Cuando siento hambre y no tengo guita, agarro un cuaderno con ganchitos (como los viejos avon) y arranco una hoja sin cuidado, de un tirón. Quedan unos cuantos riachos de flecos presos entre los barrotes. Irlos sacando de a pedazos con las uñas es igual a haber comido un bife de costilla y estar chupando al hueso a todo diente, igual a liberar una boa de una trampa larga y flaca como un gigantesco cubanito (las dos flacas y largas: boa y trampa). Si el hambre apremia, otro método que utilizo es planchar prolijamente un filtro de café y todavía tibio, acomodarlo de manera que me cubra la nariz y la boca. Ya equipado, me anuncio que acaba de empezar la última guerra. Eso produce una espléndida paz interior y sobre todo quita el hambre. La gula es la primera víctima de cualquier guerra justa, o santa, o que sea exigida por el bien de la humanidad, y cada vez vienen más justas y santas las guerras, cada vez contribuyen más a que el hombre alcance su meta suprema. Volviendo al filtro, ese olorcito a café anidado entre los hilos de la tela tosca equivale al de las mesas de alguna cervecería centenaria; recuerdo una en Heidelberg, a orillas del río Neckar, se podía oler cerveza derramada por el canciller Bismarck una noche de octubre de 1914, uno no quisiera salir más de allí, no quiere abandonar la mesa, ninguna, ni la carpita antigases. En fin, cuadernos ya no tengo (me comí cuatro este mes), y la guerra demora. Me voy a preparar un sándwich de pechuga de pollo y apio, beberé un vaso de vino blanco y a dormir la siesta, acunado por la voz de un locutor de Radio Nacional.
Tiempo de Descuento – (Del diario de Ignacio Neuberri)