Al Pie de la Letra
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Superhéroes y Archicriminales
Relato de Pablo Diringuer
Superhéroes y Archicriminales

 Ella me mandó a la mierda, y esta vez fue otra mina que hacía… algo más de seis meses que había estirado mi chicle relacional. A veces pienso que los psicólogos a los que he ido, aunque no fueron muchos, quedaron muy distantes de mis necesidades básicas sentimentales, dicho de otra manera y al mismo tiempo, dejaron mucho que desear en su tan mentado trabajo de hacer reflexionar a los que se precien de pacientes y que en la desesperación de la inestabilidad amorosa recurran a personajes X que ni idea si resultará ni de quiénes efectivamente se tratará en ese entramado de dar facultades semejables a un cura tras ese biombo de plásticos entretejidos para que uno se suelte y largue ese rollo de pensamiento mezclado con corazón. Y una vez más se me armó quilombo a pesar de acusar recibo de críticas leves que finalmente resultaron ser anticipos de lo que se venía: una gran tijera que si bien me cortó por la mitad, el filo alcanzó para cortarme bien las bolas.

Yo siempre tenía a mano algún amigo para cantarle el tango bajo el farol de la esquina, creo que todos –inclusive las mujeres- suelen tener alguno de mucha confianza para editar un larga duración con los llorones temas de coyuntura rota por amor. Y yo tenía varios, pero me quedaba con uno en especial porque él solía empezar y terminar de manera asidua con la mujer que se le presentase y, por ende, ese ave fénix que tan bien lo representaba me resultaba un personaje difícil de eludir a la hora de necesitar cierto apoyo logístico frente a eclosiones ligadas al amor; mi amigo Lems hubo de pasar infinidad de veces por este trance y en esta oportunidad hizo un poco de confesor gratis, y sus palabras fueron por demás reconfortantes y hasta lograron disiparme por un buen rato del tobogán que me chupaba hacia la roca filosa del golpe fatal.

Y como siempre sucedía en estos casos, ese rebobinar lo sucedido en donde las recordadas palabras y fotos mentales con la vista en la nada, hacían aparecer el sonido y las imágenes de ella que se empecinaba en no aflojar su tácita presencia. Ella –Tatiana, su nombre- siempre tenía pretextos para alguna crítica y de la nada aparecía algún conejo saltarín que hasta me arañaba con sus bigotes la sorpresa del interrogante mágico en esa galera profunda y oscura de caprichos femeninos. –“No me pasás a buscar nunca por el laburo” o… “El otro día cuando fuimos a esa reunión en la casa de mi amiga no me diste pelota en toda la noche y encima te fuiste a emborrachar con esos dos allá al fondo del salón… ¡me ignoraste!” o… “Está bien que yo a lo mejor soy un poco posesiva pero… tampoco me trates como a una extraña” o… “Siempre llegás tarde a nuestros encuentros y me re molesta esperar sola en el bar”…

La sutileza ante todo para decir que no se bancaba una y yo que siempre veía un cubito de refrigerador cuando lo que había era un iceberg capaz de perforar un Titanic en el cual finalmente me ahogué con burbujitas y todo. Y entonces no me la banqué y la fui a buscar al laburo, al bar y al Titanic antes que se hundiera pero ella se desquitó con una gran flitera y mis alas de mosquito se impregnaron de tal manera que planear en ese espiral descendiente de mi vuelo hízome estrellar varias veces contra el cemento.

Mientras estuvimos juntos también es justo decirlo, yo la llenaba de palabras amorosas y gestos manifiestos de hombre enamorado, seductor y… también calentón. Me gustaba agarrarla de improviso y apretarla en cualquier lado, me gustaba tocarle el culo y decirle que a partir de ese momento era un superhéroe rescatándola de su cautiverio; obvio que la mano en su trasero no lo realizaba en el medio de la calle Florida a las doce del mediodía un día viernes, pero siempre que podía y ameritaba la circunstancia le daba a entender que sus curvas –sobre todo las de la parte de atrás- eran por demás, de mi soberano gusto.

