Un extranjero desprevenido podría pensar que el porteño es aquel individuo que habita en las inmediaciones de un puerto; de la misma manera que el montañés es quien mora en la montaña. ¿Cómo explicarle a ese extranjero que un vecino de los barrios de Liniers o Mataderos, en el extremo oeste de la ciudad, es tan porteño como aquel que desde un balcón en Puerto Madero, el último barrio porteño, puede ver el amanecer sobre el Río de La Plata? Buenos Aires es una ciudad de paradojas, y tal vez esa sea la primera. El nombre de la urbe puede ser la segunda, ya que su clima habitualmente muy húmedo y que se torna insoportable en verano, sumado a la polución que muchas veces vuelve gris un cielo diáfano, no parece ser el más apropiado. Las explicaciones se pierden en el subsuelo de la historia, pero lo importante es que Buenos Aires existe y su identidad es indiscutible.
Los Orígenes
El empecinamiento de los fundadores hizo posible que aquella “nada” como definían los cronistas a esa vastedad que rodeaba a los míseros ranchos protegidos con cercos de palo y montículos de tierra, durante el primer asentamiento a cargo de Don Pedro de Mendoza, hizo posible la fundación definitiva en 1580 comandada por Juan de Garay. La Ciudad de La Santísima Trinidad y su puerto puesto bajo la advocación de Santa María Del Buen Ayre, fue creciendo como pudo; de cara al Río de Solís y a espaldas de un espacio gigantesco, inconmensurable para las dimensiones conocidas por los europeos. Un territorio que por su tamaño mantuvo a la ciudad aislada de los otros centros poblados, pero que también fue la base de su futura riqueza ganadera y agrícola, más adelante. Durante la sociedad colonial, se fue consolidando esa amalgama de españoles y criollos que conformarían las familias tradicionales. De allí salió una buena parte de los porteños que integrarían la dirigencia política y militar de la Revolución de Mayo y la Guerra de Independencia. Asimismo, en las orillas de la parte urbanizada de la ciudad, entre quintas, ranchos de adobe y pulperías y cruzando el Riachuelo, floreció otra clase de hombres que sería determinante en la idiosincrasia de la ciudad: el orillero.
Ambos porteños, tanto el señorito del Centro, educado en las universidades de Chuquisaca, Córdoba o España, casi siempre hijo de fuertes comerciantes criollos o peninsulares y el joven del arrabal, perteneciente a familia de criollo pobre y en no pocos casos, mixturado con indio o esclavo negro, tuvieron su primera empresa en común durante las Invasiones
Inglesas de 1806 y 1807. Las jornadas de los años seis y siete, sacudieron el rutinario pasar de la capital del Virreinato Del Río de La Plata. La Reconquista primero y la derrota definitiva sufrida por los británicos en el segundo ataque, creó una conciencia ciudadana de la que se enorgullecieron todos los habitantes, desde el esclavo hasta el joven criollo ilustrado que ya rumiaba la independencia; desde el ama de casa y el pulpero hasta los señores españoles, ya aporteñados.
Buenos Aires se alzó como un solo hombre contra el invasor: el porteño tenía motivos para ufanarse, como lo señala la siguiente copla, cantada con orgullo en las pulperías y seguramente en no pocas casas del Centro:
¿Se ganó Buenos Aires?… Se ganó.
Yo se si lo crea… Y lo ví.
¿Lo piensan los traidores?…Ay de mí!
¿Se alegran los leales?… Por qué no?
¿Y aquel miedo servil?… Ya se acabó.
¿Y en adelante? Ya no será así.
Pues no siempre ha de haber viles marqueses
Que permitan traficar a los ingleses.
La Identidad
En estos versos, recogidos del cancionero anónimo de Las Invasiones Inglesas, además de la autosuficiencia que insufló la victoria, se percibe una amenaza nada sutil sobre la suerte política que aguarda a los futuros delegados del Rey en estas tierras. Como consecuencia del conflicto, un nuevo líder comenzó a representar a los porteños: el marino Santiago de Liniers y Bremond. El militar francés al servicio de España, fue el alma de La Reconquista y La Defensa, un año más tarde. El hombre por su capacidad militar, don de mando y liderazgo, fue idolatrado por la tropa. La mayoría, milicianos entrenados y armados después de la primera invasión. De esa tropa salieron Los Patricios; unidad de infantería integrada mayoritariamente por hijos de Buenos Aires, y uno de los apoyos más firmes de Liniers.
