La Pasábamos Bomba
Boby, uno de los creadores de Radio Bangkok, sacó pasaje de vuelta hacia los ’60 y volvió a gozar su infancia. Hizo pruebas difíciles con el legítimo yo-yo Russell, respondió preguntas de cultura general con la ayuda del Cerebro Mágico se divirtió viendo por la tele a Pepe Biondi y los Titanes de Karadajian. Terminó ajustándose con fuerza los zapatos Gomycuer y escupiéndose el dorso de la mano para lucir un auténtico tatuaje de los Yum Yum.
Que lo llamaran al investigador privado Martin (con acento en la a) Fredes para investigar el caso del robo de armas automáticas y de aire comprimido Chirrinche, fue una de las razones por las que me interesó el caso. Sin duda Fredes (con acento en la e) era un verdadero prívate eye especializado en asuntos donde la cultura de los niños del ’60 privaba, valga la redundancia. Los rifles de aire comprimido Churrinche fueron furor allá por 1963 y Martin conocía al dedillo sus aptitudes. Como cronista policial de este medio de comunicación masivo me puse al toque en contacto con él. Llamarlo y concertar una cita fue un solo acto de mi vida. Me felicité por haber conseguido enseguida su teléfono cuando caí en la cuenta de que la música funcional de su oficina era una conocida canción de Carlos Bisso y su Conexión N° 5, grupo que se especializaba en covers de famosas canciones de Creedence Clearwater Revival pero todo mal. Arreglamos encontrarnos en las ruinas de lo que fue el supermercado Canguro Munro, una especie de Carrefour truchisimo. La cita que para dos noches después y desde que colgué el aparato hasta que llegó el gran momento no pude pegar un ojo.
Tiritando de frío lo esperé en el terreno abandonado que años atrás servía como plata de estacionamiento gigante. Y recordé al otro monstruoso supermercado señero de la historia que se llamó Gigante y que logró prestigio al publicitar sus ofertas en los gloriosos Sábados Circulares de Mancera. También me vinieron a la memoria los programas ómnibus de los sesenta, Los Circulares y los Continuados de canal 9, donde conducía Antonio Carrizo y se presentaba el ballet de Beatriz Ferrari con chicas de malla negra enteriza y temas de Ray Conniff; y como olvidar a los Sábados de la Bondad originales, conducidos por Héctor Coire, que era una especie de Juan Badía, buenazo el hombre, sensible como pocos. Llegaba al estudio y lo primero que hacía era besar a las viejitas de la primera fila que le adoraban por lo sano y gentil, tal cual Badía.
Ya la noche era cerrada y unos focos potentísimos que enceguecieron: simétricamente colocados, dos grandes a los extremos y dos más chicos adentro pegados a los anteriores, aunque un poco más abajo. En los albores de los ’90 parecían más ridículos que hace veinte años. Adiviné el modelo y no lo pude creer; un auténtico Torino 380 W de los que hizo furor en 1968, cuando Copello y otros lo hicieron ganador en las ochenta y cuatro horas de Nurburgring humillado a las maquinas más sofisticadas pero no tan efectivas de todos los demás países del mundo. Recordé una miniatura del campeón marca Buby que me regaló mi padre.
Obviamente los Buby eran más baratos que los Matchbox, que tenían rueditas autolubricadas y suspensión independiente en los dos ejes; pero se bancaban bastante bien para las carreritas en el cordón de la vereda.
Aparcó el carro y apagó las luces. Bajó en penumbras y se acercó despacio al foco de luz de mercurio que me cobijaba. No tuve dudas acerca de su verdadera identidad al observar como vestía. Parecía salido del elenco de Música en Libertad. Campera de corderoy y marroncita caca marca Astronauta, pantalones Oxford al tono con bolsillo de cierre a media pierna, zapatillas Llavetex, las de Juan Perico y Andrés, las esposas de los tres, los chicos y los bebes. Llevaba peinado brushing y corte modelado a la navaja y sus manos pintadas con el tatuaje que venía en los Yum Yum, que uno coloca escupiéndose la muñeca izquierda apretando hasta acalambrarse con la mano derecha, aunque los más pisteros del grado nos poníamos el juguito de una cascara de mandarina sobre la parte a tatuar. Secretos que uno aprende de mucho saltar el agua podrida que se juntaba al cordón de la vereda de Buenos Aires.
Quizá los que más me sorprendió de él era su legítimo Yo-Yo Russell, que regalaban al juntar veinte tapitas de Coca Cola, no como ahora que aparte de las tapitas tenés que dejar un solar kiosquero.
No soporté más la situación y tras el saludo de rigor le pedí prestado el implemento. Agarrarlo entre mis manos e intentar el columpio en vano fue una misma cosa. Me denigró varios minutos por mi ineptitud y acto seguido me enseñó los secretos del columpio, de pasear el perrito, la vuelta al mundo, la media vuelta y hasta la pasadita por el hombro. Luego confesó a media voz haber sido campeón de Yo-Yo y hasta haber dado exhibiciones vestido de smoking en las puertas de las más atildadas jugueterías de la ciudad. Le pregunté: “¿Y del Tiki Taka que tal andamos, eh?”, rememorando que un servidor supo ganar en el circo de Gaby, Fofó y Miliki el derecho a un Ludo Matic por su habilidad. Es duro pegar durante 125 veces consecutivas las dos pelotitas unidas por un piolín con una argolla en su extremo.
