Hacía unos meses que andaba buscando trabajo para pagar mis estudios. Por aquellos años, allá por 1980, la Universidad era privada y solo estudiaban los que podían pagar, los más pudientes. Mi familia no lo era, trabajadores que apenas llegaban a fin de mes con algo en la heladera. Laburantes, así de sencillo. Como también lo habían sido mis abuelos italianos.
Yo tenía muchas ganas de estudiar, sabía que era el único camino para dar vuelta la “taba”, pero no alcanzaba con mis anhelos, habría que ser realista.
A eso debía ajustarme, así que cuando Beatriz Bonfiasco, después de varias entrevistas, me contrató como niñera para cuidar a sus sobrinos, no pregunté demasiado. El porqué de esos niños de tres y cinco años, sin padres, era un tema que no me incumbía. Quizá habrían viajado a Europa, o sufrido algún accidente. No me dijeron nada al respecto. Beatriz me dejó en claro que tanto ella como la abuela Marta, deseaban que los niños hiciesen actividades recreativas, y más que nada, reír.
Reír, gran desafío. Tal vez, porque es más fácil llorar, hay siempre motivos pequeños o grandes que llaman al llanto. Pero yo, con mis veinte años recién estrenados, sabía que las causas de la risa surgen de complicidades, de hechos que llenan el alma, de la capacidad de jugar porque sí.
Me importaba el trabajo, era mi oportunidad y solo quería desempeñarme bien para poder progresar en mis estudios.
En mi pueblo, las mujeres, como muy bien lo retrató Quino en su tira “Mafalda”, se dividían entre las “Susanitas”, egoístas, prejuiciosas, discriminadoras, machistas y amantes del mundo de las apariencias; y las “Mafaldas”, rebeldes, preocupadas por la sociedad y sus avatares políticos, con una visión existencial y filosófica cuyos valores se asentaban en la necesidad de un mundo mejor.
Yo me sentía identificada con “Mafalda”, y mi grupo de amigas también. No así mi vecina Inés, que se la pasaba espiando tras la ventana, quizá como una manera de vivir otras vidas, ya que la suya era pacata y aburrida. Y aunque quiso ponerme al tanto acerca de la familia Bonfiasco, preferí no escucharla. Cada uno ve al mundo a la medida de su corazón, y el mío estaba contento por haber logrado ese empleo.
Hacía mucho frío, opté por ponerme unas botas de cuero, mi amado pantalón de jean estilo “Oxford”, una chaqueta con corderito, y mi bufanda preferida larga casi hasta el piso, al mejor estilo “Isadora Duncan”. Toqué timbre en casa de la familia Bonfiasco. Temblé un poco, era el primero de una serie de trabajos similares que haría después, y como toda cosa nueva, movilizaba mi espíritu hasta sacudirlo.
La casona con ventanales al frente, y el jardín que se veía a través de las rejas, mostraban a las claras la diferencia social que teníamos. Mi casa apenas tenía dos habitaciones y un patiecito.
En mi familia nos habían inculcado, a mi hermana y a mí, el hábito de la lectura, eso hizo que se diluyesen las diferencias que había con los Bonfiasco al momento de hablar de literatura, música u otras formas de arte. Ellas amaban a Cortázar, yo también. En su nutrida biblioteca, encontré el “Manual de zonceras argentinas” de Jauretche, que Marta parecía conocer al dedillo, ya que fue ella misma quien me habló por primera vez del significado de palabras como oligarca o vendepatria.
El jardín de los Bonfiasco merece un párrafo aparte. Era muy coqueto, parecía haber sido sacado de una revista de diseño y trasplantado a la realidad. La variedad de rosales de tantos matices como diera la imaginación, le daba un aspecto agradable, inundando el ambiente de perfume. A veces, en mi mente, cuando jugaba allí con los niños, el aroma de las rosas me recordaba al perfume que mi abuela nos regalaba para los cumpleaños.
Los primeros días fueron de adaptación. Establecer una comunicación fluida amerita paciencia. Al principio, pensé que la señora Beatriz, la tía de los niños, era muy creyente, pues la veía ir a rezar al jardín. Luego, supe que era el único lugar que tenía para ir a llorar sin ser vista por su madre, la Sra. Marta.
Marta Bonfiasco vestía de negro, el luto era común en las viudas, y aunque llevaba más de diez años de su viudez, durante los dos años que duró mi trabajo, nunca la vi con ropa de otro color.
Beatriz siempre parecía estar concentrada en sus pensamientos. Se me ocurrió pensar que esa mujer nunca había conocido el amor o quizá lo habría perdido. Vestía ropa negra, como la de su madre, y no mostraba las rodillas ni el talle, y menos aún el busto. Me pregunté qué música le gustaría, supuse que el rock nacional no estaría en su lista, que no sabría quién era Charly García o Nito Mestre. Imaginaba que habría tenido algún novio como “Natalio, el del sombrerito gris”, el de la canción, que un día desapareció o se volvió loco por un amor frustrado.
A veces los humanos solemos juzgar por las apariencias, y en aquel tiempo yo no escapaba a esa premisa.
Desde el inicio fui sincera con ellas:
—Es mi primer trabajo, tengo paciencia y me encantan los niños. Necesito el dinero para poder estudiar —dije con dignidad.
Me escucharon con atención mientras me convidaban té en hebras en tazas de porcelana.
Recordé las tazas de metal que usaban mis abuelos, con orillo oscuro, y vino a mi mente la alegría de ellos que no se parecía en nada a las tristezas de Marta y Beatriz Bonfiasco.
Durante los almuerzos, Beatriz se sentaba a la derecha de su madre, y Magda y Joaquín, los niños que yo cuidaba, a mi lado. Marta a la cabecera. Su mirada se entretenía en los hilos del mantel. En ocasiones preguntaba a los niños qué habían aprendido en la escuela.
Marta murió un 2 de abril, el mismo día que empezaba la guerra de Malvinas. Después del entierro, Beatriz me contó que los padres de Magda y Joaquín habían sido apresados en el año 1977 durante una asamblea estudiantil y que nunca más se supo de ellos. Me habló del lugar de los “sin lugar”, del llanto en la garganta, del duelo sin tumba y de tumbas sin cuerpos.
Me contó de la búsqueda incesante de su hermana Raquel y de su cuñado Julio, de la desesperanza, de las lágrimas derramadas y de su decisión de marcharse a vivir a España con los niños, en el mes de mayo.
Enterré ese año mi sueño de recibirme en la universidad. Me despedí de Beatriz y los niños, con pena.
La casona de los Bonfiasco ahora está abandonada. El jardín murió, pero en cada primavera florecen los rosales. Me gusta pensar que el cielo no es tan trágico y que de alguna manera hay un llanto superior que riega la belleza.
Cuento que Forma Parte del Libro: “Cuentos Dulces para un Atajo” – Ana Caliyuri – Ediciones Tahiel – 2020 – Premiado por la Sade La Plata-Beriso- Ensenada