Todas lo habían hecho. Todas menos ella. Y eso la hacía sentir distinta, inferior, infantil.
Sola en su casa (hija única, papá abogado, mamá maestra, ambos trabajando a esa hora de la tarde), recostada en su cama miraba a la colección de ositos de peluche –de todos los tamaños, formas y colores– que atesoraba desde que era chiquita. Los aborrecía por recordarle su niñez cercana de la misma manera en que odiaba a las idiotas de sus amigas, que tanto se burlaban de ella.
Pero hoy todo iba a cambiar.
Hoy era el día esperado desde el inicio de los tiempos. Para ella y para Joaquín.
El solo pensar en su novio adolescente la tranquilizó y la hizo sonreír en el silencio de la habitación. Aunque solo tuviera diecisiete años –dos más que ella–, Zoe sentía fascinación por él.
Alto, morocho, de manos fuertes y risa contagiosa, eran sus ojos celestes que enmarcaban un rostro cetrino lo que la hacía morir de amor. Y lo que generaba la envidia de sus compañeras de escuela: en todo el Instituto San Francisco de Asís de Eldorado, en la cálida Misiones, no existía un adonis como su novio.
Divagaba en sus pensamientos cuando sonó su celular. Mensaje de Joaquín. «Estoy». Desfalleció de alegría sobre la almohada y al instante se incorporó, sintiendo vibrar todo su ser. Lo peligroso, las rígidas normas paternas evadidas, el ratearse del cole para eso, todo hacía subir la adrenalina a límites insospechados.
Y se sentía excitada como nunca antes.
Bajó las escaleras corriendo y abrió la puerta de su hogar.
El calor que azotaba la tierra colorada a esa hora, las cuatro de la tarde, la acarició con suaves oleadas. Como lo hizo la mirada profunda de Joaquín.
—Hermosa —dijo él, cerrando la puerta, tomándola de la cintura y atrayéndola hacia sí.
—Hermoso —dijo Zoe, y con sus brazos rodeó el cuello del joven. Cerró sus ojos y el beso apasionado no tardó en llegar, lenguas húmedas rozando paladares ajenos.
—Te deseo, preciosa —suspiró Joaquín. La adolescente percibió cómo el cuerpo de su novio elevaba la temperatura del suyo hasta límites insospechados, y las manos de este bajaban hasta detenerse en su cola, por debajo de la minifalda que traía puesta. La oprimió con suavidad y ella sintió sus dedos (peludos… ¿peludos?) recorriendo su tersa piel.
Extrañada, abrió los ojos para encontrarse con los de su novio. Por un instante le pareció que estos eran de color negro, como una noche sin luna. Pero no: eran los mismos ojos color cielo de siempre, que fulguraban pasión y acompañaban a una sonrisa capaz de derretir hasta las piedras.
—Yo también, Jo —sonrió a su vez, escapando de las manos traviesas del joven—. Pero mejor acá no.
—Con un beso dulzón rozó los labios de Joaquín y corrió escaleras arriba. Al llegar a lo más alto, volteó su cabeza y, divertida, le sacó la lengua. Cuando su novio comenzó a subir saltando los escalones de dos en dos, huyó hasta su habitación. Pero no tan rápido: quería, necesitaba, deseaba ser atrapada.
Alcanzó a llegar al borde de la cama y sintió a Joaquín abrazándola por detrás. La nariz de este hundiéndose en su pelo, los besos erizándole la piel del cuello, las manos del joven buscando ávidas sus senos, el miembro viril rozándola urgido…
Giró sobre sus talones quemándose por dentro.
Y otra vez lo raro: Joaquín no parecía tan alto como siempre.
Pero fue solo una sensación que duró el microsegundo que tardó su novio en depositarla con suavidad sobre la cama. Y todo pasó a segundo plano cuando este comenzó a moverse lento sobre ella sin dejar de besarla, desnudándose de la cintura para arriba, desabrochándole la blusa y haciendo volar su corpiño por el aire. Percibió la entrepierna rígida del joven entre sus muslos, y su propia humedad calurosa pidió más y más.
Separó las piernas y Joaquín elevó su torso. Le sonrió, y con sus manos hábiles deslizó con delicadeza la ropa interior de la adolescente.
—Cuidame, Jo —susurró. Y pensó en sus amigas: ahora ella también sería una más, como todas, y nadie la volvería a tratar como a una nenita virgen.
—No te preocupés, amor.
Fue un pequeño dolor lo que sintió en primer lugar. Y luego el miembro en su interior meneándose con suavidad, entrando, saliendo, latiendo, todo muy lento primero, algo más rápido segundos después, y a una velocidad formidable luego.
Se sintió explotar cuando el roce de aquel contra el clítoris no la dejó pensar más ni en lo que estaba haciendo, ni en la rateada del instituto, ni en sus padres trabajando a esa hora. Solo quería volar y llegar hasta el infinito. Apretó con fuerza las nalgas (peludas también… me gustan mucho) de su novio y se movió veloz como nunca.
