El niño sombra de los ojos lechosos me mira desde el rellano de la escalera. No emite vocablo alguno y no hace ningún otro gesto que no sea el de seguir mis movimientos con la mirada. Hace siete años que lo hace; y siempre igual, siempre lo mismo.
Hasta el día de hoy.
En todo este tiempo, es la primera vez que lo veo descender desde el primer piso de nuestro hogar hasta la mitad de la escalera. Y además está lo otro, también una novedad: desde la cocina, a cinco metros de donde se encuentra —y a pesar del tremendo dolor que lacera mi ojo derecho, totalmente cerrado por el golpe—, puedo ver cómo sonríe.
Nunca lo había hecho.
Y no sé si me gusta esa sonrisa.
Voy hacia él, rengueando, pero me detengo como fulminada por un rayo cuando levanta una de sus manos y señala el suelo con el dedo índice —negro también—. Miro hacia abajo y distingo lo que el niño sombra quiere que vea. Son las huellas que dejan mis pies desnudos; de un rojo oscuro, como el hierro, parecen rosas marchitándose en la podredumbre de la angustia y el martirio sin fin.
Entonces sus ojos níveos se clavan en mi mano derecha. Y en el cuchillo que llevo en ella, y que todavía chorrea gotas de sangre. No se mueve de su lugar en la escalera y separa sus labios, sin dejar de sonreír.
—Te amo, mamá —dice con una voz que no es de este mundo; y da dos pasos hacia atrás para desaparecer tragado por la pared. Lo último que veo son sus ojos sin vida, los que, al ser absorbidos, dejan dos manchas blancas que, imagino, jamás quitarán ningún producto de limpieza.
Y no aguanto más las lágrimas; caen por mis mejillas como si fueran dos ríos desbordados por la agonía y el tormento. Y los recuerdos…
La felicidad plena cuando me casé con Bernardo. Y las primeras señales que asomaron durante el viaje de bodas: alcohol… Alcohol y más alcohol. Y más alcohol. Los golpes que hicieron su rutilante aparición. Y mi silencio. Y sus lágrimas y el «perdón, amor, no lo hago más». Siempre creí en esa promesa y nunca la cumplió. Ni siquiera cuando nos enteramos del embarazo. Es más, desde ese momento los puñetazos fueron in crescendo. Más violentos, más certeros. Quería una nena y yo estaba embarazada de un varón. Ni en eso lo pude satisfacer…
El golpe del desgarro fue el peor, directo a mi bajo vientre. Con él, mis deseos intensos de ser madre quedaron truncos para siempre, con la leche pudriéndose en mis senos.
No pude huir de nuestro hogar. No pude huir de Bernardo y sus golpes. No pude…
Cuatro meses después del aborto apareció él, el niño sombra. Estaba de pie en el primer peldaño de la escalera, junto a la pared, y me miraba con sus ojos blancos. Bernardo no lo veía y nunca le conté de él: hubiera creído que estaba loca, y su violencia agresiva hubiera crecido hasta el infinito.
Siete años pasaron ya.
Regreso del pasado, que me atraviesa con su daga helada la piel, y miro hacia la cocina. Bernardo yace en el piso, bañado en un charco escarlata. No me duele el alma por lo que hice, y no sé si eso es bueno. Pero ya está. La patada en la rodilla y la trompada en el ojo fueron sus últimos golpes.
Jamás imaginó que yo, siempre sumisa en mi rol de receptora de las agresividades más cruentas, fuera capaz de la estocada. Y así le fue.
Sin soltar el cuchillo, voy hasta la mesita del teléfono —la rodilla me duele horrores— y hago la llamada de rigor. Un minuto después cuelgo y levanto la vista hacia el pequeño par de manchas plateadas de mitad de la escalera.
Y, mientras espero a la policía, sonrío a la soledad de mi hogar.
—Descansá en paz, pedacito de mi corazón.
De Juan Esteban Bassagaisteguy
Cuento Incluido en la Antología Truculencias – Sello Fantasma – 2018