No se contestó y encendió un Commander que sabe Dios donde consiguió. Caminamos a la luz de la luna unos metros y no soporto más, me dijo que el lo había intentado pero jamás llegó ni siquiera a veinte. No obstante, con el Cerebro Mágico era un as. El Cerebro Mágico- mascullé entre dientes-; el primer juego cibernético de la historia: una lamparita en el medio que se encendía al contestar correctamente las preguntas de los cartones, que se ponían en un tablero de cartón agujereado. Supe tener uno, que guardaba en la caja prolijamente y colocaba en la cómoda, al lado del Costa Azul y de Chan (el Mago que contesta), todos muy psicodélicos.
Subimos al auto y colocó un magazine en la consola del tablero. El magazine, ridículo antepasada del cassette, bastante más grande y más incómodo que el moderno compact disc, con ocho pistas para la elección del programa musical a escuchar. Hablamos mucho de carreras de autos, él se inclinaba por Meteoro y yo por Micharl Vaillante, intrépido piloto que vivió su más gloriosa hora en las páginas no menos gloriosas de Billiken.
Evaluamos nuestras preferencias, uno por Billiken y el otro por Anteojito. El Billiken era como más heavy si me permite el término. Las historietas eran con personajes humanos, que llegaban a tener algunas miserias y que, incluso, no tenían superpoderes y vivían de profesiones normales, como campeón juvenil de tenis o corredor de fórmula 1. Mientras que Anteojito y Antifaz, Pi Pio, El Hada Patricia y Manuelo resultaban menos convincentes.
“Pero para superhéroes los de Editorial Novaro”, recordó Fredes. Mejicanos ellos. Superman y Batman con revista propia, y los campeones de la justicia Flash, Linterna Verde, Marvila (que después fue la mujer maravilla), Flecha Verde y unos cuantos más de igual calaña.
De las carreras pasamos al futbol. Él era de Busca Gol, una canchita de plástico de 1mx 0,50 cms., de jugadores de plástico con una gomita adherente en vez de pies y que al tirar la cabecita hacia atrás escupían la pelotita con suerte diversa: yo, en cambio, me inclinaba por el clásico metegol Estadio, el de los bares, con 11 determinados de la siguiente manera: el arquero enano, dos defensores, cinco volantes y tres delanteros unidos por un caño con manopla y todo de fierro.
Desgranando recuerdos comunes aparecieron los chocolatines Jack y sus colecciones de jugadores, muñequitos de Walt Disney o personajes de Hijitus. O la asombra evolución de las figuritas que se vendían en paquetes- que uno trataba de elegir separados para que no se repitieran-. Primero eran de cartón berreta, después salieron las plastificadas mejor impresas, hasta llegar a las chapitas que te tajeaban los huesitos del dedo gordo de tanto presionar para jugar a la tapadita o al punto, porque para el chupi no servían.
“Abrí la guantera”, me dijo cuándo agarramos Libertador, la avenida favorita de Isidoro Cañones y la barra bolichera. Procedí y encontré un Trueno Naranja Duravit, esos autitos gigantes de goma dura, que jamás se rompían.
Mayor fue mi sorpresa al meter otra vez la mano en la guantera y encontrar un cubito de plástico con una ranura de un lado y unos taruguitos huecos del otro. Él era de Rasti, no de los más humildes pero igualmente efectivo. Mis Ladrillos. Los Rasti eran muchísimo más caro y no lo pudo ocultar: Fredes hubo de ser un niño de fortuna incipiente. Ahí me lo confesó lloroso: él era dueño de una Scalextric, de un Segelin para cortar telgopor. Hasta tuvo un Cine Graf, que era un proyector de lata acanalada con dos rodillos de plástico y una lamparita donde se ponía una película de cuadritos escritos el más puro estilo historieta, que uno debía leer para entender lo que estaba ocurriendo en la sabana colgada de la puerta. Seguramente también usaba Adidas.
Llegamos a la casa de Martin Fredes y allí encontré el origen de su riqueza: en la pared del comedor tenia colgados varios monedómetros. Unos increíbles cilindros de acrílico transparente montados en una base de plástico y con la medida de una moneda de veinticinco (de las viejas obviamente) y ranuritas en los costados que marcaban cuantas monedas iban juntándose. Un fanático de la televisión, en su cuarto tenía posters de los Campanelli, de Pepe Biondi, de Los Tres Chiflados, de los luchadores de Titanes en el Ring, como el Indio Comanche, Tenembaum, Yolanka (que era la marca de un yogur y llegaba al ring en plato volador con rueditas), del Gitano Ivanhoff, de Ararat y de todos los demás.
Me sirvió una Canada Dry y me miró por enésima vez. Sentí algo de temor, a decir verdad. Se sentó frente al gran cuadro de Batman y Robin junto a la ventana, me apuntó con un rifle con un corchito en la punta del caño y me gritó: “ ¡Si, fui yo, yo me afané los Churrinche, porque no los soporto, jamás le pude pegar a nada con ellos porque la mira se corre siempre, y además porque los puedo reducir en el Paraguay, donde todavía comen los gorriones en las veredas!, ¿sabés?”
Boby Flores – Estación 90 – Julio 1989