El orgasmo llegó y los espasmos la recorrieron de punta a punta, en comunión con el torrente masculino que sintió cálido en su entrepierna.
Abrió los ojos y encontró los de Joaquín. Rezumaban amor. Y deseo.
—Te amo, Jo.
—Yo también, linda.
El joven se retiró lentamente de ella y se acostó a su lado. Zoe se deslizó sobre el pecho de Joaquín.
—Me encantó —suspiró—. Pero tenés que irte, amor, papá o mamá pueden llegar en cualquier momento.
—Okey —dijo él, y besó suave sus cabellos. Ella se irguió y chocó los labios con los del joven—. Y a mí también me encantó, bonita. —Su sonrisa permanecía inalterable.
Joaquín se sentó sobre la cama y le dio la espalda para ponerse la remera con la imagen de Dread Mar I. Y por eso Zoe no vio cómo sus ojos cambiaban del celeste al negro, y luego al celeste otra vez, y un par de colmillos punzantes asomaban de sus labios.
También la adolescente se vistió y, luego, ambos bajaron las escaleras abrazados por la cintura.
Llegaron a la puerta de la casa y volvieron a unirse en un beso único, desenfrenado, dulce, que pareció durar una eternidad.
—Chau, hermosa —dijo Joaquín, separándose apenas de su amada.
—Chau, amor —dijo ella, y le dio el último beso. Lo vio bajar trotando los escalones de la entrada a su hogar (una casa de dos plantas ubicada sobre la avenida Yrigoyen, en la periferia de la ciudad), y cruzar rápido la calle hacia el monte más cercano.
Joaquín se dio vuelta, la miró desde lejos y le lanzó un beso al aire, que ella atrapó con una de sus manos, dando un saltito y sin dejar de sonreír.
Entró en su casa y cerró la puerta, apoyándose contra la pared y cerrando los ojos. Rebosaba felicidad y por eso no se dio cuenta de que, al despedirse de su novio con un beso, no necesitó —por primera vez— ponerse en puntas de pie para abrazarlo al momento de unir sus labios.
Abrió los ojos y distinguió algo en el piso, junto a la puerta. El celular de Joaquín. «Se le debe haber caído cuando se iba», pensó mientras lo levantaba.
Entonces sonó el timbre y pegó un gritito, sorprendida en sus cavilaciones.
Abrió la puerta. Joaquín.
—Hola, hermosa —dijo él, y le dio un beso rápido—. Perdoname el retraso, pero cuando venía para acá, cruzando el monte, se me cayó el celular cuando empezaba a escribirte el mensajito que habíamos quedado. Y por más que lo busqué y lo rebusqué, no lo pude encontrar. Papá me va…
—Vio que Zoe sostenía su teléfono y se interrumpió—. ¿Cómo? ¿Lo tenés vos? ¿Dónde lo encontraste? ¿Fuiste al monte? No te vi.
—Pero… pero… —La adolescente no pudo responder ninguna de aquellas preguntas y se sintió desfallecer. Joaquín lo notó y la abrazó fuerte—. Él… él… —balbuceó, y de improviso gritó—: ¡Abrí la puerta, Jo! ¡Ya!
El joven obedeció. Ambos salieron al exterior y miraron hacia el monte.
Allí estaba él observándolos, a media cuadra de distancia. No medía más de noventa centímetros de alto y su cuerpo estaba todo cubierto por una pelambre de color amarronado, con los desagradables brazos casi rozando el suelo. Les sonrió, y a Zoe le pareció distinguir un par de colmillos enormes asomando de sus labios repugnantes.
Y estaba segura de haber visto que el monstruo, clavándoles la vista y antes de desaparecer en la espesura, soltaba al aire un beso lujurioso, lascivo, obsceno como el que más.
Al borde de un ataque de pánico, temblando a pesar del calor arrollador, recordó las palabras de su abuela Francisca, a quien todos en Eldorado consideraban loca de remate:
Cuidate, Zoe. Vos sos muy apasionada y te corre sangre caliente por las venas, como a mí cuando tenía tu edad. Y eso… eso es una señal que él percibirá cuando estés lista para tu primera vez. El Pombero, Zoe. Cuidate del Pombero.
Y se desmayó en los brazos de un incrédulo Joaquín.
El joven cargó a su novia desvanecida, entró en la casa y la depositó con suavidad sobre uno de los sillones del living. E iba a ir a la cocina a buscar un vaso con agua para reanimarla cuando lo vio.
Se le aflojaron todos sus músculos y dejó escapar un agudo chillido lleno de terror.
El bajo vientre de Zoe se movía solo, agigantándose y delineando bajo la piel de la adolescente una figura cuasihumana que estiraba sus bracitos para escaparse de allí.
Juan Esteban Bassagaisteguy
Iustración de la artista argentina Jessica Bilbao