salamanca.

El mal no derivó, como era de esperar, en la megalomanía típica del cuaternario sifílico, como le sucedió al pobre de Estomba. Antes de morir, el guerrero loco renunció al insignificante nombre de Ramón y se llamó a s mismo Demóstenes Hasta el nombre arrasaba la enfermedad de la vergüenza.

El mal era incurable. La única alternativa era atravesar el martirio del mercurio: pócimas con sales mecuriales, ungüentos de azogue mezclado con sebo, hasta inhalaciones de mercurio. A fines del siglo XIX, la terapia había mejorado. No había más que instilar diariamente manganato de potasio en la uretra. Es cierto que el tratamiento producía unas uretritis homéricas, pero no había otra cosa.

En todo caso, el mal se extendía más y más. Todavía hay quien recuerda a La Bomba, como la llamaban los soldados. Esta meretriz de barrio atendía en un sucucho de la calle Guatemala, entre Concepción Arenal y las vías. Cuando los colimbas salían de franco se iban allí a “limpiar la charrasca”, como decían. Expresión decidora esta, puesto que identificaba al miembro viril con el sable corto de los milicos, el que debía ser “limpiado” imperiosamente.

Por un peso, La Bomba (que debía su apodo más a sus anchas proporciones que a su erotismo) prestaba un servicio rápido pero aliviador. Era la tarifa más barata de Palermo. Eso sí, como los preservativos militares eran de pésima calidad y se rompían al primer empuje, el chancro sifílico aparecía, seguro, antes del próximo frasco.

Los prostíbulos no eran la única opción. Más de una viuda de buen ver ofrecía almuerzo, desayuno y cama por un modesto arancel. Por algunos pesos más, los huéspedes accedían a los servicios sexuales de la señora. Esta amable modalidad, a la que se llamaba las Casas de las 3 C (Casa, Comida, C…), era también un foco de infección.

De allí la creación del sifilicomio, en el Palermo profundo, puro potrero y baldío suburbano. Tenía un aspecto francamente  carcelario. Y, una vez que las mujeres contagiadas atravesaban la puerta sombría, quedaban marcadas a hierro.

No era mucho lo que podía haber el sifilicomio. Lo de siempre, sales mercuriales y después una tunda para ayudar a la carne pecadora a no repetir sus yerros. Pero lo mejorera el nitrato, como decían los porteños de antes: “No trato de ponerla”.

Así las cosas, en 1910, un bacteriólogo alemán descubrió que la arsefenamina (“arse”, de arsénico) curaba la sífilis. La panacea, conocida comercialmente como Salvarsán (que salva por el arsénico), tuvo un éxito colosal.

Pero a más de uno no le gustó. La iglesia pensó que el Salvarán era un salvoconducto al desenfreno sexual. Y que, en todo caso, la sífilis era el justo castigo para los pecadores.

Algunos años más tarde, la revista católica Criterio insistía en que los males sociales se corregirían cristianizando la sociedad, combatiendo la deshonestidad en las plazas y los recreos, las revistas y las propagandas. Esta posición moral todavía no ha cambiado gran qué.

En 1928, por un accidente, se descubrió la penicilina. Nunca más el martirio del mercurio, nunca más arsénico Una simple inyección intramuscular y sanseacabó. Un par de años después, se inventaron los preservativos descartables (hasta entonces se usaban, se lavaban, se lubricaban con ungüento de petróleo y se guardaban en el bolsillo del caballero).

En los dorados 70, restalló otra vez el azote de Dios: el sida. Se lo llamó la peste rosa, no sólo porque el síntoma inicial eran manchas rosáceas en la piel, sino también porque se culpó de ella a la comunidad gay. Hoy casi nadie muere de sida.

En fin, la sífilis, que durante años se confundió con la gonorrea, devastó a la humanidad por siglos. El sida, apenas unas décadas. Había cambado la tecnología. Pero lo que no cambió es que las enfermedades del amor siempre fueron un estigma, una marca que señala a los descarriados
Caras y Caretas – Julio 2012 Por Ricardo Lesser – Escritor de Sociedades

Se conoce como enfermedad venérea a aquellas enfermedades infecciosas que son adquiridas por contagio durante el acto sexual.

De todos los tipos de enfermedad venérea, 8 son las más comunes, ellas incluyen la sífilis, gonorrea, tricomoniasis, infección por clamidias, herpes genital, infección por el virus de papiloma humano, infección por el virus de la hepatitis B y la infección por el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH).

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