La cosa se pudrió del todo cuando en Bit-Maní trajeron un grupo musical cuyos integrantes subían a ese diminuto escenario todos vestidos de verde oliva. Su líder se llamaba León Castro y, entre tema y tema se fumaba unos toscanos…
León Castro Band
Otoño de 1971, casi primavera en ese Gran Buenos Aires deshojado de novedades. Pueblo Castelarense porque aún no evidenciaba su inclinación lenta hacia el público declarado de «Ciudad».
Presidente militar porque los civiles de camisa y corbata preferían caretear y mandar al frente del desastre a los uniformados que se declaraban omnipotentes y que todo lo arreglarían en un suspiro de una gata sobre un sofá derritiendo gozos mientras sus labios enlechados escupían grisáseas sustancias después de la contracción obligada del «orgasmo».
Primeros joints como cucarachas volátiles en un pueblo ajeno a lo raro mientras la moral y las buenas costumbres deambulaban en camisones y pijamas y la policía cometeaba porciones de muzzarella ahí, al borde de la estación de trenes, y en esos bancos largos franeleados en la barra de fórmica, tintineaban los vasos oxidados de un tinto damajuanero que arrancaba las primeras sonrisas.
Mundo mal parido el de aquel entonces porque los abortos de la naturaleza pululaban por doquier.
Nosotros tomábamos cervezas y morados brebajes de uvas que complementaban viajes lisérgicos y amfetamínicos para luego, ese tobogán conocido, amortiguarlo con el exquisito humo verde meado o qué sé yo qué y el aterrizaje, verlo planear hasta la próxima risa.
A las novias les gustaba armar y les salía cualquier cosa pero la baba de sus pedos pegaba más que esa lengua seca en esos papeles milimetrados de envoltorio rojo o verde y luego se descargaban justificándose en esa marca fallada de origen. Amores de pelos ondulados por culposa molestia de vientos desbocados de ansiedad e impericia y enredada en esas botamangas anchas de vaqueros de Edu-Sport y sus pieles de durazno que nos erizaban los corazones y los labios.
La sintonía entablilló el espectro, y la necesidad de comunicar, de encauzar el barrio, nuestro barrio, desembocó en el atrevimiento de algunos que, irredentos a sus sentidos, procrearon un espacio inherente del desprejuicio reinante entre los mocosos impacientes que éramos: calle Carlos Casares casi Av. I. Arias; un nuevo boliche indefinido en su accionar, se llamaba «Bit-Maní».
En muy corto tiempo se inundó de irreverentes y loquitos con olor transpirado a pachuli y, -paradójicamente- cumplidor de «las buenas costumbres». Nadie en ese interior poseía nada que lo incriminase de alguna falta proclive a la sanción del día evidencial de la guillotina sistemática. Mundo de mierda y un bigotudo presidente militar de pelos que tapaban su labio liporino de borrachos padres, amenazaba sancionar nuestro desparpajo.
El dueño del boliche casi como que no cobraba entrada, pero sí exigía tener noción del momento riesgoso que comprendía el hecho de vivir en un país en donde desde arriba un dedo acusador prepoteaba al más ignoto transeúnte osado de decir cualquier cosa. Había que saber algo de algo, o por lo menos un mínimo sobre qué atenerse en el inmediato futuro reinante. Entonces nos preguntaban si sabíamos el nombre del presidente que nos gobernaba o si teníamos idea sobre qué sucediese si, a eso de las dos de la madrugada una banda de patoteros-matones de uniforme, irrumpían imprevistamente en el lugar y nos insultaban porque sí. Siempre teníamos la certeza de tener el respaldo de nuestros padres, aunque tampoco sabíamos si el desenlace del mismo podría desembocar en algo tan feliz como la simple libertad. También estaba el hastío de los convidados de piedra que éramos y en más de una oportunidad había que comerse una detención «por antecedentes» de casi tres días en una mugrienta comisaría castelarense -había dos- mientras los descerebrados de turno se sacaban los mocos frente a todos y nos insultaban como exiliados del planeta Marte.
La cosa se pudrió del todo cuando en Bit-Maní trajeron un grupo musical cuyos integrantes subían a ese diminuto escenario todos vestidos de verde oliva. Su líder se llamaba León Castro y, entre tema y tema se fumaba unos toscanos que él decía “los había conseguido de un país centroamericano”. Nunca contó a que país se refería pero su trabado rock and roll embadurnado de letras que repudiaban lo que todos los días nos condicionaba, recaló de manera inmediata en nuestras vidas y hasta nos invitó a animarnos a preguntar “para cuándo nuevamente habría de volver esa banda”.
Nunca nos dijeron –los dueños del boliche- cuándo otra vez sería la próxima función, pero no bien trascendía por los alrededores de la estación de Castelar con afiches pegados hasta por esos mismos dueños, el lugar se ponía al mango y los charutos de fumos que rompían gargantas se destapaban de perimidas sensaciones y la nebulosa cubría el espectro y el alcohol completaba el ambiente. Las zapatillas de goma y lona transpiraban más de la cuenta y en esa casi hora y media de temas que ya conocíamos todos, amar al de al lado era el tributo que León Castro nos brindaba sin erosiones mentales y todas dirigidas al corazón. Luego claro, podía pasar de todo y las manos nuestras apoyadas sobre las paredes mientras los pitecantropus pelicortos esputaban puteadas hacia nuestras existencias insolentes, nos violentaban drásticamente y todo terminaba en un mar de incertidumbres y los padres de los que pendejos éramos bifurcaban en reproches pero en el fondo, todos sabíamos de la impotencia frente a ese Poder que todo lo aplanaba bajo esa bota de goma “Marasco”.
Luego de más de 2 años el barcito-boliche oxidó su persiana, la banda de León Castro brilló por su ausencia y nunca más supimos de ella. Los contemporáneos vivos que quedamos de aquel entonces, revivimos recuerdos y las bolsas que rodean los ojos acompañan suposiciones alrededor de ese toscano reluciente que todavía sigue echando humos refrescantes en nuestros corazones.
De Pablo Diringuer