El Lago Perfecto
No me gusta jugar con las expectativas de ningún ser vivo, me hice la composición de lugar de un padre o una madre tratando de salvar a su pequeña hija o hijo de las mandíbulas o de las garras o ansias de supervivencia de otros seres, en este caso, nosotros los humanos en tierras marcianas y comprendí el terror que evidenciaba Tantakron al ver a Minikron ensartada por un pincho. Ella nos miraba sin rencor, la mirada entristecida rica en enigmas. Soledades que buscan un lugar en Marte al igual que nosotros. De repente, quise sanar la torpeza que impone sobrevivir a cualquier costo y tomé el brochette con mi mano derecha, ante la mirada expectante de Ansidorio. Supongo que esperaba que los engullera de un bocado para luego él hacer lo propio con el resto de los brochettes, pero la vida está llena de absurdas razones. Mi absurda razón era que yo no me comería a una familia, así como así, así fuera de hongos, sobre todo que supieron hablarme al oído y eso es una extrañeza. Los puse en la palma de mi mano, en ese instante un hilo viscoso color verde se deslizó por las líneas de mi mano. ¿Los hongos sangraban savia? Pensé que la saliva es un buen cicatrizante y los llevé a mi boca, les hice dar unas vueltas entre mis papilas gustativas y las paredes bucales, luego los escupí antes de dejarme llevar por el anhelo de tragarlos.
Tantakrón agradecido me habló de un lago perfecto donde hallaría agua dulce y peces jamás vistos. Y le creí. El hongo trazó sobre el suelo una especie de mapa. A estas alturas, Chaofair, abrió su boca y vomitó lava ardiente. El resto de los brochettes, o sea, los otros Baktron que habían permanecido callados se cocinaron en el acto y fueron engullidos por Ansidorio y Aristotelius. Me puse a pensar que hablar a tiempo salva la vida en muchas ocasiones.
Les expliqué a mis compañeros de ruta lo sucedido con Tantakron y Minikron y la recomendación acerca de ir hacia donde estaba el lago de agua dulce y peces raros.
Aristotelius, pionero por excelencia, hizo cálculos estelares y de acuerdo a los datos trazados sobre el suelo, supo que el lago estaba a unos cien metros del cráter donde habíamos acampado. Quizá tan solo era un espejismo, pensó, pero era mucho más que ese trozo de amarga realidad.
Los cuatro terráqueos, Dea Ram, Aristotelius, Chaofair y Ansidorio Real se encaminaron con las pocas fuerzas que tenían hacia el lugar indicado y se llevaron una gran sorpresa al ver una silueta recortada en el horizonte, parecía una sirena. La osadía que ofrece la curiosidad los hizo acercarse. Un ser que portaba un sombrero de múltiples capas vellosas, ojos lánguidos, cara angulosa y boca de corazón, peinaba los aros superpuestos de sus brazos. En las piernas llevaba grabado un nombre: Bairoleidi. No quise o no pude ser astuta, tampoco zonza, esperé que fuera ella quien lanzara algún sonido. Después de todo, miraba el lago azul como si fuera la dueña.
Texto de Ana Caliyuri
Ilustración: Obras pictóricas de Tadeo Zavaleta De la Barra