Al Pie de la Letra
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De Compras por el Barrio
Relato de Pablo Diringuer
De Compras por el Barrio

Había “tumba”; el carnicero que declaraba mortuorios pedazos de vacas en ese mostrador de mármol, se hacía el boludo y me hablaba -y hablaba al común de los presentes- de tiempos netamente banales, parecidos a los de un común tachero al volante de algún ignoto auto preto-amarelo  por las calles de la ciudad de Buenos Aires.

Las moscas inundaban el ambiente, y mientras esperaba mi turno consumidor, viajaba elucubrando pensamientos alrededor de ese enjambre de dípteros al azar que semejaban participar de un gran embudo cónico apuntando hacia esos cachos de carnes sin ataúdes sobre el mostrador. Las moscas tenían caparazones brillosas de tonos verde, -algunas- pero el gran espacio volátil de las otras en tamaño y color, mostraban un tácito y casi apagado negro sobre esos lomos hambrientos de sabrosas necesidades. El zumbido era algo… hasta casi complaciente dentro del ambiente de paredes bastante despintadas; el color gris oscuro, de algún modo, disimulaba su presencia cuando esa mayoría opaca posaba las seis patas aterrizadas de expectativas.

En el medio de ese salón carnicero, sobre el techo había un electrificado aparato enrejado en cuyo interior había un tubo de color casi violeta que delataba y atraía a esas insoportables moscas para terminar asesinándolas al contacto del adornado metal. El zumbido del artefacto acompañaba al de las alas de los insectos y cada tanto vociferaba la electrocución de alguno de éstos pasados a la hecatombe del infierno.

Me había tocado ser el tercero en la espera –que no era para nada dulce- y una mujer antesala en la cuestión con su bolsa manchada de años le hubo de pedir dos churrascos, unos huesos de caracú algo grasosos y ansiosos de hipotéticas sopas, y un medio pollo que de nada podría llegar al cielo pues con una sola ala difícil de acercarse a alguna nube.

-¿Quién sigue? – vociferó el hombre de gorro blanco y delantal angurriento de novedades-

Lo siguió en la demanda de situaciones un obrero de la construcción que, afectado por la obra del barrio, contó monedas y billetes de baja monta luego de su escueto pedido: una larga tira de falda, tres chorizos, una morcilla y un pedazo de chinchulín. El carnicero dejó salir sus palabras por entre sus bigotes manchados de nicotina y un deforme escarbadientes chamuscado en medio de sus labios y dientes: -¡Ah… hoy estamos de fiesta! –dijo sonriente-. –Hoy nos pagan –contestó el albañil mientras rascaba los bolsillos-

Entonces me tocó el turno. –Qué va llevar “mister” –me dijo-

Yo tenía hacia la noche una reunión de amigos en la que nos habíamos puesto de acuerdo en no consumir básicamente carne vacuna, motivo por el cual, esa reunión solamente debería contener carne de aves y, a lo sumo, alguna achura más las concebibles ensaladas normalmente tomateras y lechugonas con zanahorias y cebollas.

El hombre tras el mostrador de blanco y gastado mármol, acomodó y sacó filo a su cuchilla y sacó de un dudoso recipiente y de bañado acuoso dos pollos bien blancos de piel y no bien los posó sobre la arqueada tabla, comenzó a masacrarlos con total maestría que, en contados segundos, semejaban ser pedazos milimetrados de igual tamaño.

Las moscas brillaban, no por ausencia, sino, por el contrario, muchas de éstas participaban de un gran espectáculo aéreo, casi espacial y en su vuelos algo rasantes acomodaban el sonido total cumbianchero que emitía el desvencijado aparato grabador que lucía con total orgullo el carnicero. En un momento dado y debido al tiempo que hube de concretar en la espera, hasta me dio la impresión que los insectos voladores hubieron de concertar un espectáculo para hacerme más llevadera la corta demora, y en este sentido, mi visión del tema fue que ambas variaciones de colores de sus caparazones se habían alternado en hacer piruetas y extraños conjunciones de malabarismos en el escueto espectáculo que me brindaban acrobáticamente.

Finalmente, el expendedor cuchilla en mano terminó su tarea y luego de indicarme sobre cuánto debería de oblar  dirigió sus laboriosas manos hacia un gran rollo de bolsas polietilenas lo que motivó el percatarme la visión ampliada sobre esa especie de cementerio mostrador de cadáveres avícolas;  allí pude observar con total libertad que, acompañando la excelente labor de expendedor de ex –vidas también cumplimentaban semejante labor, como frutillas del gran postre humeante de ganas, varias moscas trozadas casi en mitades acompañantes sobre esas blancas pieles emitiendo vapores lavandinosos. Estimaba tal vez, de manera rápida y bajo los efectos de mi apurada improvisación visual y al voleo, el haber contabilizado por cada una de esas partes no menos de media mosca trozada y adherida sobre cada una de los pedazos avícolas rápidamente introducidos en un par de bolsas. De manera inmediata pasó por mi pensamiento el hecho de imaginar la futura reunión con mis amigos y entre trago y trago del infaltable tinto el ver chamuscar sobre la parrilla esas alas y caparazones verdes y negros mientras las risas de nosotros humeaban el ambiente y tras esa elucubración hasta profundizar aún más mi hipotética suposición alrededor del pesar sentido por el conjunto del enjambre díptero pues según mi visión muchas de ellas giraban y giraban en derredor de  bolsas a punto de cerrarse como si las que quedaban en movimiento todavía tenían la intención de despedirse de las que ya, habían pasado a mejor vida, como una especie de duelo.

