Al Pie de la Letra
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Precipicios de Amor en el Oeste
Relato de Pablo Diringuer Sobre un amor geométrico
Precipicios de Amor en el Oeste

¿Vos entendés lo que sucede a través de la geometría del sentimiento?

Ella se rascaba la cabeza cada vez que esgrimía uno de esos tantos pensamientos casi borrachos de amplitud sentimentaloide lleno de apreciaciones casi caprichosas de una mina a la que no le importaba nada de nada en la necesidad inmediata de aconteceres.

Ella estaba buena -físicamente hablando- y en esos por qués inexplicables de la vida naciente con respecto al sexo opuesto, aparecí yo, un pendejo netamente inexperto que apenas hubo de imantar labio con labio en un casi inexplorado baile de quince a la vuelta de esa esquina de medias tintas y azules blazers estudiantiles a la vera de ese camino secundario de vida.

Cada vez que la miraba de reojo en esa fila demoníaca en la formación matutina del colegio, mis piernas temblaban en esos cinco o diez minutos del invernal tiempo, ya no sabía si resultaban ser por ella o mi solapada calentura de ese periplo del cual no tenía idea de la alcantarilla que sumiría mi presencia absorbida por extraños seres zombies inmersos en las profundidades del que todo lo desea y el estilete acuchilla y acuchilla sin sangres derramadas de lágrimas, pero que, inmediatamente, atormentan el deseo del querer más y más.

Ella me daba la imagen de haber percibido cierta atorrantez de vida antes de contactarme cotidianamente dentro de ese lunes a viernes en que nos enrostrábamos miradas y concisas frases y no nos amilanábamos para nada en decirnos;  Ella: -¿Por qué no mandaste ninguna señal para vernos el sábado; vos tenés el teléfono mío, o lo perdiste dentro de tu carpeta de «Castellano» en donde te metí un papelito con el número?

Inexplicablemente yo, no sé si obvié algún tipo de encuentro o simplemente nació en mí una excusa producto de mi inexperiencia o timidez o qué sé yo qué mierda existencial y sólo dije: -Vos sabés que vivo en Castelar y en donde vivo, tengo un perro en el jardín que ya tiene como… diez años, está algo viejo, y justo, el día anterior lo soltamos en la calle… y no volvió… Estuvimos junto a mis viejos buscándolo como… tres o cuatro horas y … no apareció… tal vez por eso, me sentí… no sé… algo mal y no pensé en otra cosa…

Ella vivía a tres estaciones de trenes de mi domicilio y su rostro pareció transformarse inmediatamente de manera hipersónica de una respuesta interrogativa normal y consensuada, a una desorientada y -después- a otra ligada casi al insulto desproporcionado de cañones derretidores de acorazados tanques acerados de imprevisión bélica.

Yo: Silencio a través de esa línea telefónica con la única sapiencia de saber que ningún epíteto cuidadoso de su parte íntima de sentimiento llegaría a lacerar ese halo inexplicable de ambiciones y necesidades recíprocas a las que inocentemente estábamos expuestos.

Yo sabía íntimamente -y no se lo confesaba a absolutamente nadie- que la quería; que, por primera vez en mi inexperta vida, podía conjugar libremente el verbo «Amar».

Vaivenes… de no darnos casi mutua bola, a despertar reprimidamente de mi parte, ese dedo índice que todo lo promueve y no se banca más ese silencio que destripa desde el sístole y diástole de ese pulmón-corazón y late y late sin poder parar para nada y que conecta con esa cabeza que cuestiona y pincha cortocircuitos inefables de todos los por qué y… no se aguanta nada de nada y en ese halo recontra misterioso de actitudes nacientes de sensaciones, aflora el torrente y avecina huracanes indescriptibles de ningún antemano; cuando nos volvimos -aunque nunca nos fuimos- a frecuentar en lo que hubimos de apaciguar en ese paréntesis, en esa esquina del barrio de Ramos Mejía, planta baja de ese edificio tipo mole del oeste, sentados sobre ese cordón callejero que nos vio nacer de adolescencia amorosa, ella saltó al vacío desde su trampolín iniciador sentimental y estampó su primer beso genuino de necesidades a la espera inmediata de ese destinatario sin carteros ni mensajeros ni trascendidos tercerizados de ninguna especie.

Yo, borracho de amor, no sólo mordisquée  sus labios, también dije, y mucho, y mis acarameladas palabras o frases fueron un indescriptible libro grueso, gigante maestral del añorado acunamiento desde el pañal que vio intuir y participar e inducir a ese desparpajo lleno de soltura existencial del sentir algo que explota cuando se tiene enfrente al que todo lo presiente y recibe sin consecuencias de ningún tipo o especie y que se vaya todo a la mismísima mierda y si la perinola gira y gira, eso no hará nada más que imantarnos hasta que ese dios quiebre su batuta frente al halo abarcador de lo nuestro, lo genuino. Y en esos manifiestos confesos de media noche sobre cordones de calles del no tan lejano oeste, ella dejó, una vez más, llevarse por ese mar casi embravecido y energizante  de acariciamientos llenos de palabras acogedoras de su sentir, entonces en su soltura bien proclive a su Ser me habló una vez más de su mar embravecido de semejanzas simétricas  para con una inefable materia colegial: Matemáticas. La geometría del sentimiento –dijo- y a través de su “gestometría”  muy proclive a su aseveración de las cosas o mejor dicho, a la acepción de las situaciones entre las personas entonces dibujó acompañando sus gestos una especie de elipse en donde unir puntos terminaban como en el espacio sideral lleno de estrellas una distinguida figura de dos seres unidos en un beso que irremediablemente nos representaban en el universo lleno de individualidades, pero vacío en la totalidad de la supervivencia de latencia compartida. Luego, riendo, argumentó sus dichos en el advenimiento del espacio en donde intervenían inevitablemente la astronomía y la física que a ella no le importaba demasiado, sobre todo, sus notas en la materia, sólo se dejaba influir por ese diminuto-gran espacio interior y semejando el sonido de las palabras le importó un comino el significado de las mismas, sólo me miró a los ojos brillosos de ambos y me susurró casi en volumen amplificado: -“esto no es una elipse… o no me importa si estamos dentro de alguna figura matemática, pero mi sentir no duda en explayarme de lo que me sucede, entonces sí, mi frase tranquilamente puede amplificarse en una elipsis, que no es ningún condicionamiento geométrico, solamente son mis suplantados puntos suspensivos de lo que me toca sentir por vos…

Ramos Mejía, sobre ese cordón de veredas primaveral iniciador en vivencias bajo lunas brillosas de Dar y una nueva especie de materia sin profesores, una “Gestometría” aprobada desde el latido iniciador de Vidas.

De Pablo Diringuer

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