Así fue que los porteños empujados por el ímpetu de la victoria sobre un ejército prestigioso y veterano, entronizaron a Liniers como nuevo virrey del Río De La Plata. La ciudad de La Santísima Trinidad, comenzaba a tomar vuelo propio. El francés pudo ser uno de los Padres de La Patria de nuestro país; pero frente a la Revolución de Mayo, pesó más su fidelidad a España y en 1810 pagaría con la vida esa lealtad.
Podría estar en estos heroicos hechos de armas la semilla de la jactancia porteña que tanto le reprochan los provincianos? Es una incógnita. Depende de la mirada. Lo cierto es que desde esta ciudad partieron las decisiones políticas que operaron sobre un terreno fértil ya abonado por los alzamientos previos en el alto Perú. Y en consecuencia, buena parte de los ejércitos que dieron por tierra con la dominación colonial española. Pero también fueron porteñas las tropas que durante décadas avasallaron las autonomías provinciales para imponer un modelo de país que en general, provocó el rechazo del Interior, ya que beneficiaba en primer lugar a los intereses portuarios y a su ciudad. Los años que siguieron a la Revolución de Mayo, vieron a los jóvenes del Plata integrar los ejércitos de la Patria, madurar con el país naciente, modelando un perfil que alcanzaría sus rasgos básicos cuando el alma porteña tuviera música propia: el tango. Mientras los vientos de cambio sacudían al continente, el porteño que permanecía en la ciudad no modificó demasiado su rutina.
Los martes continuaban los sorteos de lotería en la vereda del Cabildo, cuya concesión regenteaba el gallego Clavijo; los porteños acomodados solían reunirse en cafés como Los Tres Reyes y el De Los Catalanes; ambos ubicados en las inmediaciones de la Plaza Mayor. La cercanía del Cabildo, el Fuerte y el Cuartel de Patricios, agregaba un condimento político extra a esos lugares. Allí se discutía de política, de arte, se filosofaba acerca del futuro de la Patria.
Paralelamente los hombres ajenos al Centro y conocidos como orilleros, tenían su fuerte en las pulperías, que desde antaño servían de punto de encuentro. Las diversiones de aquellos habitantes eran menos que modestas. Luego que el Teatro de La Ranchería fue destruido por un incendio, pasaron varios años antes de que la ciudad volviera a disfrutar de una sala teatral. Junto a las procesiones y a las conmemoraciones religiosas, las Fiestas Mayas en homenaje a la Revolución de Mayo de 1810, eran el centro habitual de los festejos en la ciudad de Garay. El palo enjabonado, los sorteos, las carreras de sortija y los fuegos artificiales, alegraban al Buenos Aires de aquellos años. Con la llegada de Juan Manuel de Rosas al gobierno, el arrabal cobra nuevo protagonismo.
Los orilleros, los morenos y los gauchos que alternan la campaña con el suburbio, adhieren al Restaurador. En los barrios habitados por la comunidad africana, como el Del Mondongo y San Telmo, son habituales los candombes a los que en muchos casos, concurren el gobernador y su hija Manuelita. Los morenos organizados en “naciones” como se denominaba a las colectividades, pasan a ser parte del paisaje urbano, y no son pocos los artistas de esa ascendencia que darán más adelante, jerarquía a la payada y al tango; como en los casos de Gabino Ezeiza y Rosendo Mendizábal, autor del tango El Entrerriano que para no perder su trabajo como profesor en las “casas decentes”, habría firmado sus piezas como “Rosendo F.” Pero Rosas fue finalmente derrocado y a pesar de sancionarse la anhelada Constitución Nacional, ambas Buenos Aires, la provincia y su ciudad capital, luego se marginaron de la Nación y durante una década, la provincia rioplatense se constituyó en un Estado al margen de la Confederación Argentina.
Mirando a Europa
Entonces la ciudad mira a Europa mucho más que antes. Los comercios están llenos de artículos importados, las viejas industrias languidecen ante la imposibilidad de competir con las novedades extranjeras y los campos se van poblando de alambrados. En Buenos Aires predomina el elemento hispano criollo; los africanos y su descendencia, tan abundantes décadas atrás, están en vías de extinción, a causa de las guerras y el mestizaje.
