El Tiempo con sus Mudanzas
El género anecdótico que alcanzó difusión y brillo en un periodo de nuestras letras, hoy parece abandonado y solo asoma con formas distintas y con pasajeras frivolidades la mas de las veces.
Raramente esclarecen situaciones o nos dan legítimas pautas de sus protagonistas. La generación del ochenta, paradigma insoslayable además de sus “causerie” dejó copiosas páginas, cuya veracidad si bien discutible en algunos casos, configuran un inequívoco cuadro de una etapa y de una vida intelectual de su tiempo controvertido en sus grandes artistas que van desde el planteo socio- político al intelectual. Ubicada la anécdota- no el género anecdótico con su imaginería zumbona- con otras características de su acostumbrada frivolidad, adquiere para os investigadores de nuestro tiempos, preocupados como nunca en desentrañar problemas y utilizar métodos de análisis precisos, otra vigencia y contribuciones nada desechables bajo la traslucida mascara de su perfilada ironía o de su rigor integral.
Nada explica mejor, por ejemplo la pertinaz rebeldía de Unamuno y si inmodestia al acecho, que sus propias anécdotas. Don Pío Baroja nos refiere algunas de transparente elocuencia. En sus memorias, luego de reseñar sus peleas con Valle- Inclán y su reconciliación en el Ateneo de Madrid, cuenta esta breve permanencia de Don Miguel en el Palacio Real. “Cuando el rey de España otorgó la Cruz de Alfonso XII a Unamuno, don Miguel se presentó en Palacio con su indumentaria habitual, y dijo al monarca: Vengo a presentarme ante su majestad para darle las gracias por la Cruz de Alfonso XII que se me ha otorgado y que me lo merezco. Es extraño – replicó el rey, más o menos asombrado- las demás personas a quienes he concedido la Cruz me han asegurado que no la merecían. Y Don Miguel contestó: Y tenía razón”.
Roberto Arlt vivía en estado de anécdotas. Y cualquiera de ellas es auténtica, consustanciadas con su vida, tan desligada de especulación o sensacionalismo que aunque desconcertantes en sus proyecciones llevan el sello genuino de este escritor cuta desbordante imaginación le acredita entre los grandes novelistas de América. Córdova Iturburu, refería que en una ocasión, siendo las dos y pico de la mañana lo despertó el teléfono de su casa. La voz de Roberto Arlt se hizo oír deslumbradas: “Córdova, estoy en el Tropezón con unos ladrones que me los han presentado.
Vení pronto, cuentan cosas maravillosas”. Otra vez, se internó en la calle Homero, para realizar por su cuenta un censo entre sus moradores para saber quiénes conocían alfo del autor de La Ilíada. Luego de algunas cuadras abandono la encuesta y aseguró que entre sus vecinos nadie sabía quién era Homero. Boudelaire era el extremo opuesto. Gustaba de ser oído con sus invenciones anécdotas y vestir con refinada elegancia. Sentado en una confitería de Paris, teniendo a su vera a la amante de color, esperaba el silencio oportuno y levantando la voz, lanzaba su preparada frase: “el día que me asesiné a mi pobre padre” y los parroquianos naturalmente lo miraban con espanto. La verdad es que Charles Baudelaire quedo huérfano cuando aún era muy niño. Pero fijémonos en la estudiada frase macabra. No dice maté, hecho que pido ser casual, sino asesiné, y el recuerdo de su progenitor da fuerza y afecto inmediato a su confesión de mi pobre padre.
Ricardo Guiraldes, en sus años de permanencia en Francia, hizo fraternal amistad con Valéy Larbaud. El novelista y crítico francés, muerto Guiraldes, siguió dedicándoles sus libros en presente ajeno de manera voluntaria a la idea de la desaparición de su gran amigo. Y con esas frescas dedicatorias, se conservan sus libros.
Cornelia Otis Skinner, famosa actriz, la noche del estreno de “Cándida” recibió un telegrama de Bernard Show, autor de la obra. El telegrama contenía únicamente dos palabras: “Extraordinaria Grandiosa”. La actriz agradecida y dando pruebas de humildad, contesto también con dos palabras: “Elogio inmerecido”. Al día siguiente Cornelia se vio sorprendida por otro telegrama de Shaw, en el que decía: “Me refiero a la obra”, y ella contestó: “Yo también”. Con la misma obra, el dramaturgo irlandés, el día en que fue a presenciarla, descubierto por el público, debió subir a escena cuando el telón marcó el final entre aplausos clamorosos. Cuando Shaw se disponía a hacer uso de la palabra, un emboscado enemigo aprovechó el silencio y empezó a silbar. La fina ironía del escritor no se hizo esperar. La señaló y clavándole la mirada le dijo: “Vea señor, yo opino igual que usted, esta obra es muy mala, pero no podemos hacer nada, somos dos contra todos. Y otro gran aplauso llenó al teatro.
Estas expresiones- anécdotas- ha servido a escritores como Rober Escapit, para, para una reubicación del autor, el libro y sus lectores. El catedrático de Burdeos afirma que “se es escritor solo con relación a alguien, según la apreciación de alguien”.
Más acertado nos parece cuando afirma que la noción de generaciones seduce al principio pero no es absolutamente clara, “sería mejor reemplazarla por la de equipo, más flexible y orgánica. Por equipo se entiende el grupo formado por escritores de todas las edades (aunque una de ellas predomine) que, con motivos de ciertos acontecimientos, toma la palabra, ocupa la escena literaria y conscientemente o no, bloquea su acceso durante un determinado lapso, impidiendo que las nuevas vocaciones puedan realizarse”.
Para Cesare Pavese la salud de la literatura no está en la anécdota mágica, pero no le cabe duda que si la indagamos en profundidad, nos dará valiosos elementos para relacionar el creador en función de tiempo, obra y circunstancia. Por eso, cuando Ibsen estrenó “Casa de muñecas”, gran parte del público le preguntó qué había querido decir y el dramaturgo noruego respondió: “Yo no sé, pero mañana Geor Brandés nos lo explicará” Y Tolstoy confirmaba: “Ibsen es un hombre feliz, él escribe y luego los críticos se encargan de explicarle lo que ha querido decir”. Es que la crítica desentraña esencias que el autor no percibe en el momento de escribirlas. En ocasiones para agregarle a lo visible profundidades no fáciles de percibir, en otras, para demostrar una falsa retórica. Para ello me remito a esta anécdota ilustrativa: Dámaso Alonso, primer traductor de Joyce el castellano, insistía de manera poco amable ante su amigo Mantesinos sobre la grandeza del “Ulises”. Montesinos disentía de manera rotunda, sin haberlo leído. Ninguno de daba por vencido en tan enconada polémica. Contagiado por el entusiasmo de su amigo y harto de discusiones, Montesinos se decidió y leyó el libro. Cuando lo terminó hizo su personal balance.
Entonces fue a ver a Alonso y le dijo con rigurosa franqueza: Mira Dámaso, voy a hacerte esta confidencia, ahora que he leído el “Ulises” me gusta menos que antes”.
Por José Marial – Pájaro de Fuego – Enero 1980