Lo vi por primera vez en el Tibidav, cuando mis veintitantos años se desfloraron en un cabaret de la calle Corrientes, después de hacer la primaria y la secundaria en los cafetines humosos y tumultuosos de extramuros. Fue cuando alguien que compartía conmigo una copa de Sello Verde con agua y hielo y en mesa de pista me dijo al oído: “¿Lo ves? Ese es Homero, ese con pinta de poeta, con cabeza de poeta…” A veces, cuando repaso un tiempo que me duele hondo, me pregunto por qué no me atreví a abordarlo a Homero, a cambiar toda esa admiración por una amistad más estrecha, más de carne y admiración por una amistad más estrecha, más de carne y hueso… Quizás un exceso de pudor quizás un exceso de timidez, quizás un exceso de todo, menos de atrevimiento. Y así se me fue el tiempo hasta que de Homero solo me llevé recuerdos, encuentros casuales, canciones, versos, historias, lugares, esquinas, confidencias de esos biógrafos callejeros de su Pompeya de los atardeceres, de la esquina de San Juan y Boedo y, al cabo, apenas si me transformé en un millonario albacea testamentario de ese melancólico amante del adiós…
Cuantas veces me pregunté si Homero no era como el arquetipo de nuestras enfermizas melancolías, esas que nos obligan a mirar hacia atrás, a llorar las cosas perdidas, a sumergirnos en el desmayado paisaje de la evocación. Homero, chango en su Añatuya natal, acunad en el sosiego de las siestas del calor que agobia, formado en las costumbres plácidamente pueblerinas, canturreando chacareras con esa fonética tan “seosa” de los santiagueños.
Después ese brusco trasplante a los arrabales de Pompeya con sus atardeceres quietos, con las cercas perfumadas de glicinas, con las parejas de enamorados que andan los crepúsculos de la marcha lenta y el lenguaje de las miradas, con el almacén, las chatas, el corralón. ¿Es que el tango, la poesía popular puso llevarse para siempre a ese vigoroso luchados de FORJA; ese defensor de las cuestiones populares de la identidad del país, de la nacionalidad…? Ese compañero encendido de Jauretche que salía a la calle a fritar sus ideales, ese hombre de Leandro Alem, como canta en su milonga, que después se sintió más pueblo en su conversión al peronismo, febril trabajador del cine, del teatro, ¿Cómo pudo sucumbir al sortilegio de las musas de la poesía y de la música populares? ¿A tanto llegó el hechizo de ese mundo turbador de la noche, en medio de esos eternos transeúntes de la nostalgia, de esos desconsolados habitantes de la ignota comarca que solo admite a los tristes, a los miembros de esa logia que frecuentan los teatros desiertos, la penumbra que protege, las sombras que liberan de tanto adiós, de tanta despedida, que concluyó por ser peatón de esa otra vida que no exige, que no condiciona, que deja vivir evocando, nada más que evocando…?
Una vez, en ese vicio de borronear cuartillas, imaginé una intención de juicio a Homero, un juicio histórico, pero con un abogado defensor que rebatiera el alegato acusador del fiscal antipoeta, antimelancólico, antisoñador, antitango…Y como testigos de cargo les di el soplo de la vida a todo ese mundo que rodeó a Homero, a los objetos, a los seres humanos para que presenten sus testimonios cargados de reproche. No, nunca se detuvo a amarme, declaró Juana La Rubia con dolorida irritación; me contempló desde lejos y se dejó llevar por el olvido.
Tal como ocurrió con aquella René que esperaba en las piedras de Constitución el coche que se fue camino al tiempo olvidado. También Malena que lo acusó de ese frio del último encuentro.
Y la puerta que nunca se abrirá para su paso, y ese piano que nunca más sonará aquella misma dolorida melodía, todo eso que guarda el eco del eco de aquellas voces de las que Homero huyó al cabo, siempre huyendo, siempre leyendo cartas escritas con pulso febril, pero irremediablemente amarillentas. Es un enfermo de olvido, aullaban todos los acusadores; no sabe amar, gritaba toda la corte de fiscales con los labios apretados y el índice acusador; no lucha por el mañana, no cree, no construye. Pero lo amé, lloró Juana La Rubia; yo también lo amé, gritó René; yo también, se lamentó aquella Ninguna de aquel cuarto donde quedo solo el eco del eco de su voz….
En aquel juicio que urdí en mi imaginación, al cabo se escuchó la voz grave del anciano juez pronunciando el veredicto…”En nombre del Amor lo declaró inocente. Existe una especie de Homeros que huyen antes de que el amor envejezca Son enfermos del adiós. Las calles y la luna suburbana/ y mi amor en tu ventana/ todo ha muerto, ya lo sé…” Así concluyó la sentencia.
Tiempo Argentino – 06-04-84-Por Osvaldo Ardizzone