A ella eso le gustaba, el saber que, en esa mezcla de gustos individuales cada uno deseaba del otro y, en mi caso en ese 100% de su persona a mi modo de ver encajaba casi el mismo porcentaje. A veces me chicaneaba y se reía cuando me decía que ya que era su superhéroe, hasta podría llegar a ser un Batman que se preciaba en tener a su Batichica o tal vez a una Gatúbela para saciar por la fuerza sus bajos instintos. Cuando me decía eso, lo más lógico después de sus miradas y gestos era que termináramos en la catrera, a mí me sucedía que tal cual me sonaba su voz ya sabía que ella tenía ganas, del mismo modo que, mi cara denotaba a los cuatro vientos ese despertar sexual que nos unía con sumo conocimiento de unísonas personalidades al acecho.

A veces la sentía Batichica, casi siempre Gatúbela; es que… asiduamente sacaba a relucir su instinto femenino de esa galera pingüinera, la sentía como el fiel reflejo de su sexo, bastante lejano del mío; lo que para mí resultaba ser algo simple, para ella era por demás re-importante y, a la inversa, sucedía lo mismo. Lems me escuchaba todo esto que me brotaba hasta por el canuto de mis pelos y entrelazaba con situaciones de las suyas, luego las botellas se vaciaban, y sus frases predilectas antes del fin del curtido diálogo era: -“Las mujeres son inentendibles; mañana te vas a cruzar con otra y rogá que los rollos no vengan más de 74 metros” luego se reía y me decía que había conocido una nueva que tenía varias amigas.

Pero yo después me iba y la cabeza me caminaba como siempre y no pensaba en la Batichica, no, pensaba en Gatúbela, en su voz y sus dichos en épocas felices, en sus curvas, sobre todo las de su culo que tanto me gustaban y en esos pantalones tan apretados que me aparentaban tanto esfuerzo sacarlos pero en la desesperación de nuestros encuentros patinaban como si estuviesen enjabonados. La muy guacha no hizo sonar más mi celular y hasta me autotorturaba leyendo algunos mensajes de texto que me había enviado en aquellas épocas felices. Lems me decía que iba a traer un hacha y le iba a dar pa’que tenga al aparato que me enfermaba, pero en realidad yo sabía –los dos lo sabíamos- que el enfermo resultaba ser yo y que de nada serviría el enroscarme en cualquier distracción fuera de esa realidad; el proceso me duró bastante tiempo y cada aventura que se me cruzaba me entretenía sólo algún rato, luego de lo cual, afloraba la imagen de Tatiana. Así fue hasta que un día Lems me comentó que la vio muy a las risas con un chabón que según él creía era el dueño de un boliche tipo pub de Palermo. ¡Para qué me lo habrá dicho! Fui como el enfermo que era hasta ese lugar, no sé para qué quería verlo con mis propios ojos; Lems me insistió en que no perdiera mi precioso tiempo, que nos dirigiésemos hacia cualquier otro lado, que ya no importaba, que me deje de joder. Pero no, yo fui sin más y entré al boliche como un parroquiano más y me senté a una mesa con Lems que se hacía el distraído mientras tomábamos un tinto.

Una hora después ella entró como habitué del lugar del brazo del tipo; él resultaba ser un aparente ricachón de ese nuevo Palermo viejo, ahora lindante con el actual Hollywood, alrededor de cincuenta años denotaba su aspecto; tanto Tatiana como yo, rondábamos los 30; ella gozaba con su nuevo novio, su actual pasar; había optado por un viejo de mierda con guita el que seguramente le piropeaba su culo –y se lo tocaba por todos lados- yo tomaba mi vino y Lems se hacía el boludo.

Los vi tras la barra como se reían y hasta algún beso raspaba al pasar, luego salieron un rato y ella por suerte no me vio; en la puerta los espié de lejos; y allí me percaté, el cincuentón tenía puesto un saco aterciopelado de color violeta combinado con una camisa naranja y en su cuello un pañuelo de color azul sedoso, un verdadero mamarracho a flor de piel; ella seguía mostrando sus curvas con un pantalón de cuero muy apretado al igual que una chaqueta del mismo color. Allí tomé conciencia que Gatúbela se había decidido por el Guasón; y Batman, Batman descorchaba incertidumbres con Robin en el medio de la oscuridad de la noche.

De Pablo Diringuer

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