Toñi, Miriam, Desireé. Esos son los nombres de las víctimas, de las protagonistas de esta historia durísima, y triste. Demasiado triste.
Ninguna de las tres pensó la noche del 13 de noviembre de 1992 que sus vidas acabarían abruptamente. Tampoco que sus muertes acabarían convirtiéndose en una novela de horror mediático que, a treinta años de lo acontecido, sigue levantando polvareda, sigue inscripto en la memoria colectiva no sólo del pueblo español, sino del mundo.
Las chicas de Alcàsser, como se las conoce popularmente, eran estas adolescentes, ninguna mayor a los quince años, que habían ido a visitar a su compañera Esther en la previa a una fiesta en la discoteca Coolor, popular entre la juventud valenciana en los albores de la década del 90. Esther se sentía enferma, acusaba un resfrío al igual que el padre de Miriam, que tuvo que negarse a llevar a las niñas al boliche.
En aquel entonces, la carretera que separaba Picasent de Alcàsser era oscura, sin viviendas a los costados. Los conductores estaban acostumbrados a ver pequeños grupos de adolescentes caminando en la banquina, transitando los dos kilómetros hasta la entrada del pueblo para ir a bailar o a pasar la tarde. Algunos, incluso, se animaban a hacer autoestop, una práctica que hasta 1992 no había generado ninguna mala noticia en el apartado policial de los medios escritos, radiales o televisivos.
Todo cambiaría rápidamente, como una horrible tormenta tropical.
Cerca de la medianoche los padres notaron que las chicas nunca habían regresado de su salida a bailar.
Uno se acercó a la discoteca y constató que el trío jamás había llegado ni cerca del edificio. Nadie las había visto. Esther confirmó que las niñas abandonaron su hogar sin cambiar el plan. Llevaban apenas unas pesetas para solventar los pocos gastos que tenían. Hacía frío, así que llevaban abrigos, pero nada más.
Y se desvanecieron en el aire, aparentemente.
La policía activó un inédito operativo de búsqueda para aprovechar las vitales cuarenta y ocho horas iniciales, las claves en la resolución de cualquier crimen o delito. Barajaron la teoría que las niñas se habían escapado por voluntad propia, pero nada indicaba que eso fuera posible. Tenían vidas normales, amistades, familias cariñosas, una existencia clase media en un pueblo en donde los mayores delitos que padecían eran hurtos sin heridos y alguna disputa vecinal. Las razones para huir, sin dinero, sin ropa extra, no existían.
1992 fue también un año en donde dos factores mediáticos confluyeron para crear un huracán nunca antes visto. La televisación de la Guerra del Golfo y el nacimiento de los reality shows generaron una audiencia hambrienta de contenido “real”. La tragedia, el dolor ajeno, se convirtió en un sinónimo de altos índices de audiencia. A eso se le sumó la tercera arista: los canales de noticias 24 horas, que de un momento a otro se toparon con la necesidad de rellenar contenido. Necesitaban no sólo noticias comunes y corrientes, sino impactantes, que atrajeran espectadores y permitieran seducir a los auspiciantes.
Los medios se alimentaron no sólo de la información oficial, sino de diversas teorías conspirativas que, hasta la fecha, siguen creciendo. Uno de los principales impulsores de estas versiones alternativas fue uno de los padres, justamente, que jamás pudo asimilar la versión oficial.
Esta nueva generación de periodistas se instaló en Alcàsser y montó una guardia mediática que duró setenta y cinco días inicialmente, hasta que ocurrió el peor desenlace.
Las chicas aparecieron muertas en el fondo de un barranco. No fue la policía quien las encontró, sino dos apicultores de casi setenta años que vieron una mano asomándose entre la tierra.
Los medios ni siquiera esperaron a que los informes de autopsia confirmaran las identidades. Inmediatamente asumieron que eran ellas. De hecho, una de las madres se enteró por televisión del hallazgo.
Fue una completa locura e inició en España lo que hoy se conoce como “telebasura”, una versión más sanguinaria e inescrupulosa del periodismo amarillista.
El caso Alcàsser, una mini serie documental estrenada en la plataforma Netflix en el 2019, aborda no sólo los giros en el caso policial que conmocionó a España, sino el tratamiento mediático espantoso que derivó del triple homicidio. No es un recorrido sencillo.
Cada episodio, dirigidos por Ramón Campos y Elías León Siminiani aborda el caso policial con detalles pero sin tocar en el morbo. El proyecto inicial era tratar los homicidios, pero el manejo de los medios entonces era demasiado abrumador como para obviarlo.
Esta serie se convirtió en un escaparate para observar, horrorizados, la peor versión del periodismo. El caso fue espantoso, sí. Involucró secuestros, torturas, violaciones y asesinatos. Controversias, también, durante el proceso judicial. Pero la frutilla de este espantoso postre fue el rol del periodismo basura, que llegó hasta a pasar fotos explícitas de los cadáveres. El famoso “circo mediático” en todo su apestoso esplendor.
El crimen de las amigas sucedió en una época en donde internet no se había desarrollado. Pasaron treinta años desde aquel horrible suceso. Sin embargo, el hambre por ver sangre, por consumir dolor, no ha mermado ni un poco. Hoy en día es habitual ver en nuestros celulares fotos de todo tipo de cadáveres. Consumimos noticias en redes sociales sin chequear una fuente. Los multimedios se hacen eco de esta práctica también, prima más la necesidad de tener una exclusiva, total, después siempre se pueden retractar de las animaladas que escuchamos a diario. Hace tres décadas la gente buscaba lo mismo, lo único que cambió fue el aparato que nos ayuda a consumir.
El caso Alcàsser es una mini serie necesaria, que nos interpela, que nos obliga a replantearnos cómo accedemos a la información, cuanto poder le queremos otorgar a las cabezas parlantes en la televisión o en las redes sociales, y sobre todo, hasta qué punto estamos dispuestos a llegar para satisfacer nuestra necesidad de morbo, sangre y dolor.