“En Buenos Aires hasta los mendigos andan a caballo”; decía un asombrado viajero a principios del siglo XIX. Es que entonces, el caballo era el medio insustituible para cubrir las enormes distancias de nuestro territorio con una relativa rapidez.
En los ejércitos, la caballería era el arma estratégica por excelencia y un buen caballo, era indispensable para contar con la consideración de propios y ajenos.
Al gaucho, por su simbiosis con el equino, le cabía a medida la metáfora poética que lo definía como el “centauro de la pampa”. El caballo era todo y todo se hacía a caballo. Con el paso del tiempo, el hombre se fue urbanizando y el caballo, al menos el de silla, se replegó al campo, quedando en las ciudades, hasta bien entrado el siglo XX, sólo aquel que servía para traccionar carros.
Vale recordar, que cuando la ciudad se expandía, el suburbio incorporó pautas rurales, tales como el cuchillo, la forma de relacionarse y sobre todo el caballo. Algunos de esos rasgos, exagerados, alumbraron a los compadritos, taitas y otros perfiles orilleros.
Tal vez por esa memoria colectiva, por la historia hecha a caballo, el arrabal hizo suyas las carreras “cuadreras”; llamadas así por desarrollarse en un tramo corto. Esas primitivas carreras, convocaban multitudes, ya que eran habituales en pulperías suburbanas y por supuesto en la campaña. De la mano de los ingleses, esa vieja destreza criolla comenzó a llamarse, también en nuestra tierra, turf. El hipódromo o circo hípico, fija nuevas reglas y los porteños comienzan a frecuentar lo que la prensa bautiza como “deporte de reyes”.
En pocos años, aparecen los hipódromos de Palermo, San Isidro, La Plata. El gran premio nacional promete generosas bolsas al ganador y miles de jugadores se agolpan cada domingo en los estadios mencionados. El turf compite sin complejos con el naciente fútbol, en el favor de los porteños. El ingenio popular reemplaza “caballo” por el afectuoso “burro”. Ir al turf, pasa a ser “ir a los burros”. Al cultor del nuevo y a la vez antiguo deporte, se lo llama “burrero”. El burrero genera una cultura hermética con palabras como “dato”, “fija” para nombrar a un caballo supuestamente ganador; La Verde y La Rosa son los nombres de las revistas especializadas; otros términos tales como “borrado” para mencionar al caballo que no corre o “bagayo” para aquel no apto, pasan rápidamente al lenguaje cotidiano.
El porteño se entusiasma. El burrero se convierte en un hito de la geografía humana de Buenos Aires:
“Bajo Belgrano cada semana
el nombre tuyo se viene al centro.
Gritando el nombre de tus cien pingos
Los veinte barrios de la ciudad.”
Resume en pocas palabras el poeta y músico Francisco García Jiménez en su celebre tango Bajo Belgrano, el fervor popular por lo burros y su templo mayor, el Hipódromo de Palermo. El reinado burrero se extiende por décadas y es perpetuado por incontables tangos y milongas que con mayor o menor simpatía, dejaron testimonio de su apogeo. Primero el fútbol y luego otras distracciones, capturaron a la clientela potencial de nuevas generaciones que podrían dedicarse a “los burros”.
Nombres de jockeys célebres como Leguizamo, Antúnez o Marina Lezcano, son los íconos de un credo que se transformó casi en un recuerdo.
Por una Cabeza
Por una cabeza,
de un noble potrillo
que justo en la raya
afloja al llegar,
y que al regresar
parece decir:
No olvidés, hermano,
vos sabés, no hay que jugar.
Por una cabeza,
metejón de un día
de aquella coqueta
y burlona mujer,
que al jurar sonriendo,
el amor que está mintiendo,
quema en su hoguera
todo mi querer.
Por una cabeza,
todas las locuras.
Su boca que besa,
borra la tristeza,
calma la amargura.
Por una cabeza
si ella me olvida
qué importa perderme
mil veces la vida,
para qué vivir.
Cuántos desengaños,
por una cabeza.
Yo juré mil veces,
no vuelvo a insistir.
Pero si un mirar
me hiere al pasar,
sus labios de fuego
otra vez quiero besar.
Basta de carreras,
se acabó la timba.
¡Un final reñido
ya no vuelvo a ver!
Pero si algún pingo
llega a ser fija el domingo,
yo me juego entero.
¡Qué le voy a hacer!…
Tango -1935
Letra: Alfredo Le Pera
Música: Carlos Gardel
Libro Personajes del Tango
Roberto Bongiorno