La violencia como metodología para disputar espacios de poder o dirimir diferencias políticas fue una constante en la historia argentina. Desde unitarios y federales en adelante, la línea del tiempo de la memoria nacional está salpicada de sucesos sangrientos emparentados con la política, pero nunca tuvieron un carácter tan sistemático, nunca fueron tan fríamente organizados como en el plan represivo implementado por la dictadura que se apropió del poder el 24 de marzo de 1976 y cuyas secuelas se hicieron sentir durante décadas en el tejido social argentino, enturbiando el estudio de aquel periodo histórico fundamental del pasado reciente.
Desde fines de los años Cincuenta, las Fuerzas Armadas argentinas habían hecho suya la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, que difundida desde la Escuela de las Américas del Canal de Panamá (centro castrense norteamericano para la formación de militares latinoamericanos) planteaba que en el mundo se estaba librando una lucha entre comunismo y democracia. Ambos sistemas antagónicos, eran liderados por la desaparecida Unión Soviética y Estados Unidos de Norteamérica respectivamente. Según esta visión, nuestro país pertenecía por razones históricas y culturales a la órbita estadounidense, y debía librar una guerra donde el enemigo era interno y se mimetizaba con la población. Esta lucha además de militar era ideológica y por su condición de guerra no convencional, debía adoptar métodos no convencionales que no estuvieron sujetos a las “trabas” del sistema democrático, oponer al terrorismo más terrorismo, con el apoyo de los inmensos recursos del Estado. Nacía el terrorismo de estado cuyas víctimas no solo fueron los que se habían alzado en armas sino todo disidente político: militantes barriales, artistas, religiosos, gremialistas, profesionales.
La siniestra doctrina había sido inaugurada por los franceses en sus guerras coloniales de Indochina y Argelia y difundida en Latinoamérica por los asesores norteamericanos. La técnica se basaba en la anulación total de la voluntad del detenido y la tortura física y psicológica para quebrarlo y además obtener información que permitiera más capturas.
Semejante metodología no podía aplicarse en forma generalizada estando vigentes las garantías constitucionales, por ello fue necesario el establecimiento de una dictadura que anulaba todos los derechos civiles y autorizara la creación de centros clandestinos de detención; así surgen los “chupaderos”, los “pozos” y los “campos de concentración” más o menos disimulados. Cuando se estableció el gobierno militar presidido por el general Jorge Rafael Videla, el país fue divido en zonas de ocupación y dentro de ellas comenzaron a funcionar los centros clandestinos. El circuito de la muerte era simple: se internaba al detenido, se lo torturaba en busca de información y luego se decidía si era “recuperable” o sufría un “traslado”, eufemismo que disfrazaba el asesinato de la víctima. La metodología variaba según las posibilidades del lugar y de la Fuerza a cargo del centro.
En algunos sitios los “irrecuperables” o los que no sobrevivían a las torturas eran rematados y sepultados como NN en los cementerios locales o arrojados al mar en los “vuelos de la muerte” que practicaba la Armada, o masacrados en algún lugar apartado para luego anunciar que “fueron abatidos en enfrentamientos”. Cuando se reinstaló la democracia en 1983 los horrores comenzaron a salir a la luz y el posterior informe de la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (CONADEP) confirmó la dimensión del genocidio: 10 mil casos de desapariciones forzadas, aunque los organismos de Derechos Humanos elevan esa cifra a 30 mil. De lo expuesto en ese informe se desprende que la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) fue el mayor centro clandestino de detención ya que por allí habían pasado unos 5 mil detenidos-desaparecidos. El predio ocupaba en su apogeo más de 36 hectáreas con cerca de 40 edificios y en el cumplían funciones centenares de hombres de la marina de guerra. Ubicada en la zona norte de Buenos Aires, con el paso del tiempo se convirtió también en el mayor símbolo de la represión ilegal.
Por tal motivo, en marzo de 2004, el presidente Nestor Kirschner propuso la creación en ese lugar de un Museo de la Memoria que perpetuara el recuerdo para las generaciones futuras, de lo que allí sucedió.
También en muchas ciudades del Interior y del gran Buenos Aires fueron apareciendo placas conmemorativas en instalaciones militares y también en edificios privados denunciando que allí funcionaba un centro clandestino de detención.