No siempre es fácil, para una persona que espira a pasar por distinguida, tener buenas maneras, al menos, no parecía serlo en el Buenos Aires criollo de 1830 o 1840. Tres o cuatro décadas otra, cada miembro de la sociedad decente sabia como esperaban sus congéneres que se comportara; una larga experiencia había moldeado una sociabilidad ceremoniosa y campechana a la vez, fruto de la popular reelaboración local de las normas y modelos hispanos. Pero desde 1810 está sociabilidad criolla se vió confrontada con los prestigiosos modelos de Francia o Inglaterra, traídos por los criollos viajeros pero, sobre todo, por la colonia extranjera instalada en Buenos Aires, cuyas costumbres rápidamente se convirtieron a los ojos de los criollos en paradigmas de la buena educación.
Fue fácil muñirse de aquellos objetos prestigiosos cuya posesión indicaba que se estaba “a la moda”; vestidos, pianos o boudoirs tapizados. Pero copar los modales no era tan fácil y a menudo el resultado fueron formas de convivencia hibrida en las que, por debajo del barniz europeo, se traslucían las viejas costumbres criollas. Hubo entonces una gran inseguridad acerca de lo que estaba bien y lo que estaba mal, de lo que indicaba que se era una persona culta e ilustrada o lo que denunciaba un irremediable provincianismo Ciertamente, no era fácil saber cómo comportarse.
Tertulias de Confianza
¿Qué pensar, dar ejemplo, de las “tertulias de confianza”, organizadas semanalmente por una u otra familia? Aunque primaba la informalidad, y todo conocido era bien recibido, empezaba a usarse la invitación pero, para horror de los elegantes, no faltaba quien indicara en ella que se serviría ¡café con leche! Se iba con toda la familia y hasta con los domésticos, de modo que había “más criadas que señoras y más criaturas que criadas”. La iluminación y servicio eran mínimos: mate para algunas señoras y agua para los jóvenes. Se conversaba y se bailaba con piano, pero también con la tradicional guitarra, mezclados los jóvenes con los viejos, los padres con los hijos. Ya predominaban los bailes modernos- la cuadrilla, la contradanza- aunque era ritual comenzar con el tradicional minué que, según el joven Alberdi- agudo critico de una sociedad que juzgaba poco elegante y sin estilo- hacía más de un siglo que en toda Europa no se bailaba. El criollismo en retirada, aun ganaba algunos combates: don Prudencio Rosas, hermano del Restaurador, impuso en los años cuarenta el “cielito criollo” que, según Calzadilla, era un “baile gaucho, monótono en demasía y poco aristocrático”.
Todo esto chocaba a quien conocía, de visu o por mentas, las brillantes y formales reuniones del Paris de Luis Felipe o de la Inglaterra que entraba en la era victoriana. Mas chocaba la liberal conducta de las jóvenes y su llamativa confianza en el trato, que algún extranjero confundió con liviandad. Les asombraba su libertad en la conversación y esa costumbre, tan criolla por otra parte, de “llamar a todo su nombre”. Tampoco se acostumbraban a gestos tan cordiales y poco ceremoniosos como beber de la misma copa con el caballero que estaba al lado o “cortar con sus dedos un trozo de bizcochuelo con dulce, para ponerlo en la mano, y sin ceremonia alguna, al visitante”.
En privado, la formalidad era aún menor y se sospechaba que en la intimidad muchas mujeres conservaban la antiquísima costumbre del cigarro.
Algunos extranjeros, y sobre todo los jóvenes progresistas, hubieran deseado encontrar en las tertulias siquiera modestas imitadoras de Madame de Stael o George Sand; pero – nos dice uno de ellos- “su mundo empieza y termina en Buenos Aires”. Sin embargo, esa educación, considerada superficial por los progresistas, estaba sabiamente dirigida hacia el matrimonio y los mil ardides y recursos aprendidos se desplegaban en las tertulias, bajo la atenta pero discreta mirada de las madres, conocedoras del arte de permitir y vigilar, de “ver sin oír”.
A la Búsqueda de un Código
En otros campos, el encuentro de costumbres europeas y criollas producía sorpresivos resultados. A muchos ingleses terminaba gustándoles que los llamaran afectuosamente “don Juan”, en lugar del frio “mister Smith”. Pero a la mayoría le abrumaba la ceremoniosa cortesía criolla: la insistencia en poner “la casa a la disposición de Usted”, regalar al visitante cualquier objeto que éste elogiara o los ceremoniosos saludos, sacándole el sombrero, el cigarro o lo que fuera, aun cuando el rápido y eficiente shake hand fuera popularizándose entre los hombres.
A los elegantes jóvenes criollos- de los cuale solo alguno había visitado Europa por entonces- les parecía que estos cambios eran muy lentos y que las costumbres porteñas eran todavía irremediablemente toscas y groseras. Uno de ellos, el joven Alberdi- que en 1837 firmaba sus artículos en La Moda con el seudónimo de Figarillo- llegó a elaborar un pequeño código destinado a aclarar que debía ser considerado refinado y que era irremediablemente vulgar, pese a que quienes lo practicaban lo consideraban el summum de la elegancia. Cualquiera podía darse cuenta de que hablar mucho, gesticular o buscar pendencia por algún punto de honra era vulgar. Pero también lo era irse del teatro sin ver el sainete final, o invitar a comer con demasiada insistencia, o bailar con la propia esposa. Parecía como si la sociedad porteña que lo leía hubiera estado a la búsqueda de un código de modales que reglara una situación esencialmente inestable en la que nadie podía asegurar con firmeza que estaba bien y que mal o, utilizando una fórmula que puso en boga Landrú hace años, qué es lo que era in o out.
Por Luis Alberto Romero para Vigencia – Octubre 1979
Washington
Los nuevos tiempos dan renovada presencia a algunas palabras mientras marginan a otras o les cambian el significado. “Plataforma” es un buen ejemplo. Antes, esa palabra se usaba primordialmente para referir- según el Diccionario de la Lengua Española- a “una superficie horizontal, descubierta y elevada sobre el sueldo donde se colocan personas o cosas”. Ya no. Ahora Twitter, Instagram, YouTube o Facebook (que se cambió de nombre a Meta) son llamadas “plataforma”. También lo que son los miles de nuevos emprendedores que describen su empresa como una “plataforma”. Las “plataformas” están in, y las empresas están un poco out. Pero resulta que las plataformas son empresas que prefieren maquillas- o borrar- su descripción como tales. La realidad es que detrás de la gran mayoría de las plataformas hay una empresa con fines de lucro.
La Nación – Moisés Naím – 15-05-23 – Desde Washington – Las Buenas y las Malas Palabras