La Quema y la Censura de Libros en la Argentina Durante los Años de la Dictadura Militar
El 30 de abril de 1976, un mes después del golpe militar que encabezó Jorge Rafael Videla, el teniente coronel Jorge Corleli, del Tercer Cuerpo del Ejercito de Córdoba, convocó a una conferencia de prensa en la que se exhibieron y quemaron varios libros considerados “subversivos”. Una práctica que, junto con la censura literaria, fue utilizada durante los periodos totalitarios y que llegó a tener tragicómicos.
“El Comando del Cuerpo del Cuerpo de Ejército III, informa que en la fecha procede a incinerar esta documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, a fin de que no quede ninguna parte de estos libros, folletos y revistas para que con ese material se evite continuar engañando a nuestra juventud sobre el verdadero bien que representan nuestros símbolos nacionales: nuestra familia, nuestra iglesia y, en fin, nuestro más tradicional acervo espiritual sintetizado en Dios, Patria y Hogar.”
El comunicado de prensa del Regimiento 14 de Infantería Aerotransportada puso haber sido suscripto por cualquier inquisidor medieval. Sin embargo, el bando era un documento de la dictadura militar que en 1976 tomo el poder en la Argentina. El responsable de la unidad militar, Jorge Corleri, procedió a prender fuego a varios libros de León Trotsky, Mao Tse-Tung, Ernesto Che Guevara, Fidel Castro, Juan Domingo Perón y varios fascículos del Centro Editor de América Latina (Ceal).
El escrito, repartido entre los periodistas que presenciaron aquelepisodio, informaba que los libros habían sido requisado en varios “procedimientos”- eufemismos que quienes ostentaban el poder utilizaban para encubrir los secuestros, robos y apropiación de menores-, delitos que eran empardos y alentados por la dictadura. Solo era posible, de acuerdo con el comunicado oficial, leer aquella literatura que estuviera enmarcada en la consigna “Dios, Patria y Hogar”, una medida que reducía casi hasta la extinción los posibilidades de los lectores.
La quema y la prohibición de libros ya habían sido utilizadas en anteriores oportunidades. Una gran cantidad de decretos emitidos por gobiernos de facto, e incluso durante algunos democráticos, limitaron durante muchos años la libre circulación de numerosos títulos. Los cargos más frecuentes para censurar las ediciones eran la supuesta inmoralidad de las obras y, en forma especial, la sospecha de una ideología comunista en el autor.
La novela Lolita, de Vladimir Nabokov, fue retirada de circulación e incinerada en 1958 por orden de los militares que había derrocado al gobierno de Juan Domingo Perón en 1955. Durante la presidencia de Arturo Frondizi, todos aquellos libros que tenían la palabra comunismo en su título o que hacían referencia de alguna manera a esa ideología fueron requisados por la Dirección de Coordinación Federal, organismo encargado de la censura literaria. Por aquella época se inventó la figura de la “exhibición limitada” que prohibía tener los textos y publicaciones así catalogados a la vista del público.
En su libro Censura, autoritarismo y cultura (Ceal, 1986), Andrés Avellaneda señala varias ocasiones en las que los jueves debieron determinar la suerte de algunos libros. En agosto de 1961, el magistrado Eduardo Malbran pronuncio un fallo sobre la novela El reposo del guerrero, de la escritora francesa Christiane Rochefort. Allí señalaba que el libro no excitaba “los apetitos groseros y los bajos instintos sexuales”, pero el peligro de su contenido residía en que “su realismo excesivo y su cinismo afectan el pudor al resentí las bases morales del lector”.
Ochos años después, en plena dictadura de Juan Carlos Onganía , otro juez , Edmundo Sammartino, también incurre en la crítica literaria para emitir un juicio sobre la novela de German García, Nanina. “Es evidente que Nanina es una osada obra de lenguaje impúdico, de incoherente contextura y de exhibición de escenas reñidas con el más elemental decoro”, opina Sammartino.
Pero el párrafo más interesante del fallo era la opinión del juez sobre el argumento: “El protagonista no tiene ubicación precisa en el tiempo ni en la geografía. Está en Junín, en Rawson o en Buenos Aires. Sin transición, sin etapas inermedias. Sin un proceso lógico de cambio y de transformación. Por puro afán de ser original, de espantar el lector equilibrado, o simplemente por incorregible incoherencia mental”. García fue condenado a un año de prisión en suspenso.
Otro organismo censor que durante varios años controló las ediciones de libros extranjeros que ingresaban al país fue la Secretaria de Comunicaciones. En el Correo había un grupo seleccionado de funcionarios que se encargaban de determinar que libros llegados del exterior podían leer los argentinos. De acuerdo con un comunicado de esa repartición publica emitido en octubre de 1967, muchos veces se demoraba la entrega del material aprobado porque debían analizar “la complejidad de los temas tratados en los textos de los libros, y que obligan a medulares estudios.”
Tanta aplicación y celo terminaba en la hoguera que se realizaba con los ejemplares que eran considerados inmortales o subversivos. Las obras Henry Miller, Erich Fromm, Pablo Neruda, Georg Lukacs y Jean Paul Sartre, entre los autores, se incineraban por no haber superado el “medular estudio”.
El discurso oficial condenó durante décadas el material bibliográfico que consideraba peligroso. En 1967 Juan Carlos Onganía justificaba la censura cultural y aseguraba que “guarda completa coherencia con el pensamiento de la Revolución Argentina . El argumento estético no puede prevalecer sobre la concepción moral que inspirar esta política”, afirmaba el dictador.
Durante la dictadura de 1976, aquel acto inaugural de la quema de libros en Córdoba fue solo el principio de una persecución que hizo desaparecer libros y personas. En octubre de 1978, el general Albano Harguindeguy, interinamente a cargo del Ministerio de Educación y Cultura, resuelve prohibir los libros del pedagogo brasileño Paulo Freire. Su sucesor en la cartera, Juan Rafael Llerena Amadeo opinaba que era necesario prohibir la obra del escritor chileno Pablo Neruda por que “todos conocen la ideología confesaba del autor y, sin desmerecer su obra, quienes lo lean conviene que posean el criterio suficiente para discernir una cosa de la otra”
En 1979, el secretario de Cultura Raúl Crespo Montes respondía que no existía censura a los libros. “En la Argentina en este momento las editoriales tiene plena libertad para seleccionar y publicar cualquier título- explicaba- encontrándose sujetas únicamente a las normas de moralidad y orden público”. Normas que, como el comunicado de la quema de libros de 1976, solo admitían los libros occidentales y cristianos.
La Maga – 28-04-93 – Por Eduardo Blanco