El carnicero observó mi actitud viajera mental y mi vista como extasiada hacia el más allá de la básica compra que acababa de realizar, pero como no actuaba en consecuencia, nuevamente me recalcó en lo que debía pagar. Mientras acusaba recibo de sus palabras y acompañaba el aterrizaje de mi cohete mental, decidí dejar el bagayo avícola sobre el mostrador y fingí un llamado al celular, y con sumo respeto le dije que me disculpara, que iba a atender el teléfono en la puerta pues allí dentro no tenía señal. El hombre me contestó amablemente que no había ningún problema, que no bien resolviera ese pequeño inconveniente todo continuaría normalmente y, para seguir con su rutina, atendió a otra mujer que se hallaba detrás de mí.

Cuando salí del ambiente, noté la sideral diferencia de lo que hasta ese instante estaba respirando; del vaho penetrante mezcla agusanado y fragancia lavandina, había pasado en segundos a esa agradable ventisca casi primaveral de los árboles florecientes que se hallaban sobre las veredas. De manera más que solapada y mientras observaba casi de reojo el interior del negocio, mis pasos de duende sigiloso, como un Peter Pan mezclado con Flash dieron rienda suelta al libre laberinto del raudo escape, y desde la esquina, casi a una cuadra de distancia pude sentir los gritos del hombre de delantal manchado y perfumado de achuras tendientes a duchas blancuzcas, el mismo había salido a la vereda y me gritaba mezcla de enojo con sorpresa para desembocar en el inefable improperio cuyo verdadero significado preferí anclarlo en el fondo de mi océano de circos más que olvidadizos. Luego de dos cuadras zigzagueantes agregué el sentimiento de un fugador cometedor de algún pseudo delito, mas no tuve demasiado tiempo y un gran supermercado recientemente inaugurado me recibió con las puertas abiertas de par en par, y un más que agradable aire acondicionado; hubo, además, el haber contagiado a esos casi petrificados pollos inertes dentro de esas heladeras re-prolijas de pulcritud y una linda vendedora de dulces o galletitas o qué sé yo qué era lo sugerido, me hizo degustar una especie de canapé con unas cremas importadas de Tanganica. Imprevistamente me sentí en un primer mundo comprador de oportunidades prolijas y asépticas devenidas de imponentes folletos o parlantes o visiones por demás adelantadas de futuros venturosos contagiadores del beneplácito humano inminente y entonces, como por una especie de imaginación errante y venturosa del disfrute que me invadía sin detenerse, esos pollos invadieron mi espectro mental y volaban por el cielo limpio de nubes y gases tóxicos y mientras sobrevolaban mi alcance necesario de consumidor barrial, apoyaban esas aves mi ignota necesidad de anticipar semejante cena para con mis amigos, y debido a ello, ganar ese tiempo precioso casi listo del inmediato asado parrillero, los pollos soltaban desde ese infinito, sus plumas; garras; cuellos y cabezas, mientras sus tripas autorizadas por desintegradores rayos laser desaparecían bajo los influjos de mi Yo cuchilla en mano, derritiéndome con gotas de sudor al lado de esa parrilla terracera mientras las salivas intercedían amortiguadoras de jugos gástricos degustadores del excesivamente placentero banquete anochecedor.

Salí fresquito del inmenso supermercado y tal frescura no provocó un ápice conmovedor climático sobre los pollos petrificados de hielos secos o de polos nortes o sures apantalladores de seres esquimales acurrucados dentro de esos ranchos-iglús semi circulares cuyos climas eternos ni idea de algún sol bronceador de pieles.

Dos pollos bien pálidos partidos a la mitad sobre esos fierros canaleteros mientras las brasas dictaban ambientes pronosticadores ipso factos sobre esas pieles y/o carnes embriagadas de limones exprimidos y chimichurris saborizantes embadurnadores de pajarracos cuyos cajones mortuorios eran simples bolsas polietilenas con etiquetas identificadoras de precios y fechas de vencimiento de muertes: (consumir preferentemente, hasta 3 días después de la compra).

Hora casi cuatro de la madrugada de este día domingo, mis amigos Rafca y Lems todavía chinchinean vasos teñidos de rojo y rayados de brindis; en el cielo, las estrellas aun molestan plácidamente.  Sin alas agitadoras de esfuerzos volátiles, sobre la parrilla todavía quedan dos aletas, tal vez saludadoras de carniceros embadurnados de esencias clóricas. Las risas, nuevamente, contagian la vida de lo que somos.

Por Pablo Diringuer

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