No obstante, los morenos sobreviven en empleos públicos, son lustrabotas, cocheros de plaza, porteros o soldados. De su época de esplendor, en la era post rosista apenas sobreviven algunas asociaciones mutuales y los candombes, cada vez más raleados y esporádicos. El candombe hará su buen aporte a la futura milonga porteña. En esa Buenos Aires de alrededor de 1870, la ciudad tiene aproximadamente 180.000 habitantes. Son muchos los criollos afincados, sobre todo en la orilla. No obstante, se nota día a día la presencia de los gringos, que sin mayores pretensiones se instalan en Buenos Aires y otras grandes ciudades. El conventillo ocupa buena parte de la gran fragua que comienza a moldear la identidad definitiva de los porteños, ya que en muchos casos en los quince metros cuadrados de cada pieza, se gesta lo que una generación más tarde, será la levadura política, cultural y económica de una Argentina que no quiere resignarse a ser un país pastoril.
Pero ese ímpetu desarrollista que caracteriza a aquella Argentina, se ve interrumpido por la terrible epidemia de fiebre amarilla que en 1871 azota a Buenos Aires. Se presume que introducida por los veteranos que volvían de la Guerra del Paraguay, desde enero a junio de ese año la ciudad padeció el flagelo que dejó 14.000 víctimas, clausuró el Cementerio del Sur y obligó a habilitar Chacarita. Provocó la emigración de muchas familias ricas del sur al norte y mostró el verdadero rostro de la peste: la falta de infraestructura y de viviendas en la ciudad de Buenos Aires. La enorme mayoría de las víctimas habitaban conventillos en San Telmo y aledaños en condiciones paupérrimas. El desastre obligó a la Nación a realizar obras de saneamiento y aguas corrientes. Superada la peste, la naciente Reina Del Plata retomó su ritmo y así siguió el flujo de inmigrantes, cada vez más numeroso. Mientras tanto, en los lugares de diversión, cabarets, prostíbulos y “academias” de tango, se fue gestando una música que entreverada con el tango andaluz, el fandanguillo y la habanera, cobra forma propia: y lo empiezan a llamar tango. Tiene apologistas y detractores. En las casas de familia se lo rechaza, mientras los muchachos arrabaleros lo bailan con descaro en la esquina del almacén, y las chicas fabriqueras lo canturrean bajo la mirada vigilante del capataz y también en los talleres barriales minúsculos, donde el horizonte más promisorio es la fábrica o el casamiento; y también en la pieza familiar donde se trabaja a destajo y el empleador paga “por tanto.”
El escritor Leopoldo Lugones, hombre preocupado por los temas de la nacionalidad, definirá al tango como un “reptil de lupanar». Pero el tango, que como buen orillero es diestro en esquivar las zancadillas de la cultura oficial, se va imponiendo. Del almacén y las “casas malas” emigra a los bailes de conventillo y luego se le anima a algunos cafés y boliches del Centro. Orquestitas de flauta, violín y guitarra, animan esa especie de liturgia que pone sobriedad en las almas y melancolía en los rostros de los hombres solos que recalan en las mesas de los cafés. A partir de la década de 1880 y durante varios años, el tango discurre bajo el nombre indistinto de tango o milonga. A partir de esos años, gana la mayoría de edad y la milonga entra en un cono de sombra, refugiándose en la llanura bonaerense en la versión de milonga surera y en otras regiones bajo otros ritmos y nombres.
Las clases altas mantienen su actitud desdeñosa ante el fenómeno surgido del bajo fondo porteño, pero cuando triunfa en París, se le abren los palacetes de la zona norte y los cabarets de lujo. A pesar del rechazo que provoca en los apellidos patricios, no son pocos los hijos de esas familias que se convierten en insignes bailarines y pasean el tango por el mundo: Jorge Newbery, El “Payo” Roqué, Ricardo Guiraldes; éste último por su destreza se hizo merecedor de un tango firmado por Juan D’Arienzo y Ulises Petit de Murat:“Bailate un tango, Ricardo.” Esos porteños, de origen y vidas tan diferentes a los habitantes del arrabal, le sacaron viruta al piso a los salones más prestigiosos de la nobleza europea. Tal vez el éxito del tango en la Ciudad Luz, no fue ajeno a las incursiones que estos hombres realizaban en Europa. A pesar de las profundas diferencias sociales ya mencionadas, algo había en el mundillo de la milonga frecuentada por malevos de la orilla, que provocaba la atracción de los jóvenes de clase alta; los “niños bien.” En los primeros años del siglo XX, era habitual la llegada intempestiva de grupos de jóvenes “cajetillas” a veces armados, a los bailes y “academias” orilleras. Allí se trenzaban a golpes, cuchilladas o balazos con los taitas y compadritos, siendo frecuente los incidentes sangrientos que culminaron con heridos, detenidos y hasta algún fallecido. Alguien asoció la forma de presentarse de éstas patotas con los malones indígenas de la pampa, y comenzaron a llamarlos “indiada.”
La Reina del Plata
Buenos Aires crece en todas direcciones. En la calle, como en una moderna Babel, se escucha hablar en los idiomas más extraños. El circo criollo, de mano de los hermanos Podestá rescata el teatro gauchesco y la payada; manteniendo viva la tradición recuperada por José Hernández en 1872 cuando publica la primera parte de su Martín Fierro. Pese al progreso edilicio y los grandes edificios públicos que se construyen, sigue habiendo dos Buenos Aires diferenciadas claramente: la de los apellidos ilustres que erige los palacios de la Avenida Alvear y la que habita el conglomerado de inquilinatos de los barrios pobres. En éstos últimos se moldearán los personajes que darán estructura humana a los tangos que los poetas del suburbio, proveerán de historias: la milonguita, el taita, el compadrito, el cuarteador, el fiolo… la extensa galería de personajes cuya vida fue inmortalizada por el tango. Pese a las diferencias ya señaladas, los porteños de distintos ámbitos sociales comparten pautas comunes: la charla de café, el culto a la amistad, el gusto por Buenos Aires, y en muchos casos, el tango.
Los hijos de gringo de primera generación, a comienzos del siglo XX son parte activa de la sociedad. En el comercio, la industria, las artes y en la política, los apellidos delatan el origen. La Argentina patricia monopoliza el poder político mediante el fraude; frente a esto se alza una incipiente clase media que reclama su protagonismo, siendo Leandro Alem e Hipólito Yrigoyen, sus más fieles representantes. El socialismo de Juan B. Justo y el anarquismo, se reparten el resto de las simpatías políticas populares. También las letras de tango suman apellidos extraños a la tradición criolla. La incorporación del bandoneón que en años cercanos había bajado de un barco en brazos de un marinero alemán, completa el milagro: el tango ya puede incorporar ese rezongo que lo marcará para siempre: la voz del “fuelle.”
Para el porteño del Centro, ajeno a las aventuras de las “indiadas”, el arrabal era ese territorio desconocido, agreste, apenas entrevisto desde el tranvía o en un ocasional viaje en automóvil. El hombre del asfalto intuye otro mundo detrás de esas rejas rústicas y los patios de ladrillos con glicinas y malvones; está más allá del subte, de los escasos edificios con ascensor que entonces tenía la ciudad y de la seguridad que aporta el mundo conocido. El suburbio tiene su marca: el compadrito, los carros de vistosos filetes, el almacén y la eterna barra de la esquina; el zanjón, la calle de tierra, el farol vacilante. Es la cuna del tango. Ese tango que como el canto de sirena de las leyendas, atrapa al desprevenido que se le anima como una diversión, movido por el ritmo juguetón, “canyengue”. Pero que después lo acompañará por el resto de sus días. El tango se mete en la piel de porteños y porteñas.Y vista la popularidad que ganaba en el común de la gente, algunos autores producen una poesía sencilla e ingenua; El Porteñito (1903) y La Morocha (1905) ambos de Angel Gregorio Villoldo. El tango adecentado, se filtraba en el seno familiar. El tango desplaza claramente a la milonga de las preferencias del porteño. A diferencia de ésta, que arrastra un dejo de candombe, el “gotán” es solemne, intimista.“Es un pensamiento triste que se baila”, dirá Enrique Santos Discépolo. Ninguna frase tan definitoria y precisa como aquella; porque el porteño a secas, ya sea el de la Avenida Alvear o el del Barrio De Las Ranas, en los pantanos cercanos a la Quema, siente que esa música, esas letras que al margen de la calidad poética lo definen tan bien, son parte de su vida; es su identidad. Como lo es el lenguaje, el club de sus amores, la primera novia y sobre todo, La Vieja; la madre deificada por el tango, que alcanza categoría casi mística en la mayoría de las letras. El porteño baila el tango, y en particular lo escucha, con profunda solemnidad. Los cafés de hombres solos son salones melancólicos, donde una multitud de caballeros escucha con silencio religioso, a alguna orquestita o los discos que una victrolera con aire aburrido e indiferente, coloca en la victrola una y otra vez.
Corren los años treinta cuando se afirma esta cultura masculina. La dictadura uriburista prohibe la prostitución y son frecuentes las expediciones sexuales en patota a los prostíbulos del Conurbano. En los cafés sólo hay hombres. En la cancha y el hipódromo también. El ensayista Raúl Scalabrini Ortiz, califica a ese porteño como “El hombre que está solo y espera”; y así titula una de sus obras más trascendentes.
Los Años “Treinta”
La crisis económica que padece el país, tiende un manto de tristeza sobre los porteños, contrastando con los “años locos” que habían disfrutado en la década anterior. La ciudad alcanza el mayor índice de suicidios de toda su historia; surgen los “crotos” y “linyeras”, el fraude político y la desocupación dan la nota cotidiana.
“Todo el mundo está en la estufa
triste, amargao, sin garufa
melancólico y cortao.”
Dice Enrique Cadícamo en su célebre tango “Al mundo le falta un tornillo.” Y agrega luego:
“si habrá crisis, bronca y hambre
que el que compra diez de fiambre
hoy se morfa hasta el piolín.”
Y el infalible Discépolo completa el panorama con su tango “Cambalache”, verdadero himno a la “mishiadura” de aquellos años. Son días de fútbol, de domingos palpitando una “fija” en los hipódromos de Palermo o la Plata, de vibrar con los “tortazos” en el Luna Park o soñando con el “gordo” de la lotería navideña que durante unas horas, mantiene en vilo a todo Buenos Aires, con su promesa de crear millonarios con un golpe de suerte:
“Entonces viejo,
podremos decir que hay Dios.”
Reflexiona un irreverente tango que Carlos Gardel entona por esos días, fantaseando el personaje, sobre un golpe de fortuna que lo saque de la miseria.
La sexualidad es reprimida en todas sus manifestaciones; eso no impide que florezcan organizaciones de proxenetas de nivel asombroso: solamente la conocida como Zwi Migdal, regenteada por rufianes polacos bajo la cobertura de una sociedad de socorros mutuos, administra unos dos mil prostíbulos en todo el país. También las bandas de gangsters al estilo norteamericano, alimentan diariamente la crónica roja con secuestros extorsivos y asaltos espectaculares; mientras los bandidos rurales, como Mate Cosido y Bairoletto, cosechan admiradores; tal vez porque su accionar remite vagamente a los gauchos matreros perseguidos por la autoridad en el siglo XIX. El horizonte femenino se reduce a un buen casamiento o en la mayoría de los casos, aprender contabilidad, mecanografía y taquigrafía en las Academias Pitman o similares, y “colocarse” en una casa de comercio u oficina. Las otras opciones son la fábrica, el taller o el trabajo a destajo en casa. Los escalones del poder, aún los más bajos, están en manos masculinas. También en el amor, las riendas la lleva el hombre. “Un hombre que piensa más de cinco minutos en una mujer, no es un hombre; es un manfloro”. Decía Jorge Luis Borges que decía su abuelo. Y éste menosprecio de la ternura, el miedo a abrir los sentimientos, quedó reflejado en muchos tangos:
“Sufra canejo,
sufra y no llore
que un hombre macho
no debe llorar.”
Dice la letra del tango Tomo y Obligo. Ese hombre retraído, hijo de la inmigración de afuera y adentro; prejuicioso e irónico muchas veces, amigo de la típica “cachada”, esa costumbre de tomarle el pelo al desprevenido, parece ser el arquetipo del porteño de la primera mitad del siglo XX.
Es un individuo con una “…personalidad básica depresiva, comparada con la del neoyorquino que es de acción o la del carioca; más alegre y hedonista.” Según el análisis del investigador Alfredo Moffat. Por lo tanto no es casual que el tango, con sus acordes solemnes e intimistas y sus letras en muchos casos de profundo contenido existencial, se convirtiera en la estética que mejor lo representa. Si el alma porteña tuviera música, sonaría a tango. Pero si a la presunta tristeza porteña proclamada por el conferencista alemán Keyserling en una disertación hecha en Buenos Aires en 1929, le faltaba motivos más claros, la muerte de Carlos Gardel en junio de 1935 en Colombia, en un accidente de aviación, justificaba cualquier duelo y por el tiempo que hiciera falta:
“Qué junio de mala estrella;
qué de ángeles en orsai…”
Dice el poeta Horacio Ferrer en su “Oratorio a Carlos Gardel”, refiriéndose al terrible episodio. Buenos Aires había encontrado su referente y su mártir; de allí al mito inmortal sólo mediaba